31

Oculto entre los árboles, Balam se llevó la cerbatana a los labios y apuntó.

El campamento del claro del bosque era tan caótico y ruidoso —discusiones, niños que correteaban arriba y abajo, hombres enzarzados en acalorados juegos de azar, mujeres que cocinaban y amamantaban a sus hijos entre cotilleos— que bastaría con un dardo para derribar a Kaan, que estaba solo en un lado. Y nadie se daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

El dardo envenenado no le causaría la muerte instantáneamente. En la punta solo había curare para paralizarlo. Kaan caería a un lado y tardaría en morir. Primero le fallarían las extremidades. Luego la respiración se haría más lenta. Y permanecería consciente, tratando de respirar, hasta el final, cuando el espíritu del curare detuviera sus pulmones para siempre. Sí, Kaan se quedaría allí tirado, indefenso, sintiendo que su corazón fallaba, consciente de que nunca llegaría a Teotihuacán.

«Me acercaré —pensó Balam con una ácida satisfacción—, y veré el miedo en sus ojos, veré cómo la vida abandona su cuerpo. Entonces me inclinaré y le susurraré: Esto es por Seis Palomas y por Ziyal.»

Balam había seguido a Kaan desde Mayapán; había visto al enano y a su ridículo séquito cuando lo alcanzaron. Los había seguido hasta Uxmal, donde había esperado mientras descansaban y compraban provisiones; allí presenció cómo más y más necios se unían al grupo. Y los siguió también cuando salieron de la ciudad y continuaron por el camino blanco.

Nadie sabía que Balam los acechaba. Nadie sabía que los seguía con la muerte en sus manos. Balam no pensaba en la reacción de la chusma cuando asesinara a Kaan. Quizá lo atraparían y lo desmembrarían. Le daba igual. Ya no tenía nada por lo que vivir.

Mientras estaba en Uxmal, se había amparado en la oscuridad de la noche para llegar a su casa, situada cerca de la pirámide del Adivino. La noticia de su desgracia y su deshonra había llegado a la familia, así que su padre mandó a unos esclavos para que lo echaran. Pero mientras Balam esperaba encogido y al amparo de la oscuridad del jardín, su madre, la elegante Garceta, fue a él con comida y agua y lo abrazó. Balam se cobijó durante tres noches en el jardín, a escondidas de su padre, y cuando se aventuró a salir a la ciudad y vio a Kaan y a la chica en el mercado, preparándose para partir, se despidió de su madre con un beso y se fue. No se marchó con las manos vacías. Su madre le había dado jade y granos de cacao, armas, ropa limpia, y había ordenado a cuatro sobrinos que lo acompañaran en su viaje, jóvenes hastiados ávidos de aventuras y a quienes poco importaban la desgracia o la mala suerte. Balam prometió a su madre que volvería, pero no tenía intención de hacer tal cosa. Cuando hubiera ejecutado su venganza, buscaría un árbol resistente y se ahorcaría.

No tenía otra opción. No podía volver a Mayapán. Cuando se hizo el recuento final de sus deudas, se descubrió que seguía debiendo la cantidad que se habría obtenido por la venta de Seis Palomas como esclava. Así que sus acreedores, que se sentían estafados por la muerte de la esposa, pedían que Balam hiciera lo más honorable y se presentara para ser vendido como esclavo. Incluso había una recompensa por su cabeza.

Tampoco podía buscar a su hija, porque si preguntaba por la suerte de Ziyal entre los viajeros y los comerciantes alguien acabaría descubriendo que seguía con vida y entonces lo atraparían y lo llevarían para venderlo como esclavo.

Cogió aire para disparar el dardo envenenado, pero se detuvo cuando vio que la joven de las islas se acercaba. Kaan la despachó con un movimiento impaciente de la mano. Ella no obedeció. Se inclinó y habló más fuerte. Para sorpresa de Balam, Kaan le contestó bruscamente, y eso hizo que ella se incorporara y lo mirara con impaciencia. Entonces se dio la vuelta y se fue.

Balam entrecerró los ojos. Nunca había visto a Kaan tratar a nadie con tanta rudeza. Por sus gestos y su cara era evidente que se sentía muy desgraciado. Y un nuevo pensamiento se le pasó por la cabeza.

Mientras se retiraba sin ser visto entre los árboles y la maleza seca, pensó: «Es una tontería matar a Kaan ahora. No hay ninguna satisfacción en privar de la vida a un hombre que ya no quiere vivir. Deja que piense que puede llegar a la ciudad de los dioses y recibir allí solaz. Y cuando mi antiguo hermano empiece a pensar de nuevo que la vida es maravillosa, porque seguro que lo hará, entonces yo se la arrebataré».

En cuanto a la adivina… si aquella noche en la Gran Sala hubiera elegido a su esposa en lugar de a Cielo de Jade, todo habría sido diferente. Le habría leído la fortuna a Seis Palomas en su copa mágica, habría visto el terrible destino que le esperaba y ¡él habría podido hacer algo para cambiarlo!

Para la adivina, decidió mientras desaparecía entre los árboles, pensaría en un castigo muy, muy especial.

Tonina contempló con nerviosismo el caótico campamento.

No eran los jóvenes inquietos que buscaban aventura los que la preocupaban, con sus armas y sus pinturas de guerra y sus gritos de entusiasmo cuando atrapaban a un animal. Ni los viejos guerreros que se sentían inútiles, y que también viajaban con jabalinas y lanzas, y contaban relatos de sangrientas conquistas. Ni los fornidos fanáticos del juego de pelota que llevaban consigo a sus exuberantes mujeres y a sus hijos recios. Lo que inquietaba a Tonina de aquel grupo variopinto que les seguía eran los enfermos, los tullidos, los cojos, los sordos, los ciegos, las mujeres que no podían dar a luz, los hombres aquejados de impotencia.

Éstos eran los peligrosos, porque no los movía la avaricia ni la ambición ni la sed de poder. A ellos los movía la desesperación.

Mientras sentada ante su hoguera solitaria asaba una pequeña calabaza sobre las ascuas, contempló el extenso campamento, con sus numerosos fuegos y gran cantidad de gente que se apiñaba en el claro y entre los árboles. Una chusma bulliciosa que llenaba la noche de humo y sonidos. Cinco días. Ya hacía cinco días que habían salido de Uxmal, y la alarmante cifra de treinta días desde que salió de la isla de la Perla. Iban hacia el sur, directos a la ciudad de Tikal, en el límite con la jungla, lugar en el que girarían hacia el este para seguir hacia la costa de Quatemalán.

El viaje estaba durando demasiado.

Del pequeño grupo de seguidores y personas que necesitaban suerte y un cambio en su vida, habían pasado a una multitud desordenada.

Tonina había pedido a Un Ojo que se ocupara de ellos, pero a él solo le interesaba distraerse con mujeres y recaudar dinero por permitir que los acompañaran.

Cuando le preguntó si creía que Kaan podía controlar a aquella gente, Un Ojo contestó:

—A Kaan esta gente no le importa. Cada día está más ensimismado. Vive en su propio mundo. Recuerda que ha perdido mucho más que una esposa y un hijo, ha perdido a su mejor amigo. Él y Balam eran como hermanos. Kaan se lo debía todo… su riqueza, su fama, incluso a Cielo de Jade. Cuentan que Kaan estaba siendo acosado por un grupo de niños (¡lo estaban apedreando!) cuando Balam intervino. Ahora, Kaan lleva sobre su conciencia la responsabilidad de la caída de Balam, y puede que incluso su muerte.

—Estoy segura de que él sólito provocó su caída —protestó Tonina.

—No importa. Kaan vive según un estricto código de honor, y cree que ha traicionado a su hermano, y por tanto ha faltado a su honor. Y ahora su hermano está muerto, porque lo más seguro es que Balam se haya ahorcado.

En aquellos momentos Tonina miró a Kaan, en el límite del campamento, aislado, como solía estar, con su poderosa espalda encorvada bajo el peso del dolor. Se había acercado a él para pedirle que controlara a aquella turba y él se había limitado a despacharla con un gesto de la mano.

—Nos están siguiendo —había dicho—. Lo que hagan con sus vidas no es asunto mío.

Tonina no quería ni pensar hasta qué punto se sentía desesperado, y deseó que pudiera llevar su duelo en paz. Pero aun así, algo había que hacer con aquella gente.

Lo peor eran las peleas por la comida. Nadie compartía nada con los demás. Todos acaparaban cuanto podían. Hasta había quien pasaba hambre en medio de tanta abundancia. El día anterior, un hombre de la tribu de los huastecas había cazado una iguana y, cuando la estaba asando en su fogata, cinco hombres le atacaron, le robaron la iguana y lo echaron de su propio campamento. Y nadie salió en su defensa porque era el único huasteca que viajaba con ellos.

«Si se comportan así con la comida, ¿qué harán cuando encontremos la flor roja? Se abalanzarán sobre el arbusto o el árbol o lo que sea y arrasarán con él igual que hacen con todo lo que encuentran a su paso, destrozarán las flores en su ansia por cogerlas y no dejarán nada para la gente de la isla de la Perla.»

La noche seguía su curso y en el campamento la gente se preparaba para dormir; el aire se llenaba con el murmullo de las oraciones, los ronquidos, los gemidos de las cópulas sexuales. Tonina se subió a un árbol con sus dos fardos de viaje y los dejó en su hamac, porque había visto la forma en la que la gente miraba sus cosas y preguntaba por la copa profética transparente. Y Tonina, que sabía que tampoco ella estaba a salvo de la rapacidad de la chusma, procuraba dormir sin separarse de sus cosas. Después de rezarle a Lokono, espíritu de todas las cosas, y a sus espíritus rectores esperó que el sueño llegara mientras pensaba en la difícil decisión que debía tomar. Por el bien de Huracán y de su pueblo, tenía que separarse de Kaan y aquella turbamulta.

—No salgas esta noche —le suplicaba Cielo de Jade—. No me dejes sola, tengo un terrible presentimiento.

—Debo encontrar a Balam.

—Amor mío, Balam no es responsabilidad tuya. Fue él quien se endeudó tanto que ahora no puede arreglarlo.

—Si yo no hubiera hecho pasar aquella última pelota por el aro…

—Hiciste lo que debías. Hiciste lo que los dioses querían. Actuaste con honor.

Entonces Kaan salió a la noche; siguió callejas y callejones, buscando a su amigo, el hombre al que llamaba hermano. Pero Balam no estaba en ninguna parte. ¿Se había ahorcado como había amenazado con hacer?

Y luego volvió a la casa… Cielo de Jade en el suelo, con la cabeza en el regazo de la adivina… el charco de sangre en el suelo… «La muerte ha sido rápida», decía la chica.

Kaan despertó con un grito ahogado. Estaba sudando, con el manto empapado. Se sentó y miró a su alrededor. Nadie le había oído. El campamento dormía. Luego miró hacia arriba, donde unos pocos dormían en hamacs, y para su sorpresa vio que la de Tonina no estaba. Su hamac y su fardo de viaje habían desaparecido.

El bosque era oscuro y amenazador, estaba lleno de peligros, pero era la única forma de huir de Kaan y de toda aquella chusma. Para cuando despertaran por la mañana y se dieran cuenta de que se había ido, ella estaría tan lejos que nunca la encontrarían.

En Uxmal y después, cuando siguieron viajando por el bosque, Tonina no se había separado de Un Ojo, le preguntaba continuamente: «¿Cómo se dice esto en maya? ¿Cómo se dice lo otro?». La clave para su independencia estaba en la lengua. Y ahora se alegraba de haber insistido. Mientras se movía con rapidez por la espesura, para poner distancia entre ella y Kaan, supo que su habilidad con la lengua maya la ayudaría a sobrevivir.

Avanzaba con rapidez entre los árboles y la maleza, con el cuchillo en la mano, por si acaso, y pensó en Guama y en Huracán, los imaginó en el promontorio que miraba sobre la laguna, mirando hacia el oeste, esperando avistar su canoa. ¿Se habrían enterado de la traición de Macu? ¿Habría sobrevivido alguien a la tragedia para contarlo? Quizá pensaban que estaba muerta. No, Guama jamás se daría por vencida, y Tonina no pensaba fallarle. La flor roja tenía que estar allí delante, seguro, en los escarpados acantilados de la costa quatemalteca. La cogería y utilizaría las pocas perlas que le quedaban para comprar una canoa y volver a casa.

De pronto se detuvo y escuchó conteniendo la respiración. Frunció el ceño. ¿Por qué se había detenido?

Miró atrás entre los árboles. Kaan.

¿Qué haría cuando descubriera que no estaba? ¿La buscaría? ¿O aprovecharía la ocasión y se iría hacia el norte, hacia Teotihuacán?

Tonina se volvió para continuar su huida, pero se dio cuenta de que no podía moverse. Estaba paralizada.

«¡Muévete! —gritó para sus adentros—. No te quedes aquí. ¡Vamos!»

Pero sus pies se negaban a obedecer. Mirando en la oscuridad, mientras escuchaba los reclamos de las aves nocturnas y el bullicioso parloteo de los monos, se imaginó que Kaan despertaba y, al darse cuenta de que no estaba, salía en su busca.

No entendía por qué no podía moverse, pero se sentía en conflicto consigo misma, con sus ideas y razones, y eso era algo que nunca antes le había sucedido. Hasta entonces siempre había sido fácil decidir: si los caladeros de ostras estaban agotados, solo tenía que nadar más lejos. Cuando supo que la vida de Huracán dependía de una flor, no tuvo que pensar nada. «Yo iré.»

Pero ahora se sentía dividida. Había algo en Kaan que le impedía apartarse del todo de él. Le sorprendió darse cuenta de que deseaba volver al campamento. Pero debía continuar, debía cumplir la promesa que había hecho a Guama y a Huracán.

Sintió que se le erizaba el vello en la nuca. Sintió que unos ojos la miraban. Se volvió para echar a correr, maldiciéndose por haberse detenido en aquel lugar peligroso. De pronto, Kaan apareció entre los árboles, con el rostro ensombrecido por la ira. La cogió por los hombros y le preguntó qué estaba haciendo.

Tonina apenas podía hablar, porque aquella proximidad la dejaba sin respiración.

—¿Cómo sabías dónde…?

—Lampiño, el cabecilla de los Nueve Hermanos, que se han impuesto la tarea de vigilar por las noches, vio que te escabullías. ¿Por qué huyes? Los dioses han decretado que estemos juntos.

—¡Tus dioses, no los míos! —dijo ella con un grito ahogado.

Los dedos de Kaan se clavaron en su carne. De pronto no sabía qué hacer. Mezclado con el aroma a coco de las pinturas de Tonina percibía el olor de las hojas de menta y laurel. Notó su piel fría bajo los dedos. Sus ojos se alzaban hacia él.

—Deja que vaya yo sola —susurró Tonina, tratando de expresarse con el poco maya que hablaba—. Te libero de la obligación de salvarme la vida.

Kaan aspiró su aroma, buscó su cara a la luz de la luna; de pronto no supo muy bien cuáles eran las razones por las que había ido tras ella. Le habría gustado creer que era porque los dioses habían dictaminado que estuvieran juntos, pero cuando despertó y vio que no estaba, lo que había sentido era algo distinto, inesperado e indefinible. La joven le irritaba, le fastidiaba, quería librarse de ella, y sin embargo también sentía la necesidad de tenerla cerca. Una necesidad que era mucho más profunda que ninguna ley divina o humana.

—No está en tu poder liberarme —dijo Kaan finalmente con un susurro ronco—. Eso corresponde a los dioses.

Cuando vio que Tonina fruncía el ceño, se dio cuenta de que no le había entendido y habló más despacio. La chica había aprendido su lengua deprisa, pero aún no la dominaba.

—Debes volver —le dijo—. Estamos ligados por una ley ancestral. No puedo ir a Teotihuacán hasta que no haya saldado la deuda que tengo contigo.

Tonina miró aquel rostro extrañamente atractivo y tuvo un curioso pensamiento: a pesar de las diferencias (dioses, lengua, costumbres), ella y Kaan se parecían en una cosa… ambos tenían una promesa que cumplir, una promesa que les había sido impuesta y que habían tenido que aceptar.

Buscó otra forma de liberarse de su compañía.

—La gente es… —trató de pensar la palabra— me inquieta.

Él arqueó una ceja.

—Si toda esta gente te ayuda tendrás muchas más posibilidades de encontrar la flor.

—No me ayudan. Me dan miedo.

—¿Miedo? —preguntó soltándole los hombros.

—¿Qué harán cuando encuentren la flor? Estas personas… —Y maldijo la barrera del idioma—. Están desesperados. Seguro que se matarán para conseguir la flor.

—Exageras.

—Los más fuertes roban la comida a los débiles.

Kaan pestañeó.

—¿De qué estás hablando?

—Algunos no tienen nada que comer.

Frunció el ceño.

—¿Y cómo puede ser?

—¿Cómo? ¿Quién va a detenerlos?

Kaan se quedó mirándola. ¿Cómo era posible que algunos no tuvieran nada que comer? Había visto cantidades de carne y fruta en los campos.

—Que se peleen por la comida no es razón para huir —dijo Kaan—. Podemos arreglarlo.

Estaba tan cerca que podía sentir su aliento en sus mejillas. De repente, Tonina sintió la necesidad de preguntarle una cosa.

—¿Por qué me odias?

Él arqueó las cejas.

—¿Odiarte? —dijo en voz baja.

—La manera en que me miraste en el cenote… Estás enfadado conmigo porque te salvé la vida.

Él la miró durante un largo momento y comprendió que sí, estaba enfadado con ella, pero no porque le hubiera salvado la vida. Por primera vez desde la noche de la tragedia, Kaan se dio cuenta de algo que no había pensado. «Estoy resentido con ella porque estaba con Cielo de Jade cuando murió, y en cambio yo no. Y eso es lo que no puedo perdonarle.»

«No —pensó—, no puedo perdonarme a mí mismo.»

Tonina alzó el rostro y volvió a susurrar:

—Por favor, déjame ir.

Kaan la miró con sus ojos oscuros y turbulentos y tuvo que refrenar el impulso de tomar aquel rostro entre las manos y quitarle suavemente la pintura para ver las facciones que había debajo.

—No puedo.

—Estoy lejos de mi hogar, de mi pueblo y de mis dioses. Estoy sola.

Las lágrimas de Tonina le sorprendieron. Era tan fuerte y autosuficiente y estaba tan decidida a seguir su camino que no se le había ocurrido que pudiera llorar.

—Ésta es tu tierra —dijo Tonina con voz tensa—. No la mía. No deseo estar aquí. Quiero volver al mar. Estoy lejos de los espíritus que me protegen, los delfines.

Las emociones que Tonina había reprimido durante tanto tiempo salieron a borbotones.

—Necesito volver a estar bajo las olas, en el silencio de las profundidades de mi mundo particular —exclamó, sin poder contenerse—. Necesito la libertad de nadar entre los peces. Sin el mar no soy nada.

A Kaan le sorprendió tanto apasionamiento. El solo había visto el mar una vez, cuando el equipo de Mayapán viajó a Campeche para un juego. Pero no se había acercado a la playa. No, él se quedó en lo alto de una loma, contemplando aquella extensión atemorizadora de agua que se extendía hasta el horizonte. La gente se ahogaba allí dentro, era devorada por salvajes criaturas marinas. ¿Cómo podía amar algo tan formidable y destructivo?

Y de pronto oyó en su mente otra voz, la voz de Cielo de Jade antes de que se casaran: «¿Cómo puede gustarte un juego que te causa tanto dolor e incluso te puede matar?».

Kaan nunca había pensado en aquella pasión por el juego de pelota, en su necesidad de jugar, en lo vivo que se sentía cuando medía su habilidad con la fuerza y la capacidad de otros hombres. En el campo de juego no era ni maya ni chichimeca, solo era músculo y sangre, fuerza. Era él mismo. ¿Era eso lo que sentía Tonina en el mar?

En ese momento se sorprendió al pensar que, a pesar de sus diferencias —ella procedía de unas islas de gentes sin civilizar y él era un héroe maya—, se parecían en una cosa: en el amor por algo que para ellos era más importante que la vida.

Dio un paso atrás, afectado por esta revelación. «No, no nos parecemos. No nos parecemos en nada.»

Sin embargo, si eso era lo que pedía para volver, lo haría, controlaría a la chusma. Pero no lo haría por ella, se dijo, sino por Cielo de Jade. Si Tonina tenía razón, aquella gente destrozaría la flor roja y entonces nunca sería libre de seguir el camino hacia Teotihuacán.