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El chaparrón fue asombroso y espectacular, los cielos se abrieron de pronto y dejaron caer una violenta tromba que los cogió a todos por sorpresa. En cuestión de minutos, el suelo quedó saturado y el agua empezó a correr; los tejados salían volando y los árboles se doblaban a causa del viento.

Todos corrieron a cobijarse, pero la intensidad de la tormenta iba en aumento y las endebles chozas se habían derrumbado. Una lluvia helada azotaba sus cuerpos, calaba sus ropas, se les entumecían los dedos de manos y pies. La gente corría en todas direcciones, gritando, con sus hijos a cuestas, gritando los nombres de sus seres queridos. Lampiño cogió a Un Ojo y a la h’meen, uno bajo cada brazo, y corrió con ellos a cuestas. Los árboles caían, dejando las raíces al descubierto. Así que, cuando la tormenta y el viento arreciaron, todos comprendieron que no encontrarían ningún refugio seguro en aquel lado del río. Y corrieron hacia la pasarela de cuerdas que llevaba a la ciudad prohibida.

Cuando Tonina y Kaan llegaron a la pasarela, se detuvieron para esperar que los que ya estaban cruzando llegaran al otro lado. Pero cuando empezaban a cruzar, llegó más gente, empujando. Kaan se volvió y gritó bajo la lluvia:

—¡Esperad! La pasarela no podrá con todos. ¡Unos pocos por vez! Todos podremos cruzar…

Pero la multitud asustada lo empujó a un lado y corrió por la pasarela.

Las cuerdas estaban empapadas, las tablas resbalaban. Tonina tropezó y cayó con un grito. Kaan se arrodilló y, sujetándose a la cuerda, la ayudó a ponerse en pie. Hacia la mitad del recorrido, el peso de la gente hizo que la pasarela oscilara peligrosamente; hombres, mujeres y niños cayeron al río turbulento.

—¡Tendremos que correr! —gritó Kaan cogiendo a Tonina de la mano.

Así que corrieron, sujetándose a las cuerdas, mientras el fuerte viento amenazaba con arrojarlos a la muerte.

Del otro lado, donde hojas y helechos gigantes se sacudían con violencia, Kaan trató de llegar a un refugio de piedra. Cortó las enredaderas y entró, arrastrando a Tonina con él. Temblando, empapados, vieron horrorizados que había más personas tratando de cruzar el puente, demasiadas, así que una vez más la pasarela se volcó y arrojó a más gente a una muerte en las aguas.

El viento aullaba en el exterior del pequeño refugio de piedra, desde donde Kaan y Tonina veían pasar volando las chozas y pequeños árboles. Ahora caían poderosas cortinas de agua, con tal fuerza que el río empezó a crecer.

Kaan pensó en la distancia que les separaba de la orilla y supo que el agua pronto les alcanzaría. Así que una vez más cogió a Tonina de la mano y corrieron en medio de la tormenta tratando de encontrar donde cobijarse. A su paso caían ramas, árboles. Hubo un momento en el que tuvieron que agarrarse a una caoba porque el viento era tan fuerte que los levantaba del suelo.

—¡Ahí! —gritó Kaan señalando una abertura que había delante.

Tonina se soltó del árbol.

¡Guay! —gritó, porque el viento la arrastraba.

Pero Kaan la sujetó, con una mano la cogió de la muñeca y con la otra le rodeó la cintura. Tonina corrió abrazada a él, consciente de que tenían el huracán encima, y que venía del nordeste, la dirección donde estaba la isla de la Perla.

Cerca del refugio vieron a un hombre en el suelo, con la cabeza destrozada por una pesada rama. Oían gritos en el viento, gente que sufría, que era arrastrada. Kaan se guió palpando el muro de piedra y consiguió llegar a la abertura. Entraron jadeando.

—¿Estás bien? —preguntó él mientras examinaba el refugio.

Bajo la tenue luz, vio a una mujer alta que se alzaba sobre ellos. Sus ojos de piedra miraban por encima de sus cabezas. Kaan esperaba que fuera una diosa y aún tuviera algún poder.

—¡Estás herido! —exclamó Tonina.

Él se miró el muslo. Tenía un desgarrón.

—No es nada —dijo, pero de pronto sintió que le dolía, y vio que la sangre brotaba con demasiada fluidez.

Se cubrió la herida con las manos y trató de encontrar algo con que vendarla. Tonina salió del refugio.

—¡Tonina, vuelve!

Pero lo único que oyó fue un estremecedor aullido del viento.

De repente allí estaba otra vez, en la entrada, con hojas y enredaderas.

Kaan se cubrió la herida con las hojas grandes y brillantes hasta que dejó de sangrar. En el juego de pelota había aprendido cómo curar heridas graves, por eso sabía que no tenía que vendarlas con fuerza.

La noche cayó, pero la tormenta seguía. Estaba muy oscuro y Tonina y Kaan no veían nada. Se buscaron a tientas, porque necesitaban el calor y la proximidad del otro. Tenían las ropas frías y empapadas, temblaban. Kaan se acercó a Tonina y ella se pegó contra su pecho y cerró los ojos a las terribles visiones que la torturaban: gente que caía al río gritando, cabezas que asomaban sobre el agua mientras la corriente los arrastraba.

—¿Crees que todos estarán bien? —preguntó, refiriéndose a sus amigos.

—Rezo a la madre luna para que así sea —musitó Kaan.

Con la mano en los cabellos mojados de Tonina, se sentía extrañamente reconfortado por el contacto con las diminutas conchas. Le asombraba pensar que antes aquel adorno pudiera parecerle de mal gusto.

—Perdóname —murmuró ella contra su pecho—. No entendí la importancia de tu peregrinación a Teotihuacán. Pensaba que no era más que un ritual habitual para los muertos. No sabía que el alma de Cielo de Jade corría peligro.

Él hundió el rostro en sus cabellos y la abrazó con fuerza; no hablaron más. Mientras a su alrededor el viento silbaba y aullaba, mientras el edificio de piedra se sacudía con tanta violencia que pensaron que acabaría cayéndoles encima, Kaan el héroe del juego de pelota y Tonina la buscadora de perlas no pensaron en nada que no fuera el cuerpo cálido del otro, su firmeza, aquel aliento suave que era un consuelo durante la tormenta.

Tonina sabía que se estaba enamorando de Kaan. Pero la habían abandonado, fallado o traicionado tantas veces que no pensaba comprometerse jamás con nadie, y menos con un hombre enamorado de una esposa muerta y con un destino distinto del suyo. Mantendría aquel amor en secreto, y lo llevaría para siempre en su corazón.

Kaan, recordando la sensación de la boca de Tonina sobre la suya cuando le devolvió el aliento de la vida en el cenote, besó los cabellos mojados de aquella joven asombrosa que había llegado de forma tan inesperada a su vida y a quien los dioses le ataban por una antigua ley… y de quien deseaba no tener que separarse jamás. Pero no era libre para amarla, no podía entregar su corazón a otra mujer. Él era el culpable de que Cielo de Jade y su hijo hubieran muerto. Era el culpable de que sus almas fueran a desvanecerse para siempre y no conocieran jamás la dicha eterna. Ahora sabía que debía dedicar su vida a reparar sus pecados. Y dejar que aquella admirable joven siguiera su propio camino.