¡Por fin, la ciudad de Tikal…!
En cuanto salieron del espeso bosque y pisaron el camino pavimentado que llevaba a las puertas de la ciudad, Kaan murmuró rápidamente algunas instrucciones a Lampiño; luego se dirigió a toda prisa hacia Tikal.
Tonina, que marchaba en cabeza de la multitud, comprendió la urgencia de Kaan. «Debo volver a Mayapán —había dicho tras reconciliarse con Balam—. Tengo que enfrentarme a los asesinos de mi esposa y asegurarme de que se hace justicia.» Tonina le había dicho en una ocasión que lo liberaba de su obligación hacia ella, pero Kaan había insistido en asegurarse de que llegaba a salvo a la costa. Tras preguntar a los campesinos locales se enteraron de que todavía les faltaban algunos días para llegar al mar. El tiempo apremiaba. Sin embargo, Tikal les ofrecía una solución, ya que según le habían dicho a Kaan, allí podría alquilar los servicios de guardianes y guías de confianza que acompañarían a Tonina.
Por ello, Kaan había decidido dirigirse hacia el sur, a Tikal, en vez de seguir hacia el este. Lentamente se habían adentrado en Quatemalán, donde el bosque se había transformado en una húmeda jungla; los árboles quedaban asfixiados por tupidas enredaderas formadas por helechos, plantas, hongos y moho. Para avanzar entre la maleza debían ayudarse con los cuchillos. El terreno era escarpado, con pequeñas corrientes y marismas, y el aire era húmedo y caliente; había insectos por todas partes.
Tonina y el resto de la comitiva estaban cansados y ansiaban la comodidad y la seguridad de una ciudad, pero mientras se acercaban a Tikal —por un camino pavimentado, rodeado a ambos lados de árboles y maleza— no vieron a nadie; no había centinelas ni luces en las ventanas.
¿Dónde estaba la gente?
Los recién llegados seguían en silencio a Tonina y a los Nueve Hermanos por el pavimento desgastado. Lampiño, con su voluminosa cabeza erguida, vio cómo Kaan desaparecía por las puertas de la ciudad. Aunque habría deseado correr hacia él para asegurarse de que estaba a salvo, su amo le había ordenado que protegiera a la comitiva.
Caminando al lado de Lampiño, Tonina también siguió con la mirada a Kaan mientras éste entraba en la extrañamente silenciosa ciudad; se lo imaginó recorriendo los callejones en busca de hombres en quien pudiera confiar para que la llevaran sana y salva a la costa.
Detrás de Tonina llegaban los robustos porteadores; uno de ellos llevaba a la h’meen y el otro a Un Ojo.
Aunque había intentado seguir el ritmo del grueso del grupo, al final el comerciante taino había tenido que sufrir la humillación de montarse a la espalda de un hombre. Fue idea de la h’meen. Porque, desde la noche de su milagroso reencuentro con el príncipe Balam, Kaan había aumentado la velocidad.
Un Ojo había aceptado a regañadientes la oferta de la h’meen, así que entró en Tikal sobre los hombros fuertes de uno de sus ayudantes, mientras ella lo hacía en su canasta especial, a la espalda de otro ayudante. Sonrió a Un Ojo, pero él no respondió.
En ese momento quería morirse.
Un Ojo no había contado a nadie que había visto cómo Balam se entregaba a todos los placeres de los que había jurado abstenerse. A Un Ojo no le importaban sus mentiras y su duplicidad, o que hubiera hecho las paces con Kaan por motivos menos nobles de los que decía. «Si vuelvo a verte espiándome, atravesaré ese cuerpo tan feo que tienes con un espetón y te asaré como a un perro.»
No era la amenaza lo que le había molestado. Un Ojo también había amenazado más veces de las que podía contar. Era que le hubiera llamado «feo» lo que le había dolido como una espina.
Él siempre se había considerado hermoso, y muchas mujeres le habían dicho que lo era. Pero las palabras de Balam le quitaban el sueño. Hasta que, finalmente, una noche, Un Ojo despertó a su última compañera de juegos y le preguntó si era guapo. La mujer se rió.
—No.
—¿Soy poco agraciado? —insistió él.
A Un Ojo no le gustó que vacilara.
—¿Soy feo?
—Sí, eso es —contestó ella medio dormida con una sonrisa—. Eres muy feo.
—Entonces, ¿por qué te acuestas conmigo?
—Porque trae buena suerte.
Así que ahora sabía la verdad, que las mujeres se entregaban a él solo porque era un enano y querían su buena suerte. No era por él, por su aspecto o por sus encantos como siempre había pensado. Se había pasado la vida engañado. Y ahora quería morirse.
—¡Por fin gente! —dijo la h’meen, mientras dejaban atrás casas destartaladas con pequeños huertos; hombres y mujeres salían a mirar a los recién llegados.
Después de todo, no era una ciudad completamente desierta.
El grupo pasó bajo una arcada y llegó a lo que supusieron que era el centro de Tikal, donde un mercado ocupaba una plaza rodeada de templos de piedra maciza, edificios que se elevaban al cielo en diferentes niveles y terrazas. Tres de ellos parecían abandonados, mientras que otros dos sí se utilizaban; la gente entraba y salía entre las columnatas. Sin embargo, el lugar se veía descuidado, y las malas hierbas y las enredaderas empezaban a encaramarse por los muros de piedra gris.
Tonina y Lampiño decidieron que acamparían allí, porque era un lugar resguardado y seguro, y cerca había un pequeño embalse de agua. Encontraron sitio en una esquina de la plaza, y enseguida empezaron a señalar con estacas sus diversos territorios sobre el pavimento mohoso y húmedo de piedra.
Tonina encontró un sitio en los escalones cubiertos de maleza del templo y encendió un fuego. Luego contempló el campamento, donde la gente se apiñaba entre las sombras de los monumentos de piedra.
Tonina ya se había familiarizado con los templos pirámide. Muchos salpicaban el camino entre Uxmal y Tikal. Todos habían sido construidos hacía siglos por gentes ya olvidadas, así que muchos no se utilizaban, y algunos estaban tan descuidados que la vegetación los había cubierto completamente, como si fueran colinas naturales. Pero unos pocos aún se utilizaban en los centros religiosos habitados, y se conservaban más o menos bien. Sin embargo, entre aquellos cientos de estructuras no había ninguna que pudiera compararse a los asombrosos templos pirámide de Tikal.
Los templos de Tikal se elevaban con elegancia desde la jungla, como penachos de espuma sobre el mar, pensó Tonina, con muros y escalinatas tan empinados que eran imposibles, y tan altos que sin duda llegaban al cielo. En lo alto había extrañas coronas cuadradas que no parecían tener ningún propósito. ¿Quién había construido estos monumentos y por qué? ¿Cómo habían logrado tallar aquellos enormes bloques de piedra caliza, transportarlos hasta allí y luego ir colocándolos los unos encima de los otros?
Tonina miró hacia la plaza buscando a Kaan, que sin duda estaba contratando a guías para que la llevaran a la costa. Al día siguiente, toda aquella gente tendría que tomar una decisión: seguir a Tonina o quedarse en Tikal. Volver a Mayapán con Kaan no era una opción. Teniendo en cuenta el desastroso estado de los edificios de Tikal y la miseria en la que vivían sus escasos habitantes, pensó que nadie querría permanecer allí. Pero no deseaba proseguir el viaje con aquella multitud si Kaan no estaba allí para mantener el orden.
Tonina vio que Un Ojo estaba discutiendo con un mercader local por un mate de pulque. Por algún motivo, había dejado de invitar a mujeres a su esterilla y ya no le daba clases de maya. Tonina no sabía por qué se había vuelto tan silencioso e irascible; cuando se lo preguntó, él respondió con un gruñido. Y cuando quiso saber si su intención era seguirla a la costa, permanecer con ella o volver a Mayapán, solo recibió un silencio por respuesta.
Mientras el atardecer se llenaba con el humo de las hogueras, Tonina vio que la h’meen se arrodillaba junto a una mujer embarazada y le daba de beber. La h’meen iba vestida toda de blanco, con su pelo canoso recogido bajo un pañuelo. Parecía un faro en la oscuridad. Para ella se había convertido en una costumbre recorrer al anochecer los grupos de gente ofreciendo sus medicinas a quien las necesitara mientras sus ayudantes preparaban su campamento privado.
Más de cien personas viajaban con Kaan. Algunos de ellos se habían ido añadiendo por el camino, pero la mayoría de los que habían emprendido el viaje desde Mayapán seguían con él. Durante el trayecto habían enterrado a tres adultos, y dos criaturas habían nacido. Algunos miembros de la caravana la habían abandonado tras pasar por poblados, pequeñas ciudades o cuando acampaban cerca de granjas; pero otros se habían unido a ella. La búsqueda de la flor roja era un poderoso reclamo, al que había que añadir la presencia de un héroe del juego de la pelota. Las familias llevaban consigo a sus hijos lisiados, a seres queridos que sufrían graves enfermedades, a ciegos y a sordos.
Una multitud como aquélla necesitaba una curandera.
Tonina sabía que, en el palacio de Mayapán, las obligaciones de la h’meen consistían principalmente en ocuparse del jardín y mantener al día los libros de botánica. Pero durante el viaje había ido recogiendo plantas medicinales y, cada noche, ella y sus ayudantes transformaban las hojas, los tallos y los pétalos en polvos, elixires e infusiones. Ahora disponía de numerosos remedios y, mientras la noche caía sobre Tikal, la h’meen se dispuso a poner en práctica su nueva ocupación, una tarea que descubrió que le encantaba; repartió aceite de ricino para los pequeños que sufrían cólicos, aplicó una pasta hecha con judías negras a los forúnculos dolorosos y echó licor de flor de macho en las llagas que no se curaban. Todos aquellos a quienes cuidaba la llamaban «madre»; no sabían que acababa de cumplir quince años.
Tonina se preguntó qué decisión tomaría la h’meen al día siguiente. ¿Seguiría hasta la costa o permanecería en ese lugar con los que se quedaran atrás?
Su ansiedad aumentaba. ¿Dónde estaba Kaan?
Lampiño, el peludo apicultor, junto con los seis Nueve Hermanos —en realidad nunca habían sido nueve, pero habían escogido ese número propicio para apoyar al heroico jugador— y sus mujeres estaban plantando el campamento de Kaan, como hacían cada noche.
Pero Kaan no estaba con ellos.
Finalmente lo vio, en el otro extremo de la plaza, hablando animadamente con dos desconocidos. Incluso a aquella distancia, y a pesar del humo de las hogueras del campamento, Tonina percibía la tensión de su cuerpo, como si estuviera discutiendo con ellos. Los observó mientras intercambiaban palabras, gesticulando y haciendo movimientos de cabeza; luego, Kaan giró sobre sus talones y desapareció en la oscuridad, entre dos templos.
Tonina frunció el ceño. ¿Adónde iba?
—Nos están observando, primo.
—Lo sé —dijo Balam.
Sabía que les observaban desde la mañana, cuando empezaron a acercarse a Tikal. Ya había pasado otras veces. Primero, Kaan y su enorme grupo pasaban y la gente salía de las granjas, los poblados, las ciudades, a mirar con asombro, preguntándose si era una caravana, entusiasmados por la novedad. Kaan acaparaba la atención. Pero a veces, el príncipe Balam y su pequeño grupo, que iban medio día por detrás, también eran objeto de atención, sobre todo de hombres jóvenes que veían con curiosidad a aquel otro grupo, tan distinto del primero, más grande, con mujeres, niños, ancianos, y tullidos que viajaban en literas. En cambio con Balam solo viajaban hombres jóvenes y armados, con largos cabellos recogidos en colas decoradas con plumas y los cuerpos pintados como guerreros.
A Balam no le preocupaba que les observaran. En aquellos momentos, él y sus compañeros empezaron a subir la pendiente que llevaba a la ciudad, y tenía cosas más importantes en que pensar. En los días que habían pasado desde su reencuentro con Kaan, Balam no había pensado en otra cosa que en vengarse. Cada mañana, cada mediodía, cada noche, se preguntaba: «¿Qué es lo peor que podría pasarle a Kaan? ¿Le pongo una trampa en la jungla a mi querido hermano, lejos de sus amigos, le corto los tendones para que no pueda andar y luego degüello a la chica ante sus ojos? ¿Lo castigo con una enfermedad que lo consuma y para la que no haya cura? ¿Los entierro vivos a él y a la chica, sin agua ni comida, sin posibilidad de escapar?».
El resentimiento y el odio crecían en el corazón de Balam, porque a diario veía a aquella multitud que lo adoraba y lo seguía sin vacilar. Balam los despreciaba por haber perdonado a Kaan que hubiera maldecido a los dioses. Ha perdido a su mujer, decían. Lo han arrojado al cenote, decían. Pobre Kaan, decían.
Balam habría querido gritar: «¿Y yo, dónde está la compasión por mí?».
Su rencor crecía día a día, y era tan grande que abarcaba el universo. El odio le consumía. Le atormentaba pensar lo que estaría pasando su hija. Terribles visiones le ponían en un ánimo febril, los gritos de dolor y terror de Ziyal resonaban en sus oídos. Pero, mientras se movía por la jungla, con su séquito de hombres jóvenes y enérgicos que buscaban aventura, únicamente él sabía de este tormento.
Balam no había confiado su dolor a sus primos. Nadie estaba al corriente de sus planes de venganza. De hecho, creían que realmente se había reconciliado con Kaan, porque era lo que quería que creyeran. Mientras contemplaba el fuego en su campamento, Balam decidió que el momento de la venganza se acercaba. Sabía que Kaan estaba buscando guías que acompañaran a la isleña hasta la costa; de ese modo él podría volver a Mayapán.
Como tenía por costumbre, Balam prefirió acampar en la jungla, lejos del gran campamento de Kaan. Mientras sus compañeros encendían un fuego, sacaban la comida y se preparaban para pasar la noche entreteniéndose con juegos de azar y esperando que llegaran las mujeres —porque siempre acudían, o del grupo de Kaan o de las ciudades y granjas cercanas, buscando comida o jade o cacao a cambio de favores sexuales—, Balam se sentó ante el fuego y, con gesto taciturno, se restregó la mejilla, donde su mujer le había escupido. Pero por más que se restregaba, el escupitajo no se iba. Le preocupaba lo que acababan de ver.
Balam había oído hablar de Tikal. A Seis Palomas le apasionaba la goma con sabor a menta que hacían en la región. Así que sabía que sería una ciudad industriosa y llena de vida, aunque más pequeña que Mayapán o Uxmal. Pero, cuando él y sus compañeros entraron en Tikal, vieron que los edificios de piedra gris se extendían por todas partes, que era mucho mayor que Mayapán. Sin embargo, casi todo estaba en ruinas. Balam comprendió con desazón que la población era pequeña, aunque era evidente que en otros tiempos la ciudad había sido más poderosa que Mayapán o Chichén Itzá.
Para dejar de pensar que Tikal era una ciudad moribunda, Balam rodeó con sus dedos la pequeña bolsa que colgaba de su cuello y que contenía el diente de leche de su hija Ziyal.
Aunque habían puesto precio a su cabeza, Balam no había podido seguir callando. Había hecho correr la voz de que habría una recompensa para quien tuviera información sobre el paradero de una niña maya vendida en el mercado de esclavos de Mayapán. Allí donde acampaban, se encontraran con lo que se encontraran —incluso si no había más que un monje solitario que cuidaba de un altar a un dios desconocido en medio del camino—, Balam preguntaba por Ziyal, la describía, daba la fecha de su venta y pedía que la gente corriera la voz de que habría una recompensa. Se imaginaba que la red se hacía cada vez más grande y que pronto la habría arrojado lo suficientemente lejos para que alcanzara a alguien, en algún lugar, que tuviera la información que pedía. Entonces rescataría a su hija.
Los espías que habían estado observando a Balam y a su grupo finalmente se dieron a conocer; salieron tímidamente de la jungla como ocelotes jóvenes y cautos… jóvenes sanos con cuerpos robustos y ojos curiosos. Granjeros o tallistas, o jóvenes que extraían agua de los cenotes. Su historia sería exactamente la misma que la de todos los jóvenes de la península: ya no había guerras, ni combates, los reyes se habían vuelto gordos y comodones, y los jóvenes ya no tenían nada que hacer aparte de seguir los pasos de sus padres.
Y odiaban esa situación.
—La bendición de los dioses —dijeron con expectación.
—Bendición —musitaron los compañeros de Balam.
Los jóvenes se acercaron, relamiéndose mientras miraban el conejo que se estaba asando. Uno quiso sentarse ante el fuego, pero Balam arrojó su lanza con tanta rapidez que ni siquiera la vio venir. La punta afilada se le clavó en el muslo y gritó, al tiempo que se incorporaba de un salto llevándose las manos a la pierna.
—Soy el príncipe Balam, de la casa real de Uxmal —dijo con voz gutural—. Héroe de los Trece Juegos. No te he dado permiso para sentarte en mi presencia.
Mientras los jóvenes retrocedían humildemente, Balam observó su reacción. No parecían saber quién era, nada sabían de su vergüenza. Quizá las noticias no habían llegado aún tan al sur.
—¿Por qué nos seguís? —preguntó.
El mayor de los desconocidos, un joven de veintitantos con un taparrabos manchado y sin capa, dijo:
—Vivimos muy cerca, noble príncipe. Somos recolectores de chicle. ¿Adónde os dirigís, príncipe? ¿Podemos viajar contigo?
Balam suspiró. Él no había planeado hacer su viaje con nadie. Quería ir solo. Pero aquellos jóvenes inquietos acudían a él. Intentaba explicarles que no tenía planes, que no llevaba a cabo ninguna valiente misión. No les importaba. Querían huir de las granjas, de padres estrictos, buscar aventura y mujeres.
—Nos están invadiendo lentamente —dijo el joven en tono quejumbroso—. Viene gente de muy al norte, perros chichimecas, huastecas, zapotecas, se asientan en nuestras tierras y nos roban a nuestras mujeres. Nuestro jefe es débil y no hace nada. Deja que vayamos contigo, noble príncipe.
Balam gruñó y limpió la sangre de su lanza. Sí, había visto a los «invasores» de los que hablaba, una chusma de refugiados miserables que huían de las guerras constantes del norte y se desplazaban al sur buscando sustento.
—Podéis acompañarnos —dijo, e hizo un gesto a uno de sus primos para que se ocupara de instalar a los recién llegados—. Menos ése —añadió, señalando al que tenía la herida en el muslo, que estaba tirado en el suelo—. Dejaremos que se desangre por su falta de respeto.
—No te arrepentirás, noble príncipe —dijo el que hablaba en nombre de los recolectores de chicle mientras miraba con nerviosismo a su amigo caído. Pero ninguno hizo ademán de ayudar al joven, que empezaba a perder el conocimiento—. No tenemos miedo, somos fuertes como guerreros. Nuestro trabajo es peligroso y hemos de ser muy valientes.
Balam lo miró entrecerrando los ojos.
—¿Peligroso, dices? ¿Por qué?
—Tenemos que trepar a árboles muy altos y hacer cortes en la corteza. Lo hacemos con una cuerda, así… —El hombre hizo unos movimientos para demostrar lo difícil que era trepar al árbol y lo lejos que trabajaban del suelo—. Es una ocupación solitaria, cada uno sube a un árbol, y a veces estamos muy lejos los unos de los otros. Si un hombre se cae, queda sujeto por la cuerda, colgando, hasta que alguien va a buscarle. Y a veces pasan días.
—¿Días? —preguntó Balam imaginando la escena.
—A mi hermano le pasó. Cuando nos dimos cuenta de que no había vuelto al campamento, fuimos a buscarle. Pero el bosque de zapote es grande y para cuando le encontramos llevaba tres días colgando de la cuerda. Subí tan deprisa como pude, pero murió antes de que llegara hasta él.
—Murió antes de que llegaras hasta él —musitó Balam.
—Es una muerte terrible y dolorosa, noble príncipe.
Balam asintió; él sabía mucho de muertes terribles y dolorosas. Miró al hombre que se estaba desangrando, inconsciente, y de pronto dirigió una sonrisa a sus primos.
—¡Cinco piezas de jade a que no lográis mantenerlo con vida hasta el amanecer!
Ellos corrieron a examinar al moribundo, hablaron entre murmullos entre sí y luego aceptaron entusiasmados la apuesta. Se abalanzaron sobre el pobre desgraciado con paños y torniquetes, decididos a hacerse con el jade de su primo.
Balam se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas, y dijo a los recolectores de chicle:
—Y ahora, contadme más cosas de esos árboles tan peligrosos…
Tonina sabía dónde hallarle.
Durante el viaje desde Uxmal, habían encontrado numerosos campos de juego de pelota. Algunos estaban situados entre muros paralelos; otros no eran más que prados abiertos con los campos señalados. Muchos de los que seguían la caravana se unían a los lugareños en vigorosos partidos. Kaan nunca jugaba.
Tonina lo encontró en el gran campo de juego de pelota de Tikal, en uno de sus extremos, andando de arriba abajo, sumido en sus pensamientos. Percibió la tensión de su cuerpo; Kaan daba seis zancadas hacia un lado, luego se volvía y daba otras seis hacia el otro. Una y otra vez, como si el diablo le pisara los talones.
—He encontrado algunos hombres dispuestos a llevarte hasta la costa —dijo cuando vio que ella se acercaba—, pero no confío en ellos. Y la ciudad no es segura. —Había frustración en su voz—. No puedo dejar a toda esta gente aquí. Todavía no soy libre de volver a Mayapán, y he perdido un tiempo precioso dando este rodeo hasta Tikal. Ahora que debo volver a Mayapán antes de ir a Teotihuacán, los días son tan valiosos como el jade.
Tonina quería decirle que había respetado su promesa. La había llevado hasta Quatemalán y por tanto había cumplido con su deber; ahora era libre de irse. Pero sabía que él no estaría de acuerdo.
—Lo siento —susurró.
—No es culpa tuya —dijo, inquieto—. Es solo mía.
Tonina sentía la tensión del cuerpo de Kaan, que permanecía en el extremo del campo de juego. Hubo un tiempo en el que un lugar como aquél era toda su vida, pero ahora se lo negaba a sí mismo. Su turbada mirada recorrió aquellos imponentes árboles; parecían dispuestos a marchar sobre Tikal y conquistar la ciudad. Desde las oscuras ramas, los pájaros y los monos emitían su constante griterío.
—No estoy acostumbrado a la soledad —dijo—. Toda mi vida la he pasado en un palacio bullicioso y lleno de gente, en las cocinas, luego la escuela de jugadores, o la casa de mi esposa… Siempre he estado rodeado de gente. Me resulta extraño estar solo.
—A mí me gusta estar sola —dijo Tonina, sorprendida por esa inesperada confesión—. Cuando me sumerjo para buscar ostras, estoy sola. Me encanta el silencio del mar.
Él asintió, pensando que hasta no hacía tanto no se habría separado voluntariamente del grupo, y sin embargo ahora la soledad le parecía extrañamente seductora. ¿Cómo sería nadar en el silencio del mar?
—Pronto volverás a ver el mar —dijo al tiempo que se volvía a mirarla. Los símbolos blancos de su rostro parecían más brillantes a la luz de la luna, y ocultaban sus facciones. ¿Cómo serían sus ojos sin pintura?—. Seguro que te alegrarás de poder librarte de nosotros.
Pero ella meneó la cabeza. Había empezado a disfrutar de la compañía de los otros, de la sensación de formar parte de un grupo.
El viento agitó los altos árboles del extremo del campo y llevó hasta ellos el olor de las comidas y las voces de los campamentos.
—No puedo dejar de pensar en mi hijo —dijo Kaan al cabo de un momento—. Incluso de pequeño, soñaba con tener un hijo. ¿Es raro que un niño sueñe con eso? Nunca conocí a mi padre, murió cuando yo era pequeño, así que quizá necesitaba saber lo que significa ser padre. No dejaba de soñar con el día en el que podría enseñarle a mi hijo el juego de pelota, para que se convirtiera en un héroe del juego. Era mi único sueño. Cielo de Jade iba a convertirlo en realidad. Y ahora todo se ha perdido.
Kaan volvió a mirar al campo, como si imaginara los juegos que habían tenido lugar allí, y Tonina se preguntó por qué no jugaba con los demás. Sabía que para él el juego de pelota era como para ella nadar.
—¿Por qué no juegas? —preguntó—. Si encontrara una gran superficie de agua, no dudaría en zambullirme.
Él volvió sus ojos oscuros hacia ella, unos ojos llenos de dolor y pesar. Tonina deseó poder hablarle de Cielo de Jade, poder tranquilizarle una vez más diciendo que la muerte de su esposa había sido rápida. No era verdad, pero mentiría de buena gana para aliviar su dolor.
—¿Alguna vez has perdido a alguien? —susurró.
—Sí —contestó Tonina, pero no dijo más. No habló de sus abuelos en la isla de la Perla, ni de Macu y Águila Brava, o de la familia que la había entregado al mar cuando era un bebé. Tonina habría querido decirle que su vida era una pérdida detrás de otra, y sin embargo no se rendiría hasta que encontrara la felicidad—. Pero incluso en la pérdida hay esperanza —agregó—. Nada es permanente.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—¿Has visto alguna vez la espuma del mar? ¿Las olas cuando rompen en la orilla?
—Una vez —dijo él en voz baja—. En la bahía de Campeche. ¿Por qué?
—El ir y venir del mar no es constante, nunca es igual. Cuando la marea baja, tenemos miedo, porque pensamos que el agua no volverá. Pero siempre vuelve, solo que de forma diferente, con una ola distinta. La vida es como el mar.
Kaan se quedó mirándola mientras sus dulces palabras flotaban en la brisa nocturna y lo asían con más fuerza que si lo hubieran atado con cuerdas. Mientras aspiraba el aroma a coco que cubría su cuerpo y oía el tintineo de las conchas de su pelo; mientras recordaba la sensación de tener sus hombros bajo sus manos, o el beso de vida que le había dado en el cenote; mientras miraba sus ojos marrones y veía en ellos la cálida luz de la luna, supo que le había dicho unas sabias palabras.
—Creo —dijo Tonina con suavidad— que tengo una cosa que te ayudará.
Él la observó, mientras Tonina metía la mano bajo su túnica y se sacaba algo de la cintura de la falda. Debajo, Kaan vislumbró una piel desnuda de color de miel.
—Toma —dijo ella con una sonrisa, y Kaan vio que le estaba ofreciendo una pequeña pluma azul.
—¿Qué es?
—Tu mujer se la dio a mi amigo, Águila Brava. Él había perdido sus recuerdos y ella dijo que esto le ayudaría. Águila Brava ha vuelto con su gente. Quizá la pluma mágica pueda ayudarte.
Kaan extendió la mano y la pluma cayó sobre ella tan suavemente que casi ni la notó. Se estremeció por la emoción.
Kaan miró a Tonina y sintió que una nueva emoción sacudía su corazón. Sintió el poderoso impulso de abrazarla y besarla.
—Lo guardaré como un tesoro —dijo, sujetando la pequeña pluma a la cintura de su taparrabos—. Mañana seguiremos hacia el este, hacia la costa de Quatemalán.
La joven se sorprendió al sentir que el corazón le daba un vuelco; se dio cuenta de que no quería separarse de él tan pronto. Había temido el momento en el que tendrían que despedirse. Pero ahora deberían seguir un tiempo juntos.
Kaan, por su parte, tenía una extraña sensación de júbilo. Aunque debería pensar únicamente en volver a Mayapán y exigir venganza, lo cierto era que le alegraba que ninguno de los guías de Tikal le hubiera parecido adecuado; de ese modo continuaría el viaje con Tonina.
—¡Señor!
Ambos miraron a su alrededor y vieron que Lampiño se acercaba a ellos corriendo.
—¡Señor! —gritó—. Los rastreadores han vuelto. ¡Hemos llegado a la costa!
—¿Es cierto?
Entusiasmado, Lampiño apuntó con el dedo hacia el sur.
—Por allí, a un día de marcha está el océano. ¡Prácticamente hemos llegado!
Kaan y Tonina se miraron. Por lo visto, su viaje juntos terminaría de todos modos.