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No había donde bañarse, pero unas plantas con hojas amplias y humedecidas por el rocío sirvieron para eliminar la suciedad y el sudor; y con ayuda de la goma del chicle sus dientes quedaron bien limpios. Después, Kaan rezó a la madre luna y a Kukulcán mientras observaba a Tonina por el rabillo del ojo. La chica se estaba poniendo las pinturas de coco en el rostro, para ocultar de nuevo sus facciones. Él no había dormido bien. No había dejado de removerse en sueños, y varias veces le habían despertado los extraños sonidos del bosque y el olor acre del humo.

Un desayuno en silencio dio paso a otro día de marcha. Mientras Kaan abría el camino a través del tupido bosque, Tonina iba mirando su espalda desnuda… los músculos, las cicatrices que tanto le recordaban su actuación en el juego de pelota, su fuerza y rapidez cuando superaba a sus oponentes y lanzaba la pelota a la meta.

El pensamiento de Kaan también estaba en su acompañante. Aquel molesto ruido de sus cabellos… Deseó poder caminar más deprisa y dejarla atrás, pero los dioses no lo aceptarían.

Caminaron por el bosque sobre la hojarasca, con el olor a polvo y ramas muertas en las narices, hasta que llegó la puesta de sol y de nuevo buscaron un lugar donde acampar. Mientras Tonina buscaba un sitio para atar su hamac, Kaan trató en vano de encender un fuego.

Tonina se acercó, con sus útiles para encender fuego, dos piezas de madera talladas especialmente para ello: un palo y un bloque. Para ayudar a que el fuego prendiera cogió un termitero abandonado de un árbol. Antes de empezar, escupió en sus manos, y entonces le enseñó a Kaan cómo restregar el palo entre las manos, con movimientos rápidos y una presión constante. El calor empezaba a prender y, cuando tuvo una brasa, echó trocitos de termitero por encima hasta que apareció una llama y obtuvo un fuego.

Tonina fue a por el fardo de viaje y la hamac enrollada y los acercó al círculo de calor y luz y, tras sentarse, se puso a rebuscar entre sus cosas algo de comer.

Kaan se quedó mirándola. ¿Es que pensaba quedarse allí con él? ¿Por qué no se iba a otro lado y se encendía un fuego para ella? En cambio, allí estaba, abriendo un huevo de pavo hervido y echándole encima un poco de sal. Sin que nadie la hubiera invitado.

Una vez más, comieron en silencio, como dos extraños que se cruzan en el camino y no desean confraternizar el uno con el otro.

En la profunda oscuridad del bosque se oían los gritos de las aves nocturnas. Kaan sacó una pequeña imagen de Kukulcán y llenó su mente con el recuerdo de Cielo de Jade. Antes de partir de Mayapán, se había unido al culto del dios que volverá, aunque en su corazón no creía realmente en ello.

Tonina también pensaba con añoranza en otra persona: Águila Brava. Y para su sorpresa también se acordó de Un Ojo. Su compañía había sido una forma de estar conectada con las islas, con Guama y Huracán, con su hogar.

Kaan sacó el mapa trazado sobre papel de corteza que había comprado en Mayapán y Tonina se acercó para examinar aquellas líneas y símbolos que tan poco sentido tenían para ella. Le dedicó una mirada inquisitiva.

Kaan no quería que se sentara tan cerca. La chica despedía un ligero olor a coco. Era por la pintura blanca que le cubría el rostro y los brazos. Y no era desagradable, aunque una mujer maya nunca lo habría utilizado.

—Mayapán —dijo dando unos toquecitos en el centro del papel. De ahí salían líneas en todas direcciones, con glifos por el camino y símbolos en los bordes.

Kaan no sabía leer ni escribir, así que había tenido que memorizar lo que el vendedor le había dicho, las ciudades, los caminos, las regiones. Sabía cuál de los glifos señalaba Palenque, pero no porque pudiera leerlo, sino porque el hombre le había dicho:

—Ahí está la ciudad de Palenque.

Kaan señaló otros lugares mientras recitaba nombres de ciudades que Tonina no conocía. Uxmal. Tikal. Copan. Palenque.

—¿Quatemalán? —preguntó ella.

Él señaló el extremo del papel, pero para ella aquello carecía de sentido, porque nada sabía de escalas ni distancias.

—¿Dónde está Teotihuacán? —preguntó, sintiendo que la proximidad de Kaan la abrumaba.

Vio una sombra de pesar en sus ojos cuando miró el mapa y señaló un glifo que estaba en el extremo opuesto a Quatemalán. Tonina vio que el lugar donde Kaan debía ir estaba a muchos más días de camino que Quatemalán y se sintió culpable. El hombre debía ir allí para un ritual funerario. Pero ella tenía que ir al sur. Y los dioses habían decretado que estuvieran juntos.

Le habría gustado decirle: «Muy bien, iremos hacia el norte, a Teotihuacán». Desearía explicarle lo importante que era que encontrara la flor roja y la llevara a su gente. Si Un Ojo estuviera allí…, pero cuando Kaan dijo que irían solos, Un Ojo le había dicho a Tonina:

—Está bien. Llevo demasiado tiempo lejos de casa. Me dirigiré hacia la costa y compraré una canoa. Me pregunto si mi madre aún vive.

Repentinamente consciente de lo cerca que estaba de Tonina, Kaan se incorporó de un salto. La situación se estaba haciendo insoportable. La chica le recordaba continuamente la noche de la muerte de Cielo de Jade. Él quería recordar a Cielo de Jade cuando era feliz, su risa, la curva de su cuello cuando estaba trabajando en un brazalete de plumas. No muerta en medio de un charco de sangre.

Pero al menos se alegraba de que él y la chica no pudieran hablar, de que el enano no hubiera ido con ellos. Había algo en ella que le decía que, si podía hacerse entender, su alma y su corazón serían más vulnerables. No sabía qué tipo de embrujo había lanzado sobre él, pero desde el momento en que puso los ojos en ella, Kaan supo que no era normal.

Dejó de andar arriba y abajo y la miró, allí, sentada ante el fuego. Aún no había tenido ocasión de verle bien la cara, porque siempre la ocultaba bajo aquellos símbolos blancos que se pintaba en las mejillas, la frente y el mentón. Y sus cabellos largos y desordenados le caían con frecuencia sobre el rostro. Pero había visto la protuberante nariz y la marcada mandíbula. Rasgos que eran extrañamente parecidos a los suyos.

—Debemos dormir —dijo en maya, y Tonina le entendió.

Kaan trató de no mirarla mientras sujetaba los extremos de su hamac a dos árboles, pero no estaba acostumbrado a ver a una mujer tan delgada y de piernas tan largas, sobre todo cuando se puso de puntillas para atar los cabos. La túnica se le subió y dejó al descubierto un curioso cinturón que mantenía oculto. Estaba hecho con conchas de cauri, y no era maya. ¿Cuál sería su significado?

Finalmente, Tonina se instaló en su hamac, por encima del suelo, protegida por una bóveda de ramas y hojas. Pero el sueño no llegaba. Kaan acaparaba su pensamiento. No había pensado en la flor roja en todo el día. Él la distraía, y no entendía por qué. Lo único que sabía era que no podía seguir de aquella forma. «Le dejaré —decidió cuando el sueño ya empezaba a rondarla—. Me escabulliré por el bosque y nunca me encontrará.»

Kaan también se revolvía sobre su esterilla, sin poder apartar los ojos de ella, hechizado por la forma en que la hamac de fibra de palma la transformaba. Cuando caminaba, era de caderas estrechas y hombros anchos, pero, colgado entre los árboles, su cuerpo parecía todo curvas, más fluido, más femenino. La joven lo distraía. Necesitaba seguir su camino en solitario. Al día siguiente, decidió cuando ya empezaba a dormirse, ajeno al fuerte olor a humo que llegaba de entre los árboles, buscaría una solución.

Despertaron sobresaltados. ¡Un incendio en el bosque! Sin embargo, no veían ningún resplandor en el cielo, no oían el rugir de las llamas, ni veían animales que huyeran del campamento.

Kaan cogió su lanza y su vara, y mediante gestos le indicó a Tonina que iba a ver. Ella lo siguió por la espesura, con el cuchillo a mano, pero, cuando llegaron a un claro, los dos se quedaron parados, porque sus ojos no estaban preparados para lo que estaban viendo.