Kaan se abría paso cortando lianas y plantas trepadoras cuando, de repente, entre la bruma, un hombre se irguió en el sendero ante él.
Mandó a su gente que se detuviera. Mientras valoraba el tamaño de aquel silencioso centinela que les cerraba el paso, vio que sus ojos eran de piedra, su rostro estaba parcialmente roto y le faltaba una mano. Supuso que habían tallado aquella estatua siglos atrás y que ahora la selva la reclamaba.
Mandó llamar a la h’meen para que dilucidara si las marcas grabadas en la figura eran importantes. En diversas ocasiones habían visto losas verticales de piedra —llamadas estelas— en Tikal y en otros lugares. Los reyes las erigían para marcar el territorio o para dejar constancia de acontecimientos memorables. Aunque normalmente la h’meen podía leer prácticamente todo lo grabado, en este caso solo pudo interpretar algunos glifos, ya que las inclemencias del tiempo los habían borrado parcialmente.
—Su nombre era rey Conejo, pero la lista de sus logros está demasiado deteriorada para descifrarla. Quienquiera que fuese, su recuerdo se ha perdido en el tiempo.
—¿Sabes si la estela indica el límite de una ciudad? —preguntó Kaan mientras intentaba ver a través de la silenciosa bruma, pero solo logró distinguir matas y árboles fantasmagóricos.
—En efecto, eso indica. Hemos llegado.
Por fin, la legendaria Copan. A una señal de Kaan, el grupo reinició la marcha a paso más rápido; todos hablaban entusiasmados. ¡La flor roja debía de estar cerca!
En los cuarenta y dos días transcurridos desde que habían salido de Ixponé, en Quatemalán, la multitud que seguía a Kaan y a Tonina había cambiado constantemente; se reestructuraba y crecía como un organismo vivo. Habían muerto seis personas y habían nacido cuatro criaturas. Algunos de los que partieron con ellos habían decidido quedarse en algún pueblo tranquilo, mientras otros ocupaban su lugar. Algunos mayas se habían ido, mientras que miembros de otras tribus se habían sumado al grupo. Las parejas se divorciaban y se casaban. Unas familias se rompían; otras se formaban. Kaan había tenido que juzgar a seis personas por robo, a una por violación, a tres por adulterio, a cuatro por hacer trampas en el juego, a una por asesinato, a dos por blasfemias y a cinco hombres por pegar a sus esposas. Kaan imponía los castigos mientras la h’meen tomaba nota de los procesos y añadía nuevas leyes a la creciente lista.
Lampiño, el peludo gigante, había enviudado. Tres días después de salir de Ixponé, su mujer cayó por un agujero que nadie había visto, con la mala suerte que un tronco rodó sobre ella. Cuando lograron sacarla de allí con la ayuda de cuerdas descubrieron que se había partido el cuello; el cráneo ya no estaba unido a la columna. Afortunadamente seguía viva, ya que la piel, los músculos y la médula estaban en buen estado, pero no podía mantener erguida la cabeza, por lo que Lampiño ideó una abrazadera de madera para sujetarla. Sin embargo, a pesar de que podía respirar y hablar le resultaba imposible tragar y al cabo de unos días murió. Sin embargo, antes de expirar, se sentó erguida, se despidió de sus amigos y pidió a Lampiño que le quitara la abrazadera. Con los ojos llorosos, su marido obedeció; la cabeza de su esposa cayó hacia atrás entre los omóplatos, mirando al cielo. Tras bendecirlos a todos con un susurro, murió.
Ahora se encontraban en la tierra de las montañas sagradas. Mientras bajaban por un sendero rodeado de raíces abrieron desmesuradamente los ojos al ver el primer rastro de la gran ciudad que les había descrito el mensajero a la salida de Tikal. Habían recorrido un camino muy duro a través de colinas y valles, entre helechos gigantes, enredaderas y raíces nudosas que subían enroscándose desde el suelo; solo habían visto ocasionalmente algún rayo perdido de sol que se colaba por la densa bóveda de la selva. Todo era de un verde implacable… Hasta había orquídeas verdes.
Y a pesar de ello, entre tanta vegetación, no habían encontrado la flor roja.
Tonina, que caminaba junto a Kaan cortando malezas con su cuchillo, logró contener su decepción. Porque desde la noche en la que ella y Kaan estuvieron en el campo de juego de Ixponé, a la luz de la luna, había una nueva esperanza que la impulsaba.
Kaan le había dicho: «Debes encontrar a tu madre». Unas palabras tan simples… y sin embargo ni colgantes, ni brazaletes, ni jade y oro habrían sido para ella un mejor regalo.
Prosiguieron la marcha, hasta que finalmente el sendero de la jungla terminó y se encontraron en un amplio valle por el que discurría un río, salpicado de granjas y chozas.
Pero no había ninguna ciudad.
Kaan hizo una señal para que la gente dejara sus fardos. Todos obedecieron de buena gana, mientras miraban las chozas con techos de cascara de maíz y las granjas, con sus huertos. La gente salía de las casas o dejaba sus tareas para mirar con temor a aquella muchedumbre de recién llegados.
Un hombre calvo salió de la choza más grande, flanqueado por dos hombres jóvenes y una mujer de cabellos grises. El hombre se cubría con unas pieles sucias de ocelote, rígidas por la mugre, la grasa y la sangre. Un hueso le atravesaba la nariz y los lóbulos de las orejas. En sus mejillas llevaba cosidos los bigotes largos y rígidos de un gran felino.
Kaan se acercó y levantó las manos en son de paz.
—Bendición de los dioses —dijo en maya—. Somos viajeros y buscamos descanso. Os pagaremos por la comida y cobijo. No molestaremos a vuestra gente. Honraremos a vuestros dioses y a vuestros ancestros.
El calvo dijo que era el jefe Ocelote, y miró a aquella variedad de niños, viejos y enfermos arrugando la nariz.
—¿De dónde venís? —preguntó con cautela.
—Venimos de Quatemalán, noble jefe —dijo Kaan—. Hemos subido a muchas montañas antes de llegar hasta aquí.
Ocelote se rió.
—¿Venís de Quatemalán? Entonces lo que habéis subido no eran montañas, amigo. —Se volvió y señaló hacia el este—. ¡Eso sí son montañas!
Tonina y Kaan miraron con admiración los picos verdes que se elevaban hacia el cielo y desaparecían envueltos en la niebla por el este.
—Es el gran Bosque de las Nubes —dijo el jefe en tono fanfarrón, como si lo hubiera creado él mismo—. Ningún hombre que suba tan alto puede volver a bajar.
—¿Dónde está la ciudad? —preguntó Kaan.
—¿Ciudad? ¿Te refieres a Copan? —Ocelote les indicó que le siguieran y los guió al otro lado del asentamiento, a la orilla del río. Volvió a señalar—. Ahí está Copan.
A través de las enredaderas, Tonina y Kaan a duras penas distinguieron un muro de piedra engullido por hojas monstruosas y marañas de raíces gigantes. Cuando sus ojos empezaron a acostumbrarse a aquella confusa espesura, vieron dinteles derruidos, bóvedas hundidas, muros caídos y edificios completamente cubiertos por la vegetación. Un luminoso moho cubría los escombros.
—Durante mil años —dijo el jefe Ocelote— grandes reyes vivieron en esta ciudad. Se dice que en otro tiempo aquí vivieron hasta dos veces trece mil personas. Pero entonces, por razones que solo nuestros antepasados conocen, el último rey levantó la última estela de piedra y ya no hubo más.
Kaan miró las ruinas que aquella jungla ávida había reclamado, y supuso que el último hombre dejó Copan cientos de años atrás. Pero no había dejado ningún registro que indicara por qué.
Tonina observó el ancho río que los separaba de la ciudad.
—¿No hay ninguna forma de cruzar? —preguntó, pensando que una flor rara podía fácilmente crecer entre aquellas ruinas y prosperar sin obstáculos.
—Hay un viejo puente de cuerdas río arriba. Pero la ciudad es tabú. Los dioses no nos permiten ir hasta allí. Sin embargo, ¡venid y disfrutad de nuestra hospitalidad! Veréis que somos gentes civilizadas.
Cuando Kaan y Tonina entraron en la enorme choza de Ocelote, se llevaron una fuerte impresión. Andaban sobre el rostro de un hombre.
El jefe sacó pecho.
—Hicieron falta treinta hombres para traer esta piedra de las ruinas. Fuera quien fuese —dijo señalando la talla de piedra con ojos vacíos que servía de suelo a su choza—, tanto si fue un rey bueno como si fue malo, su espíritu vela por mi casa.
La mujer de pelo gris resultó ser la mujer de Ocelote. Su cuerpo rechoncho estaba cubierto por una prenda larga de algodón, y llevaba muchos collares de cuentas. Aunque era maya, su frente no estaba hundida; eso sí, llevaba el pelo recogido en la larga cola tradicional. Su cabeza descansaba sobre un cuello con bocio del tamaño de un melón, y tenía ojos saltones. Mientras su marido salía para encargarse de los preparativos para el festín, ella señaló una esterilla grande en el suelo.
—Aquí duermen nuestros invitados —dijo con una sonrisa—. Estaréis cómodos.
Tonina miró la esterilla.
—¿Dormiremos juntos?
La mujer del jefe les miró sin comprender.
—No estamos casados —explicó Kaan.
Mientras los ojos saltones de la mujer los miraban alternativamente al uno y al otro, vieron en ellos lo que habían observado en el rostro de otros desconocidos durante el viaje: el intento de determinar a qué tribu pertenecían, porque era evidente que no eran mayas, ni isleños, a pesar de los adornos corporales y la ropa. Y además, eran altos. Él parecía del norte, de la región mixteca quizá. En cuanto a la chica, era difícil decirlo, con todas aquellas pinturas en la cara. Pero debían de ser de la misma zona, porque se parecían mucho.
Aunque en otro momento Kaan habría aceptado sin vacilar la invitación de dormir bajo techo, sobre una esterilla decente, dijo:
—Gracias por tu hospitalidad, madre, pero montaré mi campamento fuera.
Tonina lo vio salir y recordó la primera noche de su viaje, cuando Kaan no sabía cómo encender un fuego. Desde entonces, había aprendido a sobrevivir en la espesura, así que ya no era un hombre de ciudad que dependía de sus sirvientes.
Mientras se preparaba para acampar contra la pared sur de la espaciosa casa del jefe, Kaan estuvo observando a su gente, que buscaba también un lugar para acampar entre las chozas y los campos, encendía hogueras y extendía sus esterillas para dormir. De alguna forma, por el camino, aquel grupo tan dispar de personas se había convertido en algo organizado, con artesanos y gentes con diferentes oficios que se agrupaban instintivamente. Eran como una ciudad ambulante, pensó Kaan, con su gremio de tejedores y su zona de alfareros. Cada vez que montaban un campamento, y colocaban a los dioses y los huesos de sus antepasados en altares improvisados, los artesanos elaboraban sus telares, sus herramientas para tallar, arcilla, pinturas, plumas y cuerda, y creaban piezas que cambiaban con los que cazaban y recolectaban comida, o con la gente que encontraban por el camino.
Aunque Kaan les dirigía y los había guiado durante muchos días y muchas noches, aunque acudían a él para que mediase en sus disputas, sus quejas o sus agravios, no se sentía parte del grupo. No se sentía parte de ningún grupo, de ningún lugar. Cuanto más tiempo pasaba lejos de Mayapán, más aislado se sentía. Ahora lo único que lo unía a la ciudad era su madre, pero ella le había dicho que no viviría lo bastante para volver a verlo. Kaan no había nacido allí, no había lazos de sangre que lo unieran a la ciudad, ni a nadie en ningún lugar. No sabía dónde estaba la tribu de su madre. Y aunque ella le había dicho el nombre, Kaan lo había olvidado. Y así fue como, con paso decidido, Kaan, el héroe del juego de pelota, que ni era maya ni mixteca ni zapoteca, fue pasando por granjas, poblados y ciudades, y en ningún lugar pudo detenerse y decir: «Éste es mi hogar».
—¡Bendición! —dijo el jefe Ocelote, que se acercó para ofrecerle a Kaan un cigarro recién liado y ya encendido—. Veo que lleváis un enano entre vosotros. Nosotros también tenemos uno, claro, pero tiene dos ojos. Estoy dispuesto a pagarte muchas pieles por el tuyo.
Kaan aceptó el cigarro, pero no lo fumó.
—No está en venta.
Ocelote gruñó.
—¿Tú eres el jefe de esta gente?
—No. Yo viajo en una misión solitaria. Ellos me siguen porque creen que les daré buena suerte.
—Entonces, ¿quién es su jefe?
—No tienen jefe.
Ocelote echó un vistazo al enorme campamento que había transformado aquel asentamiento letárgico, y vio que los suyos comerciaban y charlaban alegremente con los recién llegados.
—Pero ¿adónde van?
—No lo sé.
Ocelote frunció sus labios manchados de tabaco, haciendo que los bigotes rígidos de felino se movieran en sus mejillas, y decidió que no le importaría ser el jefe de un grupo tan grande. Entre ellos había diestros artesanos, expertos cazadores y, según había oído, ¡una h’meen real! Llevaban muchos dioses con ellos, y eso también era bueno. En el aire ya había empezado a notar la buena suerte, la prosperidad. Si lograba convencerlos de que se quedaran, quizá podrían construir un nuevo asentamiento. Después de todo, si una choza podía tener un suelo de piedra, ¿por qué no también las paredes? Él mismo podía poseer una bonita casa de piedra… ¡o incluso un palacio!
De pronto sus ojos empezaron a ver. Un trono, una corona, gente que se inclinaba ante él, guerreros en posición de firmes, emisarios de otros reinados rindiendo tributo. Era una visión tan extraordinaria y perfecta que Ocelote no acababa de creerse su suerte. Lo único que tenía que hacer era encontrar la forma de convencerlos para que se asentaran allí y luego erigirse en su jefe. Sus ojos ávidos miraron de soslayo al hombre alto que tenía a su lado. Tanto si lo habían elegido como jefe como si no, era evidente que lo era.
Ocelote sonrió. Un pequeño obstáculo. Nada que un buen veneno no pudiera arreglar.
—Amigo mío, esta noche nos acompañarás en un festín —dijo, y se fue a buscar al chamán.
El interior de la espaciosa choza de Ocelote era como el de todas las otras en las que Tonina había entrado: esterillas tejidas en el suelo, ristras de ajo y pimientos colgando del techo; un altar a los dioses, otro para los ancestros; ropa echada sobre perchas; lanzas, arcos, flechas apoyados contra las paredes; sandalias, cuencos para comer y odres de agua en estantes de madera.
Mientras sacaba sus cosas de su fardo de viaje y contestaba a las muchas preguntas que la mujer del jefe le hacía sobre las tierras de más al oeste, Tonina le enseñó su mantita bordada. Era algo que había empezado a hacer desde que Kaan había encendido en ella el deseo de encontrar a su madre. Así que fueran donde fueran, en granjas y asentamientos, ella enseñaba la manta y preguntaba si alguien reconocía el bordado. Pero hasta el momento nadie lo había reconocido, ni lo reconoció la mujer del jefe, que meneó la cabeza sobre su cuello voluminoso y dijo que nunca había visto ninguno que se pareciera.
—Si es el símbolo de un clan —dijo—, seguro que solo lo conocen sus miembros. Las telas que se tejen y se bordan para venderlas nunca llevan el símbolo de un clan, así que muy poca gente podría reconocerlo fuera de su región de origen.
Tonina notaba un acento distinto en el maya de aquella mujer.
—¿No eres de aquí? —se aventuró a preguntar.
—Me casé con Ocelote de niña. Pero nací muy lejos, en el norte, en la costa de Quatemalán. Tengo sangre de las islas —dijo con orgullo—. Pero me parece que tú no, aunque lleves las pinturas de allí.
—Vengo de un sitio que se llama isla de la Perla —dijo Tonina sin dar más explicaciones—. ¿Lo conoces?
—El nombre me resulta familiar. Cuando era niña, muchos mercaderes de las islas venían a nuestro poblado. Recuerdo perlas y conchas.
Tonina se emocionó.
—¿Sabes si la isla de la Perla está muy lejos de esa costa?
La mujer suspiró y se frotó la nariz, tratando de recuperar los recuerdos de su infancia.
—Habría que navegar muchos días, hacia el nordeste. Pero creo que se puede hacer. Solo tienes que evitar la temporada de tormentas, como ya sabrás.
Para la temporada de tormentas, pensó Tonina inquieta, faltaban solo cuatro meses.
—¿Y por la costa? —preguntó—. ¿Hay alguna cala o algún lugar resguardado?
—¿En la costa de Quatemalán? No necesitas calas seguras, allí todo es llano y pantanoso, de principio a fin, todo está salpicado de lagunas.
Tonina frunció el ceño. Su abuelo había hablado de acantilados escarpados y de costas rocosas. ¿Habría otra costa en Quatemalán? ¿Lo había entendido mal?
—Estoy buscando una flor rara —dijo, y se la describió, mostrando la forma con las manos, pero la mujer meneó la cabeza.
—No he visto nunca esa flor, ni he oído hablar de ella, no por aquí.
Tonina pensó en las altas montañas que había hacia el este y que desaparecían entre las nubes, y en la zona de más al norte, la costa de Quatemalán: podía pasar meses, años, buscando la flor.
Después de dar las gracias a la mujer del jefe, buscó a Kaan, al que encontró en la otra punta del bullicioso campamento, hablando con la h’meen.
Kaan consultaba diariamente con la herborista real, entre cuyas tareas cotidianas estaba llevar la cuenta de los días calculando con meses de veinte días, como hacían los mayas, y también como en las islas, en meses lunares. Había otros calendarios entre las tribus del norte que vivían lejos de la influencia de los mayas, y en las islas del nordeste. Todo esto lo tenía en cuenta la h’meen en sus cálculos, por ello la noche anterior ya le había podido confirmar a Kaan que aún faltaban días para que llegaran al punto en que ya no podría volver atrás y llegar a Teotihuacán a tiempo.
Tonina lo observó, allí acuclillado ante la joven de quince años mientras acariciaba con una de sus grandes manos la cabeza de Poki. Kaan siempre era tierno y paciente con la h’meen, como si realmente fuera una anciana de muy avanzada edad.
Kaan dio las gracias a la h’meen, se incorporó y se volvió hacia Tonina. Cuando sus ojos se encontraron a través del humo del campamento, el corazón de Tonina dio un brinco. Por más que lo intentaba, no podía reprimir aquel deseo cada vez más intenso por él. Se repetía una y otra vez que jamás podrían estar juntos, que entre ellos había un obstáculo insalvable.
El único propósito de la peregrinación de Kaan a Teotihuacán, se recordó Tonina, era rezar por el alma de su esposa. Y su amor por ella no dejaba espacio a nadie más.
Mientras iba hacia ella, Kaan se preguntó cuándo había dejado de verla como una imposición de los dioses. Hacía días que no pensaba en la ley que los ataba. Quería sinceramente ayudar a Tonina a encontrar la flor.
De nuevo se recordó que ése era un pensamiento peligroso. No debía pensar en ninguna mujer que no fuera Cielo de Jade. Cada noche trataba de mantener vivo su recuerdo, su amor. La estatuilla de Kukulcán y el mechón de su cabello eran un recordatorio, pero cuando miraba la pluma azul que Cielo de Jade había dado a Águila Brava, lo único que podía pensar era el momento en el que Tonina se la había entregado en Tikal.
Tenía la sensación de que su cuerpo y su corazón estaban decididos a traicionarle, porque cuando llegó donde estaba Tonina, no pudo evitar mirar el lugar donde la pelota le había golpeado, cerca de la línea de nacimiento del pelo, el lugar donde sus labios habían notado el sabor a coco de las pinturas de su rostro y le habían hecho desear más.
—Tengo un plan —dijo—. La h’meen me ha explicado el tiempo que necesito para ponerlo en práctica. No te preocupes. Te prometo que encontrarás la flor.
Tendría que haber estado exultante, y sin embargo Tonina se dio cuenta con sorpresa de que sentía pesar. No podía evitar pensar que, cuando encontrara la flor, ella y Kaan seguirían caminos separados.
—Después —siguió diciendo—, me encargaré de que Lampiño y sus hermanos te escolten hasta la costa, compren una canoa y paguen a unos remeros. Y no se irán hasta que te hayan dejado en el agua.
Kaan detestaba pronunciar aquellas palabras. Le aterraba separarse de Tonina. Mientras la miraba bajo la luz del anochecer, con el olor de las comidas flotando en el aire, arropados por el sonido de las risas, la música, los gritos, las discusiones, los niños que jugaban… mientras estaban solos en medio de una marea humana, a Kaan se le ocurrió que, del mismo modo que a él le habían impuesto la peregrinación a Teotihuacán, a ella le habían impuesto la obligación de encontrar la flor roja.
Cuanto más tiempo pasaba con ella, más cosas en común veía entre ellos. ¿Qué sería lo siguiente?, se preguntó, aunque ya lo sospechaba: que bajo las pinturas blancas del rostro y los símbolos de la isla, encontraría unas facciones muy similares a las suyas.
—Organizaré a los exploradores —dijo él—. Pondré a cada uno de los Nueve Hermanos al frente de un grupo, y se repartirán por todas direcciones. La h’meen ha conseguido un mapa de esta región, así que cubriremos hasta el último palmo de terreno, examinaremos cada árbol, cada arbusto. No te preocupes, Tonina, encontraremos la flor.
A Tonina le pareció un buen plan. Pero también le preocupaba. Si Kaan dejaba suelta a toda aquella gente por la jungla y encontraban la flor, ¿qué ocurriría? Había muchos desesperados, y cuanto más se alargaba el viaje, mayor era su desesperación. Quizá se abalanzarían sobre la flor y la destrozarían.
Observó el campamento, desorientada. ¿Cómo habían llegado a aquello? Guama la había enviado en busca de una flor que curara la enfermedad de su abuelo, pero por el camino, de alguna forma, la flor se había convertido en algo mítico: junto al río, había una madre con un hijo apático que no quería comer; bajo una caoba había un hombre con unas piernas inútiles a quien su familia llevaba a cuestas desde Uxmal; una mujer había perdido el oído repentinamente y había dejado su granja para seguir a Tonina. Había tantas personas desesperadas…, y todas buscaban la magia de la flor para sí mismos.
Tonina sabía que debía encontrar la flor antes de que aquella multitud lo hiciera.