El día auguraba malos presagios, con aquel viento frío y helado del nordeste que amenazaba lluvia. Estaban esperando a que la h’meen terminara sus cálculos astronómicos, pegados los unos a los otros en torno al fuego, envueltos en sus mantos, porque aquella endeble choza poco podía protegerles de los elementos.
Habían pasado dos ciclos lunares, y no habían encontrado ninguna flor roja cerca de la antigua ciudad de Copan. Tonina había decidido que iría hacia el norte y buscaría allí la flor. En las islas la temporada de tormentas empezaría en solo dos meses. Le había dicho a Kaan que el vínculo que los ataba estaba roto, que ya no estaba en deuda con ella. Él lo aceptó, aunque a desgana, porque si quería llegar a Teotihuacán a tiempo, no podía retrasarse más.
Así pues, todos los ojos estaban puestos en la h’meen, que estaba examinando sus libros. Un Ojo se sujetaba el manto con fuerza alrededor del cuello, sin dejar de pensar en el momento en el que Balam lo había levantado del suelo y lo había arrojado contra un árbol. La h’meen había cuidado de él hasta que se recuperó. Había devuelto sus huesos a su sitio, había cosido sus heridas, había permanecido a su lado día y noche. Había dormido con él, para dar calor a su cuerpo, había llorado y suplicado a su espíritu que regresara. Nadie sabía la verdad, nadie sabía que las heridas del rostro y el pecho no las habían causado las garras de un felino. Nadie conocía el terrible secreto que le corroía el alma: que aquel viaje al lejano Copan había sido inútil; era un ardid de Balam. Pero no podía decírselo a nadie. Cada día veía a los grupos de exploradores que salían a buscar la flor y volvían con las manos vacías. Él sabía que no iban a encontrar nada, pero no podía decirlo. Balam torturaría a Tonina si lo hacía.
En un primer momento, Un Ojo trató de dilucidar por qué Balam podía querer alejar a Kaan de Teotihuacán, por qué se molestaba en pagar al mensajero para que contara una mentira sobre la flor. Pero luego, dolorido en su cuerpo y en su corazón, llegó a la conclusión de que le daba igual.
Finalmente, tras consultar sus libros, sus tablas, mirar la posición de la luna, el sol y los planetas, la h’meen calculó el momento preciso en el que sería más propicio que Kaan partiera hacia Teotihuacán.
—Aún tienes ciento trece días para llegar a la ciudad de los dioses.
—¿Sabes cuál es la mejor ruta? —preguntó Kaan—. ¿Debo volver a Tikal y desde allí seguir hacia el oeste?
—¿Puedo ver tu mapa? —preguntó la niña, tendiendo una mano que solo podría ser la de una abuela, con nudillos huesudos y venas muy marcadas.
Kaan buscó en su fardo de viaje y desplegó el papel que había comprado en Mayapán, después de que el vendedor le explicara qué significaba cada uno de los glifos, porque él no sabía leer. Para estar más seguro, al salir de Uxmal, Kaan le había enseñado el mapa a Un Ojo, experto viajero, y éste había confirmado las palabras del vendedor. Mayapán estaba al norte; Tikal al sur; Palenque al oeste, y Teotihuacán al noroeste de Palenque.
La h’meen estudió el mapa bajo la luz parpadeante del fuego. Asintió con satisfacción mientras leía las notas escritas a lo largo de las líneas que señalaban los caminos blancos. Sus ojos siguieron la ruta de Copan a Tikal, y luego a Palenque, mientras contaba en su cabeza los días de viaje que había entre cada lugar. Se quedó helada. Durante un largo momento, guardó silencio; el color abandonó su rostro.
—¿Qué pasa? —preguntó Kaan, nervioso.
—¿Es éste el mapa que has estado siguiendo desde que saliste de Mayapán? —preguntó, y de pronto todos sintieron que la sangre se les helaba. Aquella mirada, el tono de su voz…
—Sí —dijo Kaan—. ¿Por qué? Llegaré a Teotihuacán a tiempo, ¿verdad?
Ella le puso el mapa delante.
—Según las anotaciones que señalan los caminos blancos, tardarías sesenta días en llegar a este punto —dijo, tocando con su dedo artrítico el glifo con el símbolo de Teotihuacán—. Pero, noble Kaan, éste no es el glifo de la ciudad de Teotihuacán. Solo señala el inicio del camino de cien días que lleva a Teotihuacán.
Sus espesas cejas negras se juntaron.
—¿Qué significa esto?
—Significa que desde este punto faltan cien días para llegar a la ciudad de los dioses. —Lo miró con ojos pesarosos—. No llegarás a tiempo.
El jefe Ocelote estaba de pie a la entrada de su espaciosa choza, observando al grupo reunido en torno a libros y mapas. No confiaba en la gente que podía leer. Siempre tenían secretos. Y ahora todos estaban concentrados, planeando la partida de Kaan. Ocelote no se sentía en absoluto satisfecho.
Dos meses atrás, su mujer le había convencido de que no envenenara a Kaan, porque había oído hablar de la flor sanadora y creía que le curaría el bocio. Pero no habían encontrado la flor, y a Ocelote la paciencia se le estaba agotando. No quería que toda aquella gente se fuera. Él quería ser su jefe y vivir bien.
Levantó la vista al cielo extrañamente nublado. La lluvia se palpaba en el ambiente, y sin embargo estaban en la temporada seca. Malos augurios. Era el momento de actuar. Tras verter el veneno en un cuenco de pulque y removerlo, se lo entregó a su esposa y dijo:
—Lleva esto a Kaan.
Kaan estaba tan perplejo por lo que la h’meen acababa de decirle que aceptó el cuenco sin pensar.
—Bebe, noble Kaan —dijo la esposa del jefe—. Te dará calor.
La mujer salió de la choza y corrió de vuelta con su marido; las primeras gotas frías de lluvia caían sobre sus brazos desnudos.
Kaan miró el mapa con el ceño fruncido, luego miró a la h’meen. No debía de haberla entendido bien.
—¿Estás segura? —volvió a preguntar llevándose el cuenco a los labios—. Ciento trece días me parecen suficiente.
—Es suficiente para llegar al principio del camino —dijo la h’meen—. Incluso si partieras enseguida y viajaras con rapidez, tardarías sesenta días. Pero desde allí hasta Teotihuacán son otras cien jornadas.
El cuenco no llegó a tocar sus labios, su intenso aroma penetraba en su nariz. Entonces, bajó las manos y el contenido se volcó y cayó al suelo de tierra de la choza.
—¿Me estás diciendo que no puedo llegar a Teotihuacán a tiempo?
—Por desgracia no —contestó la h’meen.
Se sentía terriblemente mal por aquella confusión. Tendría que haber consultado el mapa hacía tiempo, pero siempre había dado por sentado que Kaan sabía adónde iba.
En el silencioso grupo todos estaban pensando lo mismo. Mientras el viento se colaba por las paredes de aquel endeble refugio, agitando sus mantos y helando la piel descubierta, empezaron a comprender la terrible verdad.
Kaan se incorporó de un salto con un grito ahogado y salió corriendo del refugio.
Todos le vieron andar en la oscuridad cada vez mayor del exterior, entre el viento y la lluvia. Sentían una terrible desazón en sus estómagos. Amaban y respetaban a Kaan y cada uno se sentía a su manera responsable de aquel desastroso giro en los acontecimientos: Un Ojo por haber interpretado mal el mapa; la h’meen por no haberlo mirado antes; Tonina por haberle obligado a desviarse de su camino desde el principio.
Tonina salió del refugio y lo alcanzó.
—¿No puedes rezar las oraciones por Cielo de Jade aquí? —se aventuró a preguntar.
Él contestó reprimiendo un sollozo.
—Hace falta una hermandad sagrada de sacerdotisas, solo ellas pueden salvarla.
—Seguro que en los templos de Tikal puedes encontrar a las sacerdotisas que necesitas. Allí sí llegaríamos a tiempo…
—¡Tú no lo entiendes! —le espetó—. Por mi culpa el alma inmortal de Cielo de Jade se desvanecerá para siempre.
Se volvió y se fue hasta el límite del campamento; allí se dejó caer de rodillas y levantó los brazos al cielo amenazador.
La h’meen acudió al lado de Tonina y habló lo bastante alto para que la oyera a pesar del fuerte viento.
—Es por la forma en que murió —le explicó—. Kaan debe realizar un ritual muy antiguo y especial, que solo pueden llevar a cabo las sacerdotisas de Teotihuacán en una fecha sagrada. Pero ahora es demasiado tarde y su alma se perderá para siempre.
—Yo no sabía esto —musitó Tonina—. Si al menos hubiera… —Su voz se apagó, porque por fin comprendió la enorme pérdida de Kaan. ¿Era cierto que una persona asesinada no podía tener otra vida si no rezaban por ella unas plegarias especiales en Teotihuacán?—. ¿No se puede hacer nada?
La h’meen meneó la cabeza, se arrebujó en su capa y volvió al refugio.
Tonina miraba a Kaan, que estaba de rodillas, llorando en silencio a los cielos. Quería ayudarle, aliviar su pena. Pero no sabía cómo. Él había hecho tanto por todos ellos, y sin embargo, ahora que él necesitaba ayuda…
De pronto, le vinieron a la cabeza los viejos vendedores de piñas de Ixponé, cómo Kaan había luchado para defenderlos, el regalo que le habían hecho ellos en señal de agradecimiento, algo acerca de una diosa prosaica que concedería cualquier deseo a quien la liberara. Tonina había averiguado más cosas sobre esta diosa. Vivía bajo el agua, y se decía que muchos habían intentado liberarla, pero habían fracasado. Y ella pensó que quizá los que lo intentaron eran mayas que no nadaban bien. ¿Lo había intentado alguna vez alguien de las islas? ¿Lo había intentado una buscadora de perlas?
Pero nadie sabía exactamente dónde estaba prisionera la diosa.
—En algún lugar cerca de la ciudad de Palenque —le decían siempre, refiriéndose a una extensa región surcada por muchos ríos y corrientes subterráneas.
Había hombres que habían dedicado su vida entera a buscarla. Pero estaba aquel curioso regalo que el vendedor de piñas le había hecho a Kaan: una piedra normal y corriente que no parecía tener ningún valor ni propósito, y que sin embargo, según él, les «señalaría» el camino.
Tonina recordó que Kaan había entregado la piedra a la h’meen para que la estudiara, así que volvió corriendo al refugio y se la pidió. La h’meen guardaba la piedra en su hatillo, junto con sus remedios, y se la dio a Tonina desconcertada.
—¿Está muy lejos Palenque? —le preguntó Tonina.
Ella miró el mapa.
—A cincuenta días de aquí.
Tonina corrió a buscar a Kaan y, sin hacer caso de la lluvia que ahora caía de forma continuada, se arrodilló a su lado y le tendió la mano.
—¡La respuesta está aquí, Kaan! ¡Podemos ir a Palenque! Solo está a cincuenta días de distancia. Rescataremos a la diosa y ella nos concederá lo que pidamos.
Pero Kaan ya había llegado al límite.
—¿Por qué siempre piensas que hay una solución? ¿Por qué nunca te rindes? ¿Es que no ves que no hay esperanza? ¡Los dioses se han estado burlando de nosotros! Tonina, eres la mujer más testaruda y tenaz que conozco. ¡Pero incluso tú tienes que ver que llega un momento en el que ya no hay esperanza!
—Siempre hay esperanza, Kaan —dijo ella poniéndose en pie.
—¡Le fallé! —exclamó él cogiéndola por los hombros—. Y por dos veces. La noche en que Cielo de Jade murió me había suplicado que me quedara en casa con ella. Pero yo insistí en ir a buscar a Balam. De haberme quedado, no la habrían asesinado. Y ahora le he vuelto a fallar. El camino a Teotihuacán era sencillo, ¡pero ni siquiera eso puedo hacer!
Ella le tendió la mano.
—La diosa…
—¡No hay ninguna diosa! —exclamó, y dicho esto le arrebató la piedra y la arrojó hacia los árboles.
—¡No! —gritó Tonina, y corrió a buscarla.
De pronto, se levantó un viento muy fuerte que la arrastró, y antes de que se dieran cuenta la tormenta caía sobre ellos.