La joven se revolvió con impaciencia ante el empuje del príncipe Balam.
No era el amante experimentado que ella esperaba. Así que tuvo que obligarse a ser paciente mientras el hombre seguía con lo suyo. Solo se había entregado a él porque era de sangre real. Y si aquella cópula apresurada terminaba en un embarazo, tanto mejor. Su hijo sería descendiente de un príncipe de Uxmal.
Finalmente, Balam dejó escapar un largo gemido, se estremeció y su cuerpo se relajó. La joven esperó educadamente un instante y luego le empujó para apartarlo. Se puso en pie, dejó caer la falda —Balam ni siquiera se había molestado en quitarle la ropa— y se alejó apresuradamente entre los árboles en dirección al campamento de las mujeres, donde contaría a sus amigas una versión más romántica y halagüeña del encuentro.
Balam se anudó de nuevo el taparrabos sin pensar ya en la mujer. Nunca pensaba en ellas. El príncipe había desarrollado un voraz apetito sexual, y elegía una mujer distinta casi cada noche. Las cópulas eran rápidas y le daban solo una satisfacción momentánea. Balam tenía una sed que no lograba saciar, y sabía que la causante era Seis Palomas. Ninguna mujer podía igualar el desmesurado pecho y los espléndidos muslos de la mujer más gorda y exuberante de Mayapán.
Y estaba muerta.
Su único consuelo era que algún día encontraría a su hija.
Durante aquel instante deslumbrante de epifanía en la plaza de Ixponé, cuando vio su destino, Balam supo que él y Ziyal volverían a encontrarse. Y esta certeza era lo que lo movía a seguir adelante, lo que le daba fuerzas para seguir a Kaan y a su séquito lastimoso. Cuando Balam conducía a sus hombres por la jungla, un solo pensamiento guiaba su mente, como una antorcha que ilumina el camino: volver a abrazar a su hija.
En el centro del plan secreto de Balam estaban los destinos de Kaan y de la chica. Ellos no lo sabían, pero serían ellos quienes le llevarían hasta Ziyal.
Un Ojo no podía evitar ser chismoso. Estaba en su naturaleza. Y ahora que Kaan había instalado al grupo temporalmente en un asentamiento, Un Ojo oía la llamada de su oficio. Reunir información y buscar quien le pagara por ella.
La vida era hermosa. Ya volvía a yacer con mujeres. Aunque sabía que solo buscaban su buena suerte y anhelaba tener una mujer que le quisiera por lo que era, no veía razón para no gozar del placer de tener una compañera de hamac. Antes de partir de Tikal se había cortado el pelo —a la manera de las islas, utilizando la cascara de un coco para dar al pelo forma de cuenco— y un nuevo parche de cuero con una cinta azul le cubría el ojo. Con aquel llamativo manto naranja y un bonito taparrabos rojo, volvía a sentirse el enano encantador de siempre.
Tras conocer a sus nuevos vecinos en el asentamiento junto al río, presentándose, siendo el tipo simpático que era —nadie sospecharía que alguien con una indumentaria tan colorida pudiera dedicarse a espiar—, Un Ojo decidió ir a ver qué se traían entre manos el príncipe Balam y sus primos. El grupo de Kaan rara vez veía al pequeño reducto de guerreros que los seguía a medio día de distancia.
—Te acompañaré hasta Copan —había declarado Balam en Ixponé—. Los que te siguen son muy numerosos, y tienes pocos guerreros. Mis hombres y yo te protegeremos; después tú y yo viajaremos juntos a Teotihuacán.
Kaan lo invitó a instalarse en su campamento, pero Balam respondió:
—Me mantendré a cierta distancia, para no embrutecerte con mi presencia.
Un Ojo no le creía.
Y, convencido de que el príncipe de Uxmal tramaba algo, aquella fría noche de invierno el diestro enano decidió ver qué podía descubrir del hasta entonces «hermano» de Kaan.
El grupo de Balam había aumentado tanto que ahora su campamento ocupaba una extensa zona e incluía mujeres, muchas con la única función de preparar tortitas, una labor incesante, porque había muchos hombres a los que alimentar. Balam no hacía preguntas a los que querían acompañarlos. Aquella gente no era como la del grupo de Kaan: enfermos y tullidos que viajaban con sus dioses y esperanzas. Balam atraía a hombres jóvenes que se aburrían, maridos que abandonaban a sus familias y criminales que huían de la justicia. No había débiles en el grupo, y sí una rabia y una amargura que Balam sabía que algún día podría serle muy útil. Lo único que pedía a sus seguidores era obediencia.
Y paciencia.
En aquellos momentos, Balam estaba sentado ante una hoguera, pensando qué debía hacer, pero las conversaciones de los demás le distraían. Ahora nunca comía solo. Necesitaba desesperadamente la compañía de otros. Había intentado convencerse de que era porque se sentía solo lejos de casa y porque había perdido a su familia.
No podía afrontar la verdadera razón: que las ruinas de Copan le producían un extraño temor. No podía pensar en los edificios ruinosos y en los caminos vacíos sin que un escalofrío recorriera su alma. A diferencia de Tikal, donde parte de los edificios seguían utilizándose, Copan estaba totalmente muerto. Los lugareños decían que en su mejor momento allí vivieron hasta dos veces trece mil personas, entre guerreros, sacerdotes, eruditos, astrónomos, escribas, nobles. ¿Dónde habían ido? ¿Por qué?
Así que se rodeaba de jóvenes animados y ambiciosos a quienes les gustaba bromear, hablar y reír, hasta que las ruinas y los fantasmas abandonaban sus inquietos pensamientos.
—Primo —le dijo uno de los hombres que estaban sentados ante la hoguera—, dijiste que cuando llegáramos aquí nos contarías un secreto.
A mediodía, los hombres habían cazado y degollado un tapir que entregaron a las mujeres para que ellas lo destriparan y lo repartieran entre los diferentes grupos. Al fuego de Balam había ido a parar uno de los cuartos traseros, que en aquellos momentos se asaba lentamente, mientras él y sus primos esperaban hambrientos. Pinchó la carne jugosa con su cuchillo para ver si ya estaba cocida y les contó el secreto; después de escucharle, los hombres rieron.
—¿Por qué pediste a ese mensajero cabezón que contara la falsa historia de la flor roja?
—Tengo mis razones.
En un primer momento, Balam había pensado colgar a la chica de un árbol del chicle y no avisar a Kaan hasta que estuviera al borde de la muerte para que la viera morir. Pero entonces los recolectores de chicle mencionaron que había un viajero acampado con ellos, un mensajero, y a Balam se le ocurrió una idea mejor: • obligar a Kaan a viajar mucho más al sur para que no pudiera llegar a tiempo a Teotihuacán.
—Entonces, ¿aquí no hay ninguna flor roja, primo?
—No hay flor roja… y desde luego no la que esa chica busca tan absurdamente.
Clavó su cuchillo en el cuarto trasero y rezumaron unos jugos rosados. La carne ya estaba, así que cortó un pequeño trozo para Buluc Chabtan, su nuevo dios, y lo arrojó al fuego mientras recitaba una plegaria. Luego cortó un pedazo para él y cuando se apartó, sus compañeros se abalanzaron sobre la carne.
—¡Propongo una apuesta! —dijo uno de sus primos después de un largo silencio durante el que todos habían estado masticando; eso despertó el interés de Balam—. Allí —dijo el primo señalando con un dedo grasiento hacia una rama—, allí hay un búho. Apuesto a que cuando tire esta piedra, el pájaro volará hacia el este. ¿Quién acepta?
—Yo —dijo Balam con una sonrisa. Nada como una apuesta para animarse—. Yo digo que el pájaro volará hacia el oeste. ¿Qué nos apostamos?
—Esta piel de ocelote —contestó el primo, dando unos toquecitos en la hermosa piel moteada que llevaba sobre los hombros—. Y todo el jade que poseo.
—Tendrás que ofrecer algo más interesante —fue la respuesta de Balam—, sino ¿dónde está la diversión?
—¿Qué propones, primo?
—Una mano —dijo Balam con una sonrisa, y entonces tiró un poco de cartílago que le quedaba y se limpió los dedos en su manto—. El que pierda sacrifica una mano, aunque puede elegir si prefiere la izquierda o la derecha.
Sus compañeros callaron. Sería una cobardía si el que había propuesto el juego se echaba atrás. Sin embargo, no le gustaba la idea de perder una mano.
¡Lokono bendito!, pensó Un Ojo, que observaba la escena desde un escondite, maravillado al ver que Balam estaba dispuesto a perder una mano por algo tan banal. ¡Era imposible saber hacia dónde volaría el búho!
Después de todo lo que le había sucedido, a Un Ojo le sorprendió que siguiera apostando. Un hombre cuerdo habría aprendido. Pero Balam actuaba como un loco, y si hubiera mucho en juego se apostaría hasta el alma.
—De acuerdo —dijo el primo, pero con mucho menos entusiasmo que cuando solo se apostaba la piel.
Todos los ojos estaban puestos en la rama. El primo arrojó la piedra y el búho voló… ¡hacia el este!
Balam había perdido.
En lugar de soltar un grito de júbilo, el primo que había lanzado el desafío calló, porque se preguntaba si su principesco primo pagaría de verdad. Pero Balam sonrió y echó mano de una vara con hojas afiladas de obsidiana. Ante la mirada perpleja de sus compañeros y de Un Ojo, que tenía la garganta seca, Balam estiró el brazo izquierdo y, con un movimiento tan rápido que nadie tuvo siquiera tiempo de verlo, cogió la mano derecha del primo que tenía más cerca y la cortó de cuajo.
El hombre aulló de dolor, miró a Balam con cara de espanto y se desmayó. Mientras los demás corrían a socorrerlo, Balam sostuvo en alto la mano y dijo alegremente:
—¡No dije que pensara pagar con una de mis manos! —y arrojó la mano mutilada al fuego.
Sus compañeros estallaron en carcajadas, y la noche se llenó de gritos de alegría. Pero eran cazadores, guerreros, por lo que sus sentidos y reflejos eran agudos como los de un felino; por eso no se les escapó un sonido que no encajaba con el resto… una ramita que se partía bajo un pie.
Al momento, Balam y sus primos ya estaban examinando la zona.
—¡Ahí! —exclamó uno, y corrieron hacia los árboles.
El enano no pudo llegar muy lejos con sus cortas piernas. Un Ojo chilló de terror cuando lo cogieron del cuello y lo levantaron del suelo.
Balam acercó la cara a la suya.
—Ya te advertí que no me espiaras, hombrecillo.
—Perdóname, honorable príncipe —jadeó Un Ojo mientras notaba el manto que le apretaba en el cuello—. Juro por los huesos de mi bisabuelo que…
Balam lo levantó por encima de su cabeza y lo arrojó tan lejos como pudo. Un Ojo chocó contra el grueso tronco de una caoba y cayó al suelo chillando de dolor.
Balam se acercó y, tras agarrarlo por los pies, cogió impulso y lo estampó contra el árbol.
Un Ojo aulló y aulló, suplicando perdón entre sollozos.
De nuevo, Balam cogió impulso y lo estampó con tanta fuerza contra el árbol que Un Ojo sintió que sus dientes se movían.
Finalmente, Balam lo soltó y le puso el pie sobre su pecho.
—Te desollaré vivo —gruñó— y te asaré como a un perro.
Pero uno de sus primos se acercó y le puso una mano en el brazo.
—Trae muy mala suerte matar a un enano —le advirtió.
Balam miró con los ojos entrecerrados al hombre que lloriqueaba a sus pies. Su brazo izquierdo estaba en un ángulo antinatural, y se había roto una pierna.
Se arrodilló junto a él.
—Ahora escúchame. Si repites algo de lo que has oído esta noche o le dices a alguien que yo te he hecho esto, la chica lo pagará. La mataré lentamente ante tus ojos. ¿Lo has entendido?
Un Ojo asintió, aturdido por el dolor; mientras se preguntaba cómo lograría volver al campamento, Balam, en lugar de decirle que se levantara y se fuera, se sacó el cuchillo de obsidiana del cinto y le hizo cuatro tajos en la cara.
El enano chilló, y Balam le embutió el borde de la capa en la boca para que callara. Entonces, le hizo otros dos grupos de cuatro cortes en el pecho. No lo bastante profundos para matarlo, o para que pudiera desangrarse, solo para alejar las sospechas.
Cuando terminó y Un Ojo dejó de chillar, Balam guardó su cuchillo y se echó al enano inconsciente a hombros. El campamento de Kaan estaba río arriba, al norte del puente de cuerda, así que echó a correr, con el cuerpo del enano rebotando contra su espalda.
Cuando entró trotando con tan poca ceremonia en el enorme campamento que se había tragado el pacífico poblado de Ocelote, todo el mundo calló. Uno tras otro, todos los que estaban sentados ante las diversas hogueras vieron el cuerpo ensangrentado del enano a hombros del príncipe, hasta que Balam llegó donde estaba Kaan y dejó a Un Ojo en el suelo.
—Lo encontré cerca de mi campamento. A juzgar por las marcas de las garras, debe de haberlo atacado un felino enorme.
Al punto, la h’meen estaba allí con su hatillo de medicinas.
—Es como dice —le confirmó a Kaan—. Estas marcas son de jaguar.
—¿Puedes salvarle? —preguntó Kaan.
Ella lo miró con ojos llorosos.
—Los dioses lo quieran —susurró.