38

Tonina paseó la mirada por el campo del juego de pelota desierto, bajo la luna llena. Kaan, de vuelta en el campamento instalado fuera de la ciudad, charlaba con Lampiño. Después de la pelea en el mercado se le había hecho tarde para salir hacia Mayapán, pero partiría por la mañana.

¿Por qué había regresado?

Tonina pensaba en la trifulca de aquella tarde. Había visto pelear a hombres otras veces. En la isla de la Perla luchaban con varas, o cuerpo a cuerpo. Nunca había visto a nadie saltar en el aire y golpear con el pie como había hecho Kaan. Sin embargo, aquel enfrentamiento le había enseñado más cosas sobre el hombre que ocupaba cada vez más sus pensamientos: tenía un sentido tan arraigado de la justicia que la defendería a riesgo de su propia vida. A pesar de sus prisas por salir hacia Mayapán, al ver que avasallaban a los pobres vendedores de piñas, había olvidado sus necesidades y había acudido en su ayuda.

Según había oído, le habían dado a Kaan una recompensa. ¿Qué sería?

Tonina también tenía un regalo para él. No sabía muy bien por qué lo había hecho, pero lo cierto era que sintió el impulso de ir a cierto puesto del mercado donde vendían algo muy concreto y lo compró con las últimas perlas que le quedaban. Cuando le dijo al hombre para qué era el regalo, él sacó un objeto que no tenía a la vista del público; lo reservaba para alguien especial. Ahora Tonina lo tenía, pero no sabía cómo dárselo.

Kaan la miró a la luz de la luna y se preguntó por qué Tonina había ido hasta aquel humilde campo de juego. Sus emociones eran contradictorias; quería reunirse con ella, pero todavía no. Ya le había dicho adiós una vez y no le apetecía hacerlo otra vez.

—He hablado con mis hombres —dijo Kaan mientras se levantaba—. Me han asegurado que mantendrán la ley y el orden cuando yo me haya ido.

Ella se volvió, sorprendida.

—Entonces, ¿te irás por la mañana, sin la protección de la caravana?

—No puedo perder más tiempo. Mayapán no está camino de Teotihuacán, y debo darme prisa.

Kaan miró las manos de Tonina; cuando vio que sujetaban un objeto alzó sus ojos marrones.

—He comprado esto para ti. El vendedor me ha dicho que es la mejor. Pensé… —empezó a decir, pero no supo cómo acabar.

Él miró la bola de goma que tenía en las manos, percibió su dureza y su peso. Era el regalo más maravilloso que le habían hecho en su vida.

—Que la madre luna te bendiga por esto —dijo con suavidad.

—¿Por qué has vuelto a Ixponé?

Kaan miró los ojos grandes y claros de Tonina.

—Balam me dijo que era mi gente la que estaba hostigando a los vendedores de piñas. Me sentí responsable.

—Pero no era nuestra gente.

—De todos modos, los vendedores necesitaban que alguien los protegiera.

Tras la pelea, Un Ojo le había dicho a Tonina que tal vez Kaan estaba defendiendo a su gente, ya que hablaban en náhuatl, como su madre. En ese momento, Tonina pensó que quizá Kaan no estaba tan avergonzado de su pueblo como fingía; había luchado por ellos arriesgando su vida.

Bajo la luz plateada de la luna, Tonina vio en sus brazos, en su torso y en su mandíbula algunas pequeñas heridas que se había hecho en la pelea de aquella tarde, cubiertas ahora por los ungüentos de la h’meen.

—Pero ¿por qué te enfrentaste solo a los mayas? —preguntó ella—. ¿Por qué no dejaste que tus amigos lucharan contigo?

Kaan pensó entonces en otro grupo de matones, mucho tiempo atrás, cuando él era un crío y unos niños mayores le atacaron. Él no podía defenderse, y Balam acudió en su ayuda. Esta vez, por motivos que no acertaba a descubrir, Kaan había decidido que debía hacer aquello solo.

—Los vendedores de piñas me han dado otro regalo —dijo, sin contestar a su pregunta—. Yo no quería nada, pero han insistido. Lo he aceptado por respeto.

Dejó la pelota en el suelo, echó mano a su cinturilla y sacó un pequeño objeto envuelto en un paño.

—El anciano me ha contado la leyenda de una diosa prosaica. Hace mucho tiempo, vino a la tierra para ver qué nos gusta tanto a los humanos de este lugar. Un rey la capturó y le exigió que lo hiciera un hombre rico y poderoso. Ella se negó, y el rey la enterró viva en una cámara subterránea y prometió que la retendría allí hasta que accediera a concederle sus deseos.

Kaan abrió el paño y mostró una pequeña roca.

—El anciano vendedor me dijo que cuando él era joven, hizo un viaje de peregrinación a la ciudad de Palenque, en el oeste, para rendir homenaje a Kukulcán en los famosos templos del tiempo. Cuando volvía a su casa, a un lado del camino encontró a un viajero moribundo. El cultivador de piñas se quedó con él y lo cuidó sus últimos días. Y por su bondad, el moribundo le recompensó con esto.

Una luna fantasmal bañaba el objeto con una luz plateada, pero Tonina no veía bien qué era. Parecía una piedra normal.

—El viajero moribundo le dijo al vendedor de piñas que había ido a Palenque en busca de la diosa prosaica para dejarla libre. Se dice que aún vive allí y, aunque no tiene capacidad para liberarse, sus poderes son ilimitados. Si alguien la deja libre le concederá cualquier cosa que pida.

—¿Qué es? —preguntó Tonina, cogiendo la piedra y volviéndola en su mano.

—No lo sé. Pero el vendedor de piñas dice que es la clave para encontrar a la diosa. Dice que muchos lo han intentado, sin éxito. Y que esta piedra señala el camino.

«Qué extraordinario —pensó Tonina y le devolvió la piedra a Kaan, que la envolvió de nuevo y la sujetó a la cinturilla de su taparrabos—. ¡Rescatar a una diosa! Si yo fuera esa persona, ¿qué deseo pediría?»

La dirección del viento cambió y hasta ellos llegó el olor de las fogatas y la comida que se estaba asando en el fuego.

Kaan sabía que debía volver al campamento porque tenía que levantarse temprano. Sin embargo, no podía moverse.

—Gracias por recordar a la gente nuestras leyes —dijo Tonina—. Temía que volvieran a ser indisciplinados cuando te hubieras marchado.

—Obedecerán —afirmó Kaan.

—Asumes el mando con facilidad y la gente te escucha. ¿Por qué te gusta tan poco dirigir cuando es evidente que estás hecho para ello?

Tonina estaba muy cerca de él, y percibía aquel aroma a coco que ya no le resultaba ofensivo, sino seductor; el sonido de las conchas de sus cabellos se sumaba a la música de la noche; los monos y las ranas en los árboles, los grillos entre la maleza, todos juntos formaban un ruidoso coro que sin duda llegaba hasta la misma luna.

—Es por una cosa que mi madre me dijo de niño —dijo Kaan al final—. «No debes fallar», me dijo. Era lo que mi madre más temía, y ha sido siempre mi mayor temor.

—Tú intentas ganar juegos de pelota —señaló Tonina—. Y la mayoría de las veces lo logras.

—Es diferente. Somos un equipo, todos luchamos, todos ganamos. Pero yo solo… —El hombre meneó la cabeza—. Desde que puedo recordar, siempre he evitado las cosas en las que puedo fallar.

—No debes fallar —musitó Tonina—. ¿Estás seguro de que es eso lo que quiso decir?

Él la miró, con aquellas pinturas blancas tan marcadas bajo la luz de la luna. También esto había dejado de irritarle. En realidad, en cierto modo ahora le parecía hermoso.

—¿Y qué podía querer decir si no? —preguntó con suavidad.

Tonina no contestó.

Kaan estudió las líneas, los puntos y los círculos que adornaban su rostro, y se dio cuenta de que no estaban dispuestos al azar como él pensaba, sino que estaban cuidadosamente preparados para seguir los contornos de la cara. En ese momento comprendió con asombro que la pintura realzaba la belleza natural que sospechaba que había debajo.

—Con frecuencia tengo la misma pesadilla —dijo. Jamás habría pensado que llegaría a pronunciar esas palabras, pues se trataba de su secreto más íntimo; ni siquiera se lo había contado a Cielo de Jade—. En mi sueño, marco el tanto de la victoria. Pero en vez de vitorearme, la multitud se ríe de mí. Y de pronto me doy cuenta de que aunque me llaman gran Kaan, en realidad me desprecian, que para ellos no soy más que un sucio chichimeca… un bárbaro. Se ríen, se burlan de mí y uno a uno mis compañeros de juego y mis amigos me van dando la espalda. Al final también Cielo de Jade me da la espalda, y me quedo completamente solo; entonces despierto sudando.

—Pero tú sabes que eso nunca pasará —dijo Tonina con suavidad.

—Sí, lo sé, pero mi corazón teme que algún día se descubra que soy un estafador, que alguien diga que Kaan no es un héroe. Y por eso siempre he evitado el liderazgo. Porque ¿y si acepto y llevo a la gente al desastre?

Tonina no supo qué decir. De pronto le faltaba el aire. Kaan le estaba revelando sus miedos; estaban solos en el campo de juego de pelota desierto, rodeados por la jungla, bajo un cielo salpicado de estrellas.

Sintiendo que tenía que decir algo, Tonina miró al suelo, a la pelota, y la tocó con un dedo del pie.

—¿Cómo se juega?

Kaan vaciló. Había hablado demasiado. A Tonina no le interesaban sus pesadillas y sus miedos. ¿Qué había en ella que hacía que su lengua se soltara? Así que se aclaró la garganta y adoptó una expresión grave, como hacía cuando llegaban nuevos alumnos a la escuela del juego de pelota.

—Primero, no hay que tocar la pelota ni con las manos ni con los pies. Así. —Kaan se puso detrás de ella y le colocó las manos en las caderas—. Haz como si alguien hubiera lanzado la pelota hacia ti. Ahora tú tienes que golpearla de lado para mandársela a otro jugador.

Tonina meneó las caderas y Kaan se sorprendió cuando notó cómo se movían los músculos bajo su falda. Su cuerpo no era blando y carnoso. En ella intuía una gran fuerza; y supo que sería un digno oponente en el juego de pelota.

Aquellos pensamientos le desconcertaron en extremo. Cuanto más tiempo pasaba lejos de Mayapán, más y más borroso era su recuerdo de Cielo de Jade. Tonina se estaba colando en sus sueños y en su pensamiento, y ahora amenazaba con colarse también en su corazón.

Cuando Kaan le puso las manos en las caderas, Tonina sintió una sacudida que la recorrió de arriba abajo. Se reprendió para sus adentros. Había hecho un juramento sagrado a Guama y a Huracán: les había prometido que encontraría la flor y volvería con su gente, y sin embargo, allí estaba, disfrutando del contacto de un hombre al que apenas conocía.

Se apartó, para que las manos de él no pudieran tocarla, cogió la pelota y se la arrojó a Kaan, poniendo distancia entre los dos, desafiándolo, sorprendida por su propia risa.

Él devolvió la pelota y Tonina corrió para golpearla con la cadera, pero la falda era larga y le estorbaba y no llegó a darle. Renegando por lo bajo en su lengua nativa, se paró para levantarse la tela y se la sujetó a la cintura.

Kaan se quedó perplejo al ver sus piernas desnudas. Bajo la luna, veía muslos y pantorrillas… unas piernas fuertes; sí, las piernas de un nadador debían de ser como las de un jugador de pelota.

De pronto la pelota salió volando hacia él. Kaan la interceptó con la cadera y la lanzó de vuelta. Tonina corrió, riendo, y golpeó la pelota con el hombro, y cuando vio lo lejos que la había mandado, ella misma se vitoreó. Kaan corrió para alcanzar la pelota, y con el muslo la envió en la otra dirección, con lo que obligó a Tonina a correr. Mientras la observaba, esperando que devolviera la pelota, se dio cuenta de que se sentía exultante, de que hacía meses que no disfrutaba tanto, porque ni siquiera en aquel aciago Juego 13 se había sentido tan vivo.

La pelota volaba hacia él. Kaan la paró con la cadera y, dando un giro inesperado con el cuerpo, la envió en una dirección que Tonina no esperaba. Ella corrió pero calculó mal. La dura pelota de goma le golpeó en la sien y la hizo caer hacia atrás.

Quedó tumbada en el suelo, inmóvil.

Kaan se detuvo, con el pecho subiendo y bajando.

—¿Tonina? —susurró.

Ella no se movió.

Kaan corrió hacia ella y, tras dejarse caer a su lado, la cogió en brazos.

—¡Tonina! ¿Estás bien?

Ella gimió. Movió la cabeza. Sus párpados se abrieron.

¡Guay! —susurró—. He visto estrellas.

—¿Puedes verme? —preguntó él examinando sus ojos, pero sus pupilas estaban iguales y, al cabo de un momento, se concentraron en su rostro.

Le sonrió.

—Se supone que tienes que salvarme la vida.

—Gracias a los dioses —musitó Kaan, aliviado.

Impulsivamente besó el lugar donde la pelota había golpeado, luego la cogió en brazos y se la llevó fuera del campo. Tonina gimió y le rodeó el cuello con los brazos; apoyó la cabeza en su hombro, sintiendo que flotaba. El calor de Kaan penetraba en sus ropas, sentía la fuerza de sus brazos. Sí, podría quedarse en ellos para siempre.

Kaan caminaba, abrumado por el contacto con la piel desnuda y fresca de sus piernas. La dejó sobre la hierba y una vez más examinó su rostro con nerviosismo.

—¿Cómo te sientes? Te llevaré a la h’meen para que te vea.

—No, estoy bien. Solo necesito un momento…

Kaan estiró el brazo y le pasó el pulgar por la frente, cerca de donde la pelota la había golpeado, y emborronó uno de los símbolos blancos.

—¿Por qué no te quitas nunca estas pinturas? —La pregunta le salió sin querer.

—Para ocultar mi fealdad —dijo ella con voz suave, perpleja porque aquella confesión tan íntima hubiera brotado con tanta facilidad de sus labios.

«Dudo que seas fea —estuvo a punto de decir Kaan—. Yo creo que eres muy guapa», pero se contuvo a tiempo. Aunque era cierto, y hasta ahora no se había dado cuenta. En realidad nunca se había parado a pensar en el concepto de belleza que tenían los mayas —frente hundida, ojos que bizquean, mentón hacia atrás y dientes salidos—. Y ahora que lo pensaba estos rasgos no le parecían nada hermosos.

—En las islas soy normal —dijo Tonina—. En realidad, me consideran fea.

—¿Quién? ¿Tu propio pueblo?

—No soy de las islas. —Le explicó brevemente su historia: que Huracán la había encontrado en una canasta en los bajíos y que él y Guama la habían criado como si fuera una hija—. Guama y Huracán dijeron a todos que los dioses del mar me habían llevado a la isla, y por eso siempre he sido una extranjera. Allí se usa mucho la pintura facial, y yo la utilizaba para esconderme, para que no se viera que soy diferente, y para parecerme un poco a ellos.

Por un momento, Kaan se quedó sin habla, luego preguntó:

—¿No sabes cuál es tu pueblo?

Ella negó con la cabeza y deseó que Kaan volviera a cogerla en sus brazos.

—¿Alguna vez has pensado en buscarlo?

—Cuando era pequeña soñaba que un día conocería a mi madre. Pero hace tiempo que dejé de pensar en ello. Hasta que…

Kaan esperó. Tonina intentó sentarse y Kaan la sujetó con un brazo, acercando su cara a la de él.

—Te vi cuando te despediste de tu madre en las cocinas del palacio. Fuiste tan tierno con ella, y ella te quiere tanto… Me gustaría sentir eso.

—¿No tienes ni idea de quiénes son tus padres? ¿Ninguna pista?

—Solo esto. —Sacó uno de los colgantes que llevaba oculto bajo la túnica: el medallón, que seguía dentro de la guarda que Guama le había hecho—. Mi abuela lo escondió porque decía que temía su poder, y le daba miedo que alguien lo robara.

—¿Alguna vez has mirado dentro?

—Guama dijo que cuando llegara el momento lo sabría. Pero nunca he sentido que fuera el momento.

Volvió a meterse el colgante bajo la túnica sin decir más. Pero era mucho más que eso: le daba miedo pensar en lo que encontraría cuando quitara la guarda. Y dejaría de ser Tonina de la isla de la Perla.

—También tengo la pequeña manta en la que me arroparon —prosiguió—. Guama dijo que el dibujo que llevaba bordado podría significar algo.

—Tonina, debes encontrar a tu madre —dijo Kaan. Aquello le parecía inconcebible. Él había vivido con su madre sus primeros años de vida y, después, siempre la había tenido unas calles más allá. No haberla conocido, no saber ni siquiera cuál era su nombre, cómo era su cara… no quería ni pensarlo.

—No, debo volver a la isla —repuso Tonina—. Lo prometí. Pero quiero saber dónde está mi madre —dijo con repentino apasionamiento—. Quiero saber de dónde vengo. Conocer mi legado. Mi cultura. Si no me hubieran dejado en una canasta en el mar, ¿quién sería ahora, cuál sería mi nombre, mi lengua, mis dioses? ¿Cómo sería mi vida? Quiero sentarme con gente que sea de mi misma sangre y no ser nunca más una extranjera.

Kaan pensó en qué curiosa era la situación: ella no conocía a su gente y anhelaba conocerla; en cambio él sí la conocía, pero habría preferido no hacerlo.

—Kaan, ¿cómo se llama tu pueblo? —preguntó Tonina.

La pregunta sorprendió a Kaan.

—No lo sé. Me lo dijeron hace mucho tiempo, pero lo he olvidado.

Apartó su manto y señaló una cicatriz que tenía en el pecho, encima del corazón. Tonina supuso que era una cicatriz del juego.

—Me hicieron este tatuaje hace años, cuando era niño, y está algo desdibujado. Creo que identifica a la tribu de mi madre.

Tonina sintió el impulso de tocar el tatuaje que adornaba su fuerte pecho. De acercar sus labios a él y besarlo.

Kaan sintió que de pronto le faltaba el aire. En aquellos instantes sentía un deseo tan fuerte e inesperado que se medio incorporó y miró a la luna llena, que se estaba ocultando detrás de los inmensos cedros.

—Tendríamos que volver al campamento. Ambos tenemos mucho que hacer antes de separarnos.

—Kaan —dijo Tonina cuando él la estaba ayudando a incorporarse—, no te avergüences de tu raza. —Alzó el rostro para mirarlo—. Eres muy afortunado. Yo no tengo a nadie. Me preguntas si me gustaría encontrar a mi madre, pero me da miedo. Me dejaron en el mar por alguna razón. ¿Y si era un sacrificio? Si los encuentro, ¿volverán a sacrificarme?

Kaan la cogió por los brazos y, con un súbito apasionamiento, le dijo:

—¿Y si te arrebataron de su lado? ¿Y si unos hombres despiadados te arrancaron de los brazos de tu madre y te echaron al mar para que no pudieran recuperarte? ¿Y si vio cómo te arrastraba la corriente sin poder hacer nada? Tonina, en esto mis sentimientos son muy claros. No importa lo que sienta por mi verdadero pueblo, o que me avergüence de él; por encima de todo, respeto a mi madre.

—Entonces, ¿por qué…? —empezó a decir, mordiéndose el labio. Pero no era asunto suyo.

—¿Por qué dejo que sufra en las cocinas mientras yo vivo con opulencia? ¡Tonina, no es mi voluntad! Le supliqué que viviera con nosotros, traté de ponerle su propia casa, con sirvientes. Pero mi madre está muy orgullosa de su oficio, de trabajar en las cocinas del rey. Tonina, a una madre hay que ponerla en un pedestal. Forma parte de ti. Pasaste los primeros meses de tu vida en su vientre. Y cuando naciste, te dio su amor. Por eso, no importa dónde esté o qué haya hecho; por encima de todo, debes encontrarla.

Bajo el embrujo de aquellas palabras, de pronto Tonina tuvo una visión: ella corría por un sendero, hacia una choza. Había una mujer en la entrada, con los brazos extendidos, y lágrimas en sus ojos. Los detalles parecían confusos. ¿Qué ropa vestía? ¿Y las joyas? ¿Cómo llevaba el pelo? ¿Qué lengua hablaba?

Tonina se sintió mareada ante las perspectivas que Kaan acababa de abrir con sus palabras. Era como si sus sueños y esperanzas hubieran estado siempre guardados en una vasija de barro y Kaan hubiera roto el cierre y los hubiera dejado salir. Volaban a su alrededor, como mariposas, y Tonina habría querido cogerlas y acunarlas contra su pecho.

Mientras pensaba con entusiasmo: «Sí, encontraré a mi madre», le dieron ganas de besar a aquel hombre extraordinario que se llamaba Kaan, abrazarlo con agradecimiento.

Cuando Kaan se inclinó sobre la húmeda hierba para recoger la pelota sintió una agradable emoción. Tonina se la había regalado. Le había devuelto el placer del juego cuando ya creía que no volvería a sentirlo nunca más.

Impulsivamente, le cogió los brazos y dijo:

—Tonina, tienes razón. Por algún motivo, la gente me considera su líder, por eso tengo miedo de que cuando me haya ido vuelvan a desmandarse. Ahora me doy cuenta de que mi deuda contigo no está saldada, ya que si te dejo estarás en peligro.

—Pero, Mayapán…

—Todavía no volveré a Mayapán. Tengo tiempo de ir a Copan y después seguir hasta Teotihuacán. La venganza no se guía por el calendario, Tonina. Puedo exigir justicia al consorcio cuando haya peregrinado a la Hermandad de las Almas.

Cogió a Tonina con más fuerza. Quería besarla, acercarla a él y abrazarla para siempre.

Cautivada, lo miró mientras notaba cómo algo se removía en su interior.

—Tonina, mañana iré contigo a Copan —dijo Kaan.