Salieron de la casa ataviados con mantos de viaje y sandalias fuertes, con los fardos a la espalda, sin hablar. Se abrieron paso a través de la multitud de admiradores y buscadores de suerte que se había reunido en el exterior y avanzaron en dirección a las puertas de la ciudad.
Tonina se alegró de que no hubiera permitido que Un Ojo viajara con ellos. Sin un traductor, ella y Kaan no podrían hablar mucho. Viajarían en silencio por bosques y poblados, por caminos y campos, hasta que llegaran a su destino. No pensaría en el hombre que caminaba a su lado, se concentraría en encontrar la flor y volver a casa. Cuando llegaran a Quatemalán, le diría que la había salvado, y lo diría bien fuerte, para que los dioses la oyeran y se quedaran contentos. Entonces seguiría su camino.
A Kaan también le alivió que el enano no viajara con ellos. Sin alguien que tradujera, no tenía obligación de hablar con la adivina. Mientras avanzaran por la península hasta llegar a la costa, ni siquiera pensaría en la chica que tendría sentada ante él frente a la hoguera. Se concentraría en llegar a Teotihuacán y rescatar el alma de Cielo de Jade. Y cuando llegaran a Quatemalán, Kaan haría un sacrificio a los dioses para que supieran que había escoltado a la joven a través de múltiples peligros y que el mundo volvía a estar en equilibrio.
Cuando alcanzaron el final de la calle, cruzaron la plaza atestada sin hacer caso de la chusma que quería tocarlos. Pero cuando llegaron a la calle que llevaba al exterior de la ciudad, Kaan se detuvo y se volvió hacia el palacio, que se veía de un rojo deslumbrante bajo la luz del mediodía.
Sin dar ningún tipo de explicación a Tonina, echó a andar hacia allí. Ella corrió tras él, preguntándose qué podía ser tan urgente para haber hecho que Kaan cambiara sus planes.
Los guardias de la entrada posterior miraron a Kaan y se apartaron para dejarle pasar, con una reverencia. Tonina supuso que quería despedirse del rey, pero entonces Kaan se desvió del camino que llevaba a la Gran Sala y a los alojamientos reales y siguió un estrecho corredor que conducía a los deliciosos aromas de la cocina.
Antes de llegar, Tonina ya sabía que iban hacia las inmensas cocinas de la residencia real de Mayapán. Entonces se acordó: su madre trabajaba allí, la madre de la que se avergonzaba.
¿De dónde venía aquella vergüenza que sentía? ¿De la baja posición de su madre? ¿Por qué no la había ayudado cuando se convirtió en un héroe? ¿O era por su sangre, porque había algo que nunca podría cambiar?
No hizo falta que nadie le dijera a Tonina que se mantuviera al margen cuando Kaan dejó su fardo en el suelo y entró en la cocina. Al momento, se hizo el silencio, toda actividad se detuvo, porque sirvientes y esclavos se quedaron mirando boquiabiertos al hombre más famoso de Mayapán, que había acudido a aquel humilde lugar.
Tonina observó; interpretó el lenguaje de sus cuerpos, las emociones visibles, las pocas palabras que pudo entender, y lo juntó todo con lo que ya sabía sobre Kaan y su madre. La mujer se quedó desolada al verlo allí, y no dejó de agitar las manos y darle la espalda. Pero entonces Kaan dijo «por favor», tendiéndole las manos, como si suplicara. Tonina se dio cuenta de que Kaan quería estar con ella, pero era ella quien le daba la espalda.
Un Ojo había dicho que Kaan se avergonzaba de su sangre, y Tonina había supuesto que también se avergonzaba de su madre. Pero ahora parecía que no. Kaan la abrazó delante de todos los que se hallaban en la cocina y le dijo palabras cariñosas, hasta que la mujer se suavizó, le llamó «hijo» y se echó a llorar contra su pecho.
Tonina observó, algo confusa. ¿Venía de ella el distanciamiento? Quizá lo hacía por el bien de su hijo, para no recordar a sus amigos y admiradores sus orígenes. Por la forma en la que le sonreía y le acariciaba la mejilla, la madre parecía orgullosa. Y cuando se volvió hacia los demás y dijo que aquél era su chico, parecía una mujer ufana, y lo hizo derecha, con la cabeza bien alta, no como la criatura humilde y apocada que Tonina había visto salir a toda prisa del jardín de la casa.
Tonina pensó en las emociones que había visto en el rostro de Kaan las veces que le había visto con su madre, y se preguntó si no las habría malinterpretado, porque ahora veía la misma expresión, pero en ella no había ninguna vergüenza o disgusto, sino pesar, y un profundo anhelo.
Estaba sorprendida. ¡Qué equivocada había estado! La madre se había sacrificado para que el hijo pudiera tener una buena vida. El hijo había intentado obedecer, pero no había podido. Cuando Kaan cayó de rodillas y lloró contra el delantal de su madre, Tonina se pegó a la pared, sin aliento, abrumada, incapaz de seguir mirando.
Sin pensar que Tonina observaba la reunión, y ajeno a todos cuantos le miraban, Kaan había entrado en la cocina y, tras coger a su madre, le había dicho:
—No me regañes, porque ya no hay razón para seguir con el engaño. Me voy de Mayapán, y no sé cuándo volveré. Concédeme al menos este abrazo.
Su madre se había vuelto hacia él con ojos llorosos, una mujer humilde que había pedido a su hijo que la repudiara. Porque le quería, Kaan lo sabía, porque sabía que le avergonzaría o incluso entorpecería su ascenso social si la gente recordaba sus orígenes. La idea de que se vistiera como un maya, de que se casara con una mujer maya y viviera según las normas de los mayas, había salido de ella. Y por eso, la gente no daba importancia a su aspecto diferente —era más alto que los mayas y sus rasgos faciales eran más finos— y lo abrazaba como a su héroe amado.
Pero ¿a qué precio?
Kaan recordaba la mañana en la que su madre había ido a su casa tras enterarse del embarazo de Cielo de Jade. Él se había sentido tan feliz al verla…, y en cambio ella no quiso hablarle, no quiso entrar en la casa; simplemente, se dio la vuelta y se fue a toda prisa. Y ahora sufría porque había perdido a su nieto.
—Madre querida, me ordenaste que me mantuviera alejado de ti —dijo mientras la abrazaba—. Me obligaste a prometerlo en contra de mi voluntad. No puedo seguir cumpliendo tus deseos. Necesito tu cariño, y tu bendición. Y tu perdón, porque he causado la muerte de mi hermano. Por toda la ciudad se comenta que Balam se ha matado. ¡Y soy el culpable!
Ella le acarició la cabeza.
—No fue culpa tuya —musitó—. Balam trató de estafar a los dioses.
—Me voy de Mayapán, y no sé cuándo volveré, o si volveré. —Cayó de rodillas y la abrazó, llorando contra la tosca tela de su delantal—. Debo ir a Teotihuacán. Pero no puedo irme sin tu bendición.
Ella apoyó con suavidad las manos sobre su cabeza. Las lágrimas caían por sus mejillas y sobre el pelo negro de su hijo.
—Mis días están contados, hijo. Pero debes saber que moriré contenta y en paz, porque he visto que los dioses derramaban su buena suerte sobre ti.
—¿Te estás muriendo? —exclamó él, y se incorporó bruscamente—. ¡Entonces no me iré! ¡Mi sitio está a tu lado!
—No, hijo mío. Tienes un deber para con tu mujer y tu hijo, asegurarte de que llegan al cielo. Yo he hecho las paces con los dioses. Y si ellos quieren, quizá algún día volveremos a estar juntos.
Al oír estas palabras, Tonina comprendió. Retrocedió, apartándose de la puerta. No podía seguir escuchando. Sentía un extraño pesar en el corazón… no por el amor de Guama y Huracán, sino por el de la mujer sin rostro que la había llevado en su vientre y le había dado la vida, y que seguramente fue quien la puso en el pequeño cesto en el mar.
Por primera vez en su vida, Tonina deseó conocer a su madre.
Finalmente, Kaan salió de la cocina, con expresión pétrea, inescrutable. Sin decir palabra, recogió su fardo. Tonina hizo otro tanto y recorrieron la ciudad abarrotada hasta que llegaron a las puertas. El sol estaba alto en el cielo. La multitud les vitoreaba a su paso y les despedía con gestos de la mano.
Salieron por las puertas, Kaan el héroe de la pelota y Tonina, la buscadora de perlas de las islas; dos personas de mundos distintos que se enfrentaban a destinos diferentes, cada uno guiado por talismanes personales: Kaan, por el mechón de pelo de su mujer; Tonina, por el medallón que llevaba desde que nació.
Un hombre que se cubría con un sucio manto los observaba… el príncipe Balam, el hombre más desgraciado del mundo. Un príncipe sin reino, sin esposa ni hija, sin propiedades, riquezas y, lo peor de todo, sin honor.
Mientras desde más allá de los muros de la ciudad veía cómo Kaan y Tonina se fundían con la chusma del mercado, Balam pensó en su preciosa hija cuando se la llevaban de la subasta de esclavos para entregarla a un extraño.
Y pensó en Seis Palomas, muerta en la tarima de la subasta.
Balam se apartó dando tumbos del muro y cayó de rodillas; sudaba tan copiosamente que pensó que la frente le sangraba.
—Pongo a los dioses por testigos —susurró lleno de bilis—. Kaan pagará. La chica de las islas pagará. Pagarán y pagarán, y volverán a pagar.