Por fin Kaan era libre.
Puesto que los dioses debían de considerar pagada su deuda con Tonina, viajó con ella hasta Ixponé; en su modesto mercado se aprovisionarían de comida y podrían contratar los servicios de guías que conocieran la región de Copan. Kaan había pedido a Lampiño y a los Nueve Hermanos que se quedaran con Tonina hasta que encontrara la flor. Debían protegerla a ella y al enorme grupo que había elegido seguirla a las montañas; luego la escoltarían hasta la costa y comprobarían que partía sin ningún riesgo hacia la isla de la Perla.
Después de una emotiva despedida, Kaan se dirigió hacia el norte, solo y libre, con el sol de la mañana en los ojos. Un poco más arriba se encontraba el campamento de un mercader ambulante de Uxmal al que había conocido la noche anterior; le había ofrecido que viajara con ellos y Kaan hacía aceptado. El comerciante y sus hombres partirían al mediodía.
Mientras seguía un camino llano entre verdes campos de piñas, Kaan pensó con satisfacción en su nueva situación, liberado de su obligación hacia Tonina. Sin embargo, a pesar de que la joven le había asegurado que podía cuidarse sola y que Lampiño le había prometido que la protegería, algo le preocupaba…
Los viajeros acampados en las afueras de Ixponé habían empezado a romper todas las reglas en cuanto Kaan se había despedido de ellos.
¿Sin él, se convertirían de nuevo en una multitud descontrolada?
Kaan se volvió al oír unas fuertes pisadas que se acercaban. Al hacerlo vio que Balam corría por el camino vestido con un manto y sandalias; llevaba sus armas a la espalda. Iba equipado para viajar, pensó Kaan, sorprendido. Cuando le había pedido a Balam que regresara con él a Mayapán le había dicho que no podía. «Hay una recompensa por mi cabeza. Me venderán como esclavo en cuanto entre en la ciudad. No, hermano, seguiré hacia Teotihuacán. Quizá nos veremos allí.»
Sin embargo, ahora corría hacia él haciendo gestos con un brazo y gritando:
—He cambiado de opinión. Viajaré contigo parte del camino.
—¿Dónde están tus hombres?
—Están disfrutando de su deporte favorito, pero a mí no me interesa. Nos alcanzarán más adelante.
—¿Su deporte favorito? —preguntó Kaan.
—Sí, tu gente está haciendo deporte.
Kaan frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando?
—Algunos chichimecas han estafado a tus hombres y se han enzarzado en una pelea. Mis primos se han quedado para apostar. —Balam se encogió de hombros y se ajustó el carcaj—. Como sabes, yo ya no apuesto.
Al oír «chichimecas» a Kaan se le erizó el vello; aquella palabra que antes desconocía ahora provocaba en él una extraña reacción.
Con los ojos entrecerrados a causa de la cegadora luz del sol, miró hacia los vastos campos que habían sustituido la espesa jungla. Los habitantes del lugar le habían hablado de los refugiados que habían llegado del lejano norte; tribus como los zapotecas, los mixtecas o los mexicas, que habían huido de las luchas en sus tierras de origen y habían llegado a territorio maya, donde habían talado y quemado la selva para plantar piñas.
Kaan entendía que la gente del lugar estuviera resentida con ellos. Pero también recordaba cómo sus padres, cuando él era un niño, habían tenido que tomar la difícil decisión de dejar su tierra y viajar al este, a territorio maya, en busca de una vida mejor.
Entonces se acordó de los vendedores chichimecas de piñas en el mercado de Ixponé, gente sencilla con miserables mercancías. Había observado que eran nahuas, miembros de una tribu que hablaba el náhuatl, la lengua de su madre, la lengua que hablaba Kaan en su infancia. Gente humilde, como sus padres, que luchaba por sobrevivir.
Kaan desvió la mirada de los campos y miró arriba, hacia el sol. El mercader ambulante le había dicho que no esperaría. Viajando con él y su caravana, Kaan llegaría a Mayapán sin correr riesgos; en cambio, si iba solo debería enfrentarse a muchos peligros y quizá no sobreviviría. Por la posición del sol, supo que si se daba prisa podía volver a Ixponé, recordar a su gente las leyes que había establecido e incorporarse a la caravana a tiempo.
—¿Adónde vas? —gritó Balam detrás de él—. ¡Hermano, solo son unos malditos chichimecas!
Los vendedores de piñas ocupaban un pequeño espacio entre un hombre que vendía pieles de ocelote y otro que vendía cuerda. Kaan entró a grandes zancadas en el mercado, ante las sorprendidas miradas de aquellos de quienes se había despedido hacía tan solo un rato; vio que los fruteros estaban acuclillados ante la humilde esterilla donde estaban dispuestas las piñas. Por lo visto eran una familia formada por un anciano y dos jóvenes, tres mujeres y un niño. Parecían muy pobres, y no tenían muchas piñas para vender.
Kaan frunció el ceño. No eran sus hombres quienes los estaban hostigando, como había dicho Balam, sino un maya vestido con un taparrabos rojo y un manto azul, ambos de algodón. Parecía furioso con los vendedores, que se mostraban apocados ante sus ataques verbales.
—¡Volved a vuestra tierra! ¡No queremos perros en Ixponé!
Cuando vio que el maya empezaba a dar patadas a la fruta para destrozarla, Kaan dejó su fardo de viaje y se acercó.
—¿Hay algún problema? —preguntó.
El maya lo miró de arriba abajo, entrecerrando los ojos, confuso. Ante él veía a un hombre que vestía como un maya, hablaba un maya perfecto, con porte noble, con los tatuajes de un hombre de rango. Y sin embargo…
—Estos perros vienen a nuestra tierra y nos roban.
Kaan miró a la humilde familia, su fruta destrozada.
—¿Y cómo te roban?
—Yo vendo piñas. ¡Cuando la gente les compra a estos perros, yo me empobrezco!
Kaan miró la próspera panza de aquel hombre, las costosas orejeras de jade.
—No pareces pobre.
—¿Y tú quién eres? —gruñó el hombre, plantándole cara.
—Eso no importa —repuso él muy tranquilo, sin apocarse por la actitud violenta del otro—. Lo que importa es que esta gente no ha hecho nada malo. Solo intentan sobrevivir. Seguro que hay compradores para todos.
—¿Acaso eres uno de ellos? —preguntó aquel hombre fornido, señalando con el dedo a la familia—. Porque lo pareces —dijo, y le escupió a los pies.
Kaan miró la saliva del suelo, pensó que se acercaba el mediodía, que la caravana debía estar disponiéndose para partir y que él debía encaminarse hacia Mayapán. Y tomó una decisión.
—No tendrías que haber dicho eso, amigo —dijo levantando los ojos y mirando directamente al maya.
—¡Yo no soy tu amigo! —espetó el vendedor, y se puso bien derecho, con los puños cerrados. Otros tres mayas se acercaron a su amigo, mirando con gesto amenazador al recién llegado.
Al momento, Lampiño y los Nueve Hermanos estaban junto a Kaan. Superaban a los otros en número y fuerza. Pero Kaan les indicó que se retiraran. Ellos obedecieron a desgana, y dejaron que su señor se enfrentara en solitario a la furia de los mayas.
Una pequeña multitud se había congregado a su alrededor, y seguía llegando gente, porque la voz se iba corriendo. Ya se habían empezado a hacer apuestas. Un Ojo fue hacia allí tan deprisa como pudo, junto con la h’meen, pues temían por la seguridad de Kaan; temían que hiciera algún disparate. Un hombre contra cuatro.
Pero Kaan no parecía intimidado, y repitió tranquilamente sus palabras:
—Dejad en paz a esta gente.
De nuevo el otro escupió a sus pies. Kaan se quitó tranquilamente el manto y se lo entregó a Lampiño, que lo aceptó con gesto reacio.
El maya hizo otro tanto, riendo, y ordenó a sus amigos que se mantuvieran al margen; podía ocuparse de aquel perro él solo. Ataviados solo con sus taparrabos, los dos hombres se enfrentaron. El maya trató de golpear primero.
Aunque hacía muchos días que Kaan no jugaba al juego de pelota, seguía muy ágil. El puño pasó de largo, porque Kaan lo evitó sin problemas, y en cambio su mano golpeó con solidez el cuello del adversario.
Con un gruñido, el hombre dio unos pasos tambaleantes, luego se arrojó contra Kaan, que se apartó a un lado y le asestó un buen golpe en la nuca. La multitud lo vitoreó. Las apuestas subían. Y esta vez a favor de Kaan.
Pero el maya, viendo que había subestimado al desconocido, contraatacó con renovada energía. La gente se daba codazos tratando de ver mejor. Lampiño y los seis Nueve Hermanos formaron un círculo protector alrededor de Tonina, Un Ojo y la h’meen.
Kaan y el hombre lucharon cuerpo a cuerpo sobre las piedras de la calzada, hasta que los dos se levantaron de un salto, golpeando con los puños. El maya, aunque era mal luchador, era algo más alto y pesado, y eso le daba cierta ventaja. Kaan se obligó a pensar en el juego de pelota. «No estás peleando —se dijo a sí mismo—, estás jugando a pelota. Busca el aro. Intenta hacer pasar la pelota por él…»
El maya cogió impulso para lo que todos pensaron que sería un golpe decisivo, pero Kaan los sorprendió a todos al agacharse y hacer un movimiento circular con una pierna —un clásico en el campo de juego, aunque nunca se había utilizado en un combate—. Como si quisiera arrojar una pelota a su compañero de juego, con la pierna Kaan golpeó los tobillos del maya con tanta fuerza que el hombre cayó de espaldas. Mientras caía, con los brazos en el aire, Kaan saltó y volvió a golpear con la pierna con un movimiento tan rápido que la multitud gritó de asombro. El talón de Kaan entró en contacto con la mandíbula del otro y le hizo aterrizar inconsciente en medio de unas piezas de cerámica.
De pronto los compañeros del caído se metieron en la refriega, sin molestarse ni en quitarse el manto, y se abalanzaron sobre Kaan llenos de ira.
—¡Ayúdale! —le dijo Tonina a Lampiño.
Pero el maya peludo estaba como hechizado. Aquél era el Kaan a quien siempre había admirado. El hombre en torno al cual giraba su vida, el que le había hecho seguir al equipo de Mayapán de una ciudad a otra. Hacía meses que Lampiño no le veía en acción, y sin embargo allí estaba, no jugando exactamente, pero sí midiéndose con aquellos matones, evitando puños, bailando a su alrededor, haciendo fintas, esquivando, golpeando, confundiéndolos; uno contra cuatro, hasta que derribó al último de ellos y solo él quedó en pie, sudando, respirando con dificultad, con alguna pequeña herida.
Entre la multitud se hizo el silencio. Nadie se movía, nadie hablaba. Entonces, el primer maya volvió en sí sacudiendo la cabeza, se puso en pie y, limpiándose la sangre de la mandíbula, se fue de la plaza dando traspiés, seguido por sus compañeros.
Mientras la multitud estallaba en vítores y rodeaba al vencedor, él recuperó su manto de manos de Lampiño, se lo anudó al cuello y se acercó al puesto de los vendedores de piñas, que lo miraban con adoración. Kaan observó aquellas frutas echadas a perder y dijo con voz tranquila:
—Quiero comprar tu fruta.
Le dio al anciano cinco granos de cacao y, mientras éste lo bendecía en la lengua náhuatl, invocando el nombre de dioses que Kaan recordaba de su infancia, la multitud exaltada se lo llevó a hombros.
Balam observó cómo los admiradores llevaban a su antiguo amigo a hombros por la plaza y agarró con ira su lanza. ¡No era ése el motivo por el que había hecho que Kaan regresara a Ixponé! El ardid había fallado y era más héroe que nunca.
Kaan, que había blasfemado, que había profanado estatuas de dioses y había causado la ignominiosa muerte de su amada Seis Palomas.
Balam imaginó que corría a la plaza, se abría paso entre la multitud y arrojaba su arma en un rápido movimiento antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar. Imaginó que atravesaba al gran Kaan ante los ojos de aquellos necios admiradores. Luego huiría antes de que pudieran atraparlo y con la misma lanza, aún manchada con la sangre de Kaan, atravesaría el cuerpo de la adivina que podía haberle salvado la vida a Seis Palomas.
Pero mientras aferraba con fuerza la lanza de madera y echaba a andar, en su cabeza la voz de su madre le susurró unas palabras olvidadas. O a las que no había prestado atención en su momento. En Uxmal, mientras estuvo oculto en el jardín porque su padre le prohibió entrar en su casa, la elegante Garceta fue hasta él y dijo: «Hijo, puedes redimirte. Y no tienes que ir hasta Teotihuacán para hacerlo».
En aquellos momentos su desesperación, su odio por Kaan, su dolor por la pérdida de Seis Palomas y Ziyal eran tan grandes que no prestó atención a las palabras de su madre. En cambio, ahora las oía en su cabeza, con tanta claridad como si su madre estuviera junto a él.
Mientras la escuchaba, Balam se sintió extrañamente tranquilo. La plaza calló. El ruido, la gente, los templos, la selva… todo se desvaneció, hasta que el príncipe Balam de Uxmal solo fue consciente de una luz blanca que lo envolvía. Cerró los ojos y absorbió la luz, como si fuera aire para sus pulmones. Nunca en su vida se había sentido tan sereno. La sensación de paz empapó todo su ser, como si estuviera bajo una refrescante cascada.
Mientras absorbía aquella luz asombrosa, en su interior Balam sintió que crecía un extraño poder y una conciencia tan clara y aguda que tuvo que contener la respiración.
En su mente se vio a sí mismo en un día futuro, y supo que los dioses le estaban mostrando su destino. Mientras la multitud seguía con sus celebraciones y el pulque empezaba a correr, el príncipe Balam permaneció como una estatua a un lado del mercado y supo cuál era su misión en la vida.