33

El perrito de la h’meen, Poki, olfateaba feliz entre la maleza, persiguiendo a roedores y otras pequeñas criaturas, sin saber que la punta de una lanza apuntaba directamente a su cuerpo regordete.

El príncipe Balam sonreía por la expectación. El perro sería un jugoso alimento.

Cuando oyó voces entre los árboles su sonrisa se hizo más amplia. La chica y la herborista realizaban una de sus salidas de exploración por el bosque, mientras el resto acampaba para comer y descansar.

Balam los había estado siguiendo por el bosque, aunque ellos habían seguido el camino blanco; esperaba el momento oportuno para vengarse. Aparte de aquella extraña niña vieja y el ayudante que las acompañaba, la joven de las islas estaba sola. Balam levantó la vista al cielo despejado. Era un día frío. El solsticio de invierno ya había pasado. Estaban en la estación seca, y era difícil encontrar agua. Y la ciudad de Tikal aún estaba a varios días de marcha.

Se volvió a mirar a su pequeño séquito, que había aumentado desde que salieron de Uxmal. Aparte de los cuatro primos que habían accedido entusiasmados a acompañarle, otros se habían unido al grupo, jóvenes mayas sedientos de aventura, sin ningún interés por la vida rural o el trabajo con madera. Cuando supieron que Balam, héroe de los juegos de pelota y príncipe, estaba haciendo un viaje especial, olvidaron los rumores de su caída en desgracia —después de todo, aquello había sucedido en el lejano Mayapán— y se unieron a la partida.

Balam volvió a concentrarse en el perro, que aún no había olido su rastro, y miró entre los árboles… Sí, allí estaba, alta, delgada, con los cabellos colgando en largos mechones entrelazados con conchas y los brazos y el rostro decorados con pinturas blancas. No le gustaba su aspecto. Y la odiaba.

Ahora, pensó con una turbia alegría. Ahora…

—¿Alguna vez has estado enamorada?

La pregunta la cogió tan por sorpresa que a Tonina casi se le cayó la flor que estaba examinando.

Era la h’meen quien preguntaba. Tonina sonrió a aquella extraña niña, cuya apariencia hacía olvidar que no era una mujer con toda una vida de experiencias a su espalda. Baja, delgada, con el rostro alargado y delicado de un pajarillo, mandíbula pequeña, sin cejas ni pestañas. Con aquella piel arrugada y los mechones blancos parecía que tenía cien años. Pero no llegaba ni a los quince.

—No conozco nada fuera del palacio y las terrazas de los jardines —le había explicado la niña vieja cuando descubrieron al grupo de Un Ojo entre Mayapán y Uxmal—. Antes de morir, quiero ver árboles y flores en el lugar donde crecen. Ansío ver la tierra tal como los dioses la han creado. Si la flor de la que hablas existe, quizá frenará mi enfermedad y me permitirá vivir un poco más. Me quedan pocos años de vida, y ya hay tres aprendices de h’meen preparándose para ocupar mi lugar. Nadie me echará de menos.

Durante el viaje, mientras se iban conociendo, sentadas ante el fuego del campamento, la h’meen le había contado que no sabía qué hierbas había utilizado su antecesora para potenciar su agudeza mental y lograr que aprendiera más deprisa…, pero éstas habían acelerado su envejecimiento.

—No me hicieron crecer hacia arriba —dijo la h’meen entre risas— sino hacia delante; no he crecido en altura, sino en edad.

La pregunta sobre el amor entristeció a Tonina, porque sabía que aquella niña no conocería jamás lo que era el amor, no conocería las alegrías del matrimonio y la maternidad. Así que decidió darle una respuesta satisfactoria. Mientras miraba al centro de la flor roja que tenía en las manos —por desgracia, no era la que buscaba—, Tonina pensó primero en Macu, de quien se había encaprichado, pensó luego en Águila Brava, a quien había amado como a un hermano.

—No, h’meen, nunca he estado enamorada.

La herborista acomodó su pequeño cuerpo sobre un tronco caído y suspiró. En su viaje con la gran multitud que seguía a Kaan, ella iba instalada en una canasta especial que uno de sus ayudantes llevaba a la espalda; sus piernas colgaban por dos aberturas hechas en la malla de mimbre. Sin embargo, aunque tenía que sentarse con frecuencia, si podía prefería caminar por sí misma.

—Un Ojo es muy dulce, ¿verdad? —dijo la mujer tímidamente, pensando en su galante rescatador, que la llamaba «señora mía», cuando el resto de la gente se refería a ella simplemente como la h’meen.

Jamás olvidaría la mañana en la que se había presentado en la terraza del jardín y se había ofrecido a darle a conocer el mundo que había fuera de aquellos muros. Ella lloró de gratitud. Entonces ella convocó a sus ayudantes, reunió sus libros, su canasta de viaje, y antes de que el sol estuviera alto en el cielo, ya estaba preparada para salir a espaldas de su leal y musculoso ayudante; el resto de asistentes caminaban alegremente detrás, cargados de libros y utensilios propios de la escritura, ansiosos por vivir una aventura. La h’meen no necesitaba el permiso del rey para abandonar el palacio. El h’meen real era autónomo, como un sacerdote, y solo tenía que responder ante los dioses. A pesar de ello, había enviado al rey un mensaje de agradecimiento y bendición, donde le informaba que en lo sucesivo sus aprendices estarían a cargo de la vegetación real.

Tonina la miró sorprendida. ¿La h’meen tenía sentimientos románticos hacia Un Ojo? Al ver el rubor en sus mejillas arrugadas, sonrió. El corazón tiene sus propias normas.

De pronto, Kaan apareció en su mente, y se sintió tan perpleja que rápidamente se volvió.

¿Por qué había pensado en él? Y con tanto detalle que era como si estuviera allí con ellas. No solo había visto su imagen, había percibido su olor —sudor mezclado con el aroma de las hojas y la hierba— y el sonido de su voz, suave y poderosa, su proximidad, el tacto de sus manos en sus hombros, su aliento en sus mejillas.

Tratando de convencerse de que no era más que un recuerdo fortuito, Tonina se volvió de nuevo hacia la h’meen y se obligó a concentrarse en la pregunta de la herborista.

Una pregunta sobre el amor y el enamoramiento, que nada tenía que ver con Kaan, se dijo de nuevo a sí misma.

Tonina sabía por qué preguntaba. Por las noches, cuando la gran muchedumbre paraba para descansar, la h’meen le preguntaba con frecuencia por hombres y mujeres. Aquella pequeña y frágil mujer, con unos sorprendentes conocimientos sobre plantas, medicinas, sobre estrellas y fenómenos sobrenaturales, había tenido una vida tan aislada que nada sabía de la gente normal. Así que las dos habían empezado a intercambiar información. Tonina buscaba una flor roja, y la h’meen le hablaba de botánica y hierbas; a cambio, Tonina le enseñaba lo que sabía de la gente y de la vida.

—Yo todavía estoy aprendiendo —le había advertido.

—Yo también —fue la respuesta de la h’meen—, porque en este viaje veo árboles y flores que no sabía que existieran.

Poki soltó unos ladridos tirantes y chillones, propios de su raza, con su pelo corto erizado y sus pequeñas orejas tiesas.

—¿Qué pasa, fierecilla? —dijo la h’meen con afecto.

Su ayudante, un maya recio con ojos bizcos, se incorporó a toda prisa, con todos los sentidos alertas.

Tonina desenvainó su cuchillo y se acercó lentamente a los matorrales que habían llamado la atención de Poki. El ayudante y ella intercambiaron una mirada… Sí, él también intuía que había algo entre los árboles. Tonina le indicó mediante gestos que fuera hacia la derecha, y ella fue hacia la izquierda. Sin hacer ruido describieron un círculo, mientras la h’meen seguía sentada en el tronco, hablando con Poki como si no pasara nada.

Con un rápido movimiento, Tonina saltó entre los árboles y se encontró con un hombre que se levantó bruscamente con las manos en alto y dio un grito.

—¡No me hagáis daño! —exclamó.

Tonina y el ayudante miraron al intruso, un maya con la frente hundida, nariz grande y carnosa y los habituales dientes montados. No muy alto, más bien recio. Llevaba un taparrabos sencillo, y un manto sujeto al cuello, arco y flechas a la espalda, dos lanzas y una vara. Su pelo era largo y estaba recogido en una cola de jaguar que caía en cascada entre sus omóplatos.

Tonina frunció el ceño. Le resultaba ligeramente familiar.

—¡Príncipe Balam! —exclamó la h’meen, que se había acercado.

Ahora que intuía que el peligro había pasado, Poki se había callado.

Balam asintió con la cabeza en un gesto de respeto.

—Pensaba que erais bandidos —dijo, abochornado.

Tonina se quedó mirándolo. Las pocas veces que lo había visto —en el mercado, en la Gran Sala, en el campo de juego— el hombre iba ricamente ataviado, con muchos adornos, o con sus arreos de juego y el cuerpo totalmente pintado de rojo. Al principio no lo había reconocido.

—Señor, todos creen que estás muerto —dijo la h’meen llena de asombro—. ¿Eres un fantasma?

—Para mi vergüenza, aún estoy vivo, honorable h’meen.

Los rudimentarios conocimientos de Tonina le permitieron seguir la conversación.

—Por favor —siguió diciendo Balam, nervioso—, no digáis a nadie que estoy aquí. He mantenido mi presencia en secreto durante días. No quería que me descubrierais.

—Pero ¿por qué nos sigues? ¿Por qué no te unes al grupo?

—Sin duda ya lo sabes, honorable h’meen. He caído en desgracia. Los dioses me han maldecido. No deseo contagiar mi mala suerte a las dignas personas que acompañan a mi hermano, Kaan.

—¡Debes decirle a Kaan que vives! —espetó Tonina.

Por un momento, cuando el hombre la miró, a Tonina le pareció ver una sombra que cruzaba su rostro. Sin embargo, su expresión era clara cuando dijo:

—Kaan menos que nadie debe saber que estoy aquí. Está en un viaje sagrado de peregrinación. Mi presencia sería una forma de profanación.

—Entonces, ¿por qué nos sigues? —preguntó la h’meen amablemente con su voz de anciana.

—Me consume una vergüenza eterna, honorable h’meen —dijo agachando la cabeza—. Pero albergo la esperanza de redimirme en la ciudad de los dioses. Rezo para que, cuando mi hermano llegue a Teotihuacán, pueda ponerme en manos de los hombres santos que allí viven y encontrar el perdón.

—Kaan cree que has muerto —dijo Tonina en un maya vacilante—. Llora por ti. Le alegrará saber que vives.

—Sí —dijo la h’meen, entusiasmada—. Sin duda cuando los dioses miren en tu corazón verán arrepentimiento.

—Honorable h’meen —dijo Balam con la cabeza inclinada—, temo que Kaan sepa que soy responsable de la muerte de su esposa y quiera vengarse.

La h’meen y Tonina lo miraron perplejas.

—No sabemos nada de eso, príncipe Balam —dijo la h’meen—. Solo sabemos que Kaan sufre terriblemente por tu tragedia. Jamás te haría daño.

Balam levantó los ojos bajo sus pestañas bajadas, y equivocadamente Tonina y la h’meen tomaron aquella mirada perversa por una de humildad.

—¿Tú crees? —dijo.

—¿Cómo podrías ser responsable de la muerte de Cielo de Jade? —preguntó Tonina sin comprometerse—. Fue un accidente.

De nuevo, apareció ese algo oscuro antes de que sus facciones se distendieran. A Balam no le gustaba que aquella criatura se dirigiera a él con tanta familiaridad. Pero ya le llegaría la hora a esa adivina que le había arrebatado a su mujer y a su hija.

—Es algo que debo contar personalmente a Kaan.

—Ven con nosotras —propuso la h’meen.

—No, no puedo dejar que los demás me vean. Por favor, traed a Kaan aquí. Y decidle que venga solo.

—Iré —dijo Tonina, pero entonces oyó la voz de Un Ojo en su cabeza: «Si quieres deshacerte pronto de Kaan, no le hagas más favores. Eso aumenta la deuda que tiene contigo y nunca te lo quitarás de encima».

De repente Tonina pensó: «Si le digo a Kaan que Balam vive y de este modo alivio su conciencia, su deuda para conmigo será mayor. Pero si no se lo digo, seguirá sufriendo, pensando que Balam ha muerto por su culpa».

Por unos instantes, Tonina se debatió consigo misma, luego dijo:

—Iré a buscarle.

Kaan estaba sentado en el límite del campamento, como era su costumbre, mirando a la nada. Ni siquiera había encendido una hoguera, y no había querido que nadie lo hiciera por él. Ya ni siquiera comía.

Tonina recordaba que en una ocasión Guama le había dicho: «El tiempo alivia todas las penas». Sin embargo, parecía que la pena de Kaan iba en aumento. Ya no consultaba su mapa. Ya no parecía importarle adónde iban ni si tardaban mucho o poco. ¿Se había olvidado de Teotihuacán?

Se acercó sin hacer ruido y dijo:

—Señor.

Él levantó la cabeza bruscamente. Tonina nunca le había llamado de aquella forma.

—Señor —repitió con suavidad—. Traigo noticias.

Él esperó, mirándola con ojos sombríos.

—El príncipe Balam vive.

Kaan pestañeó. Frunció el ceño.

—¿Vive?

—Está entre aquellos árboles, y desea hablar contigo…

Kaan se incorporó de un salto y corrió. Tonina tardó unos instantes en reaccionar; luego fue tras él, y llegó a tiempo de verlos a él y a Balam en un emotivo abrazo.

—¡Bendita madre luna! —exclamó Kaan—. ¿Estoy soñando? ¡Estás vivo! ¡Perdóname por lo que hice! ¡Perdóname por haber hecho que ganáramos!

—No te guardo rencor, hermano —dijo Balam, limpiándose las lágrimas—. La culpa fue mía.

Tonina, la h’meen y el ayudante contemplaban la escena con asombro.

—Pero perdiste a tu mujer y a tu hija por mi culpa.

—No, hermano, fue culpa mía. Y me besaron antes de que se las llevaran. Mi amada esposa y mi preciosa Ziyal me besaron y me perdonaron y pidieron a los dioses que me bendijeran. Por eso te he buscado, para pedir también tu perdón, porque quizá así recuperaré el favor de los dioses y mi alma encontrará la paz.

—Por supuesto que te perdono, y bendigo a los dioses por traerte hasta mí.

Balam retrocedió y su expresión se oscureció.

—Pero tengo una noticia turbadora que darte, hermano. Yo soy responsable del asesinato de Cielo de Jade.

—¡Asesinato! Fue un accidente. Se cayó.

—No.

En el claro del bosque la luz pareció cambiar, se hizo más oscura. El parloteo de los monos y las aves pareció apagarse, como si la naturaleza supiera que estaban ante un momento trascendental. Kaan tragó dolorosamente.

—Habla —dijo.

En su cabeza, Balam veía el aciago encuentro con los miembros del consorcio con una claridad asombrosa, oía perfectamente sus propias palabras cuando dijo que no había sido culpa suya. Y al hombre del consorcio, que le dijo: «Kaan es un hombre de honor. Le respetamos por lo que ha hecho… o más bien, por lo que no ha hecho».

Desechando aquel doloroso recuerdo, Balam dijo:

—Hermano, dije a los miembros del consorcio que te había pedido que perdiéramos el juego pero que no habías querido, que hiciste lo correcto. Pero ellos dijeron que no importaba, que no eras un hombre honorable. Solo les importaban sus ganancias, y por tu culpa nuestro equipo no perdió como ellos querían. Por eso mandaron matar a tu mujer y a tu hijo, para darte una lección.

Cuando una nube apareció en el cielo, el sol desapareció y el mundo se sumió en la sombra.

—No puedo… —empezó a decir Kaan con un susurro ahogado.

—Es cierto, hermano. El consorcio pagó a un asesino, fueron ellos quienes mataron a Cielo de Jade —dijo Balam, pensando cómo Cielo de Jade se había resistido, y en el puñetazo mortal que le asestó en el vientre.

Kaan trató de respirar. Apretó los puños.

—Dime sus nombres.

—¿Para qué? —preguntó Balam, aunque sabía muy bien para qué, y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír por la facilidad con la que Kaan había caído en su trampa.

—Los hombres del consorcio —repitió Kaan, apretando los dientes—. ¡Quiero sus nombres!

Y Balam se los dio.

—Escúchame, hermano —añadió—, no debes pensar lo que creo que estás pensando. Olvida todo esto y sigue tu camino a Teotihuacán. Nada bueno saldrá si vuelves a Mayapán en busca de venganza, porque sé qué es lo que piensas. Fui yo quien llevó tan mal sus deudas de juego que provocó el asesinato de tu amada esposa e hijo. ¡Yo soy quien entró en contacto con el consorcio! Quien te puso en la posición impensable de tener que elegir entre nuestra amistad o el juego. ¡Yo soy la causa de todo lo que ha pasado!

Pero la mente de Kaan estaba buscando la forma de regresar cuanto antes a Mayapán y hacer justicia.

La h’meen y Tonina contemplaban el emotivo encuentro.

—Hermano —dijo entonces Kaan—, el único motivo de que siga viviendo es salvar las almas de Cielo de Jade y nuestro hijo. No me importa mi vida. Pero ahora sé que tengo un motivo para vivir. Hermano, tú has dado sentido a mi vida, has renovado mi fe en los dioses, porque estás aquí, en carne y hueso, cuando yo pensaba que te había perdido para siempre. Ven y únete al campamento. Rezaremos juntos a la madre luna.

Pero Balam se replegó.

—Estoy ligado por un voto de penitencia, hermano. Juré por nuestra amistad que no me entregaría a los placeres de la carne, el alcohol, el tabaco y las mujeres hasta que me haya redimido en la ciudad de los dioses. Y por encima de todo, debo renunciar al juego, que para mí es el sacrificio mayor de todos.

Balam no mencionó que ya no adoraba a la patrona del juego de pelota y que había volcado su devoción en otro dios, un dios oscuro y sanguinario: Buluc Chabtan, el dios maya de la guerra.

—Pero sin duda, podrás viajar con nosotros.

—Hay una recompensa por mi cabeza —dijo Balam—. El consorcio exige que me preste a ser vendido como esclavo. Debo permanecer oculto hasta que pueda volver a Mayapán con honor.

Un Ojo bajó de su hamac y se adentró en el bosque para responder a la llamada de la naturaleza. Pronto amanecería, y había dormido poco.

En el campamento la mayoría venían de ciudades o eran campesinos acostumbrados a dormir en el suelo bajo alguna protección. Pero cuando descubrieron los peligros del bosque, muchos compraron hamacs en las ciudades por donde pasaban. Uno de los Nueve Hermanos, que dormía por primera vez suspendido entre dos árboles, había decidido dar placer a su esposa. Estaban en plena faena cuando la hamac se dio la vuelta. Y como la malla era muy tupida, quedaron atrapados dentro. La hamac volvió a darse la vuelta, y estuvieron girando a un lado y a otro hasta que una de las cuerdas se rompió y los amantes cayeron sin miramientos al suelo.

Despertaron a Un Ojo, que no pudo volver a conciliar el sueño. Aficionados, pensó mientras buscaba un árbol para orinar. Se necesitaban años para aprender a dar gusto a una mujer en una hamac

De pronto se detuvo. Voces. Mirando entre los árboles, vio a Balam riendo con sus amigos.

Como buen espía que era, Un Ojo había visto que Kaan se marchaba del campamento apresuradamente después de que Tonina le dijera algo, y los había seguido. Así que había presenciado el emotivo reencuentro con el príncipe Balam. Según él había hecho voto de abstinencia, y sin embargo ahora lo veía bebiendo, rodeado de huesos de un animal cocido en la hoguera, y él y sus amigos estaban compartiendo una pipa y apostaban en un juego con unas habas de colores. Lo único que faltaban eran mujeres, pensó Un Ojo con disgusto.

Cuando se volvió para irse, pisó una ramita seca y el crujido se oyó amplificado en la noche. Balam se incorporó de un salto y gruñó:

—¿Quién anda ahí?

Un Ojo no se movió, esperando que pensaran que solo era un animal, no harían caso y seguirían jugando. Pero al cabo de un momento sintió una mano áspera sobre su cuello y sus pies dejaron de estar en contacto con el suelo.

—¿Me estás espiando?

—No, señor —dijo Un Ojo refunfuñando—. ¡Lo juro por los huesos de mi bisabuelo!

Balam se inclinó sobre él y susurró:

—Escucha, mono. Deja de mirarme con ese ojo tan negro que tienes. Si vuelvo a verte espiándome, atravesaré ese cuerpo tan feo que tienes con un espetón y te asaré como a un perro.