24

Los tres estaban en el bullicioso mercado, comprando provisiones.

En cuanto llegaron a Mayapán, Tonina fue directa a la casa a recoger sus cosas. Había visto cómo Kaan entraba triunfalmente en la ciudad y era conducido al palacio, donde habría una nueva celebración. A ella no la habían invitado, ni lo quería. Tenía prisa por partir hacia la costa sur.

Mientras Tonina se probaba capas y Un Ojo regateaba por el precio de unas sandalias, Águila Brava se apartó discretamente de sus compañeros y se fue sin que se dieran cuenta.

La noche en la que Kaan y Tonina fueron detenidos, Un Ojo, que era muy rápido, tuvo el acierto de esconder el fardo de viaje de Tonina. Águila Brava entró sigilosamente en el jardín de la casa y fue hasta la pequeña estatua de piedra de un dios bajo un pimentero. Desplazó el ídolo; allí estaba el escondrijo. Pero solo sacó un objeto: la copa profética. Volvió a poner la estatua en su sitio y entró apresuradamente en la casa, tras asegurarse de que nadie le veía.

Águila Brava no se movía guiado por un pensamiento definido, sino por emociones, por fragmentos de sueños y por la apremiante sensación de que debía volver con su gente. No cuestionó el impulso de ir hasta allí y realizar aquel acto inexplicable; se limitó a aceptar que tenía que hacerlo.

En el interior de la casa, el sol poniente arrojaba pilares de luz dorada en las espaciosas estancias donde en aquellos momentos los sirvientes estaban limpiando y preparándolo todo para el regreso de su amo. Águila Brava encontró la habitación de Kaan. Ya estaba limpia, y la habían decorado con flores. El joven colocó la copa de cristal en el centro de la esterilla donde Kaan dormía, para asegurarse de que la veía. Luego salió de la casa y regresó al mercado, donde se dio cuenta de que Tonina y Un Ojo no habían reparado en su ausencia.

Una vez acabaron los interminables rituales y cánticos, cuando el incienso dejó de humear en los incensarios, las trompetas callaron y los sacerdotes se retiraron al interior del templo, Kaan pudo volver finalmente a su casa. Se aproximó con el corazón apesadumbrado. No quería entrar, dentro le esperaban recuerdos dolorosos.

En el momento en el que pisó de nuevo la casa, sirvientes y criados corrieron a sus pies para bendecir el día del regreso de su señor. Mientras lo guiaban desde la entrada principal hasta su habitación, en la parte posterior de la casa, tocando su manto de ricos colores para que les diera suerte, Kaan pensó si alguna vez volvería a sentirse en paz. Le dolía la cabeza, y lo único que quería era irse a dormir y partir hacia Teotihuacán al amanecer.

Pero un deber sagrado le llamaba.

Con pies pesados fue hacia la estancia de Cielo de Jade y, antes de apartar la pesada colgadura de la entrada, respiró hondo.

Sus ojos examinaron la habitación inmaculada, donde los sirvientes se habían ocupado de ordenarlo todo. Vio las canastas de plumas, los brazaletes sin terminar, con plumón de pajarillos, el hilo y las púas para coser, esperando que su dueña regresara y les diera uso.

Miró al suelo, al lugar que se había cubierto de sangre. Alguien había tenido la gentileza de poner una pequeña alfombra encima. La muerte de Cielo de Jade parecía tan lejana… A petición de Kaan, su cuerpo se había incinerado. Y Hu Imix, el hombre de leyes, se había asegurado de que así fuera. La urna con sus cenizas había sido colocada en un panteón especial a los pies de la pirámide de Kukulcán, porque tenía ese derecho, y aunque era casi seguro que Kaan moriría en el cenote, Hu Imix había tenido la previsión de cortar un mechón de cabello a Cielo de Jade antes de la incineración, por si acaso. Aquella noche le había dado el mechón a Kaan durante la celebración. Era lo único que le quedaba de ella.

No podía respirar. Sentía una fuerte presión en el pecho, como si se estuviera ahogando otra vez. La habitación daba vueltas. Se aferró a la estructura de la entrada para recuperar el equilibrio. Cielo de Jade estaba muerta. Su hijo estaba muerto. Kaan empezó a sollozar, y se cubrió el rostro con las manos.

Cuando logró reunir fuerzas, se apartó de la puerta, dejando que la colgadura cayera a su espalda, y supo que jamás volvería a poner los pies allí dentro y que todo se quedaría como estaba mientras él viviera.

Se concentró en Teotihuacán y en la esperanza de resucitar el alma de Cielo de Jade, y con una nueva determinación, se dirigió hacia su propia estancia. Allí, estuvo revolviendo sus cosas, tratando de decidir qué se llevaba en su viaje y qué no. Había preguntado entre los sacerdotes, y éstos le habían confirmado lo que Su Excelsa Eminencia había dicho sobre la peregrinación a Teotihuacán: que debía ir solo, sin sirvientes, ni guardias ni amigos, y que para lograr la resurrección del alma de Cielo de Jade, debía llegar allí antes del día que hacía cincuenta después del solsticio de verano.

De pronto se detuvo y miró la esterilla donde dormía. Alguien había puesto un objeto allí.

La copa profética.

Frunció el ceño. ¿Qué hacía aquello allí?

Dominado por una repentina furia —¿se estaba burlando de él aquella joven de las islas?—, Kaan fue con la copa hacia los alojamientos de la servidumbre, donde encontró a Tonina y a sus amigos preparando unos fardos con las provisiones que habían comprado en el mercado.

—¿Cómo ha llegado esto a mi habitación? —preguntó en tono autoritario a Un Ojo.

El enano se volvió tan deprisa que a punto estuvo de caerse. Cuando vio el objeto que Kaan llevaba en la mano, se puso a tartamudear.

—Yo… hummm, señor.

—¿Por qué estaba en la estancia donde duermo? —repitió Kaan en el mismo tono grave y bajo de siempre.

Tonina le dedicó a Kaan una mirada reflexiva. Ahí estaba de nuevo la ira, en su voz, ensombreciendo sus bellas facciones. Y, una vez más, pensó: «Me odia por haberle salvado la vida». Entonces vio lo que tenía en la mano.

—¿Cómo has conseguido eso?

Él miró su mano extendida, y los recuerdos sacudieron su cabeza: la cabeza de Cielo de Jade apoyada en su regazo; aquellas mismas manos, arrancándole de las profundidades del cenote; su boca sobre la de él.

Kaan le devolvió la copa.

—¿Quién ha puesto la copa profética en mi estancia privada? —le preguntó a Un Ojo.

—Señor, juro por los huesos de mi abuelo que no lo sé.

Al igual que los otros miembros de su tribu, Un Ojo llevaba al cuello una pequeña bolsita de cuero con la reliquia de un ancestro. En su caso, los huesos de un abuelo lejano, con una poderosa magia.

Tonina envolvió con cuidado la copa con una túnica y una falda y la metió en su fardo, que ya estaba abarrotado de provisiones.

Kaan frunció el ceño.

—¿Os vais?

Tonina habría deseado que sus caminos no volvieran a cruzarse. Ahora que estaba allí, tan alto e imponente en la entrada, sintió que sus emociones se desbordaban.

—Abandonaré Mayapán por la mañana —dijo, porque había entendido sus palabras sin necesidad de que Un Ojo tradujera.

Mientras la observaba, un pensamiento huidizo volvió a la mente de Kaan, ese mismo pensamiento elusivo que le había estado rondando en la tienda el rey, y que desapareció cuando Su Excelsa Eminencia le habló de Teotihuacán. Pero ahí estaba otra vez, y se estaba materializando en algo concreto.

Tonina se volvió a mirarle y Kaan la miró; reparó en los curiosos símbolos blancos que ocultaban sus facciones y recordó. Ella estaba allí aquella noche. Ella estuvo junto a Cielo de Jade en su hora final. Ella le había impedido que destruyera la estatua de Kukulcán, el dios privado de Cielo de Jade.

Y de pronto…

Kaan se llevó la mano al pecho y dio un paso atrás. Un jadeo, una mirada de perplejidad y, sin decir palabra, se volvió bruscamente y se fue.

En el interior de la cámara oscura y llena de humo, en el templo de Kukulcán, el anciano sacerdote asintió.

—Tienes razón, hijo. Es una de nuestras leyes más antiguas. Está escrito en nuestros libros más sagrados. Puedes verlo aquí.

Un dedo nudoso con una uña larga y negra dio unos toquecitos en la página amarillenta, sobre la que había dibujados unos glifos desvaídos.

Aquello confirmaba sus sospechas, la idea que había estado rondándole desde que la joven lo salvó del cenote: la antigua ley espiritual relacionada con la salvación de otras vidas.

—Pero Su Excelsa Eminencia me dijo que fueron los dioses quienes salvaron mi vida —argumentó, temiendo lo que aquella nueva revelación podía augurar—, que la joven solo fue un instrumento.

—Cierto —dijo el anciano con voz chirriante—. Pero estás ligado a ella. Es un vínculo sagrado que no podrá romperse hasta que haya un equilibrio. Vida por vida, hijo. La joven te salvó la vida, ahora tú debes salvársela a ella. Si no lo haces, el mundo estará desequilibrado, y eso no solo te traería mala suerte a ti, también a tu ciudad.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Kaan con voz tensa, esperando que le ofreciera alguna solución fácil y rápida, como darle dinero, o concederle algún deseo. Algo parecido a las víctimas sustitutorias que se utilizaban para los sacrificios de sangre.

—Debes hacer por ella lo que ella hizo por ti —dijo el sacerdote—. Cuando esté en peligro, o al borde de la muerte, debes traerla de vuelta. Ninguna otra cosa servirá. Y, mientras no le salves la vida y restablezcas el equilibrio, tú y ella estaréis unidos moral y espiritualmente en esta tierra.

Kaan estaba horrorizado. ¡Atado a la chica! En un último y desesperado intento por desembarazarse de aquel pacto, Kaan le habló al sacerdote de su viaje a Teotihuacán.

—Su Excelsa Eminencia —añadió— dijo que debo realizar este viaje yo solo.

La vieja cabeza, cargada con un tocado de plumas, asintió.

—Es cierto. El hombre que viaja a la ciudad de los dioses con hombres armados y rodeado de la comodidad de sus sirvientes y esclavos no hace un verdadero sacrificio. Debes ir solo. Pero ella es parte de ti, hijo mío, por tanto, que te acompañe no solo está permitido, sino que es obligado. Hasta que el equilibrio se restablezca.

Kaan se sintió presa del pánico. No quería estar ligado a la joven. Le recordaba la noche de la muerte de Cielo de Jade. Y otras cosas, aunque no habría sabido decir qué eran. Desde el momento en el que había puesto los ojos sobre ella, hacía días, cuando él y Balam pasaron por el mercado exterior y vio a la joven, con su piel de miel y los tatuajes, no había podido sacarla de su pensamiento; nunca le había pasado con ninguna otra mujer.

La idea de llevarla con él era insoportable.

Sin embargo, los dioses decían que debía hacerlo.

Los ojos del sacerdote eran pequeños y casi quedaban ocultos bajo los pliegues de piel, pero eran agudos y tenían un destello de inteligencia.

—Lo habías olvidado, Kaan —dijo con una voz que sonaba como el susurro de hojas secas—. De haber ido a Teotihuacán sin la joven, el desastre habría caído sobre ti. Recuerda que este deber sagrado demuestra que tu buena suerte sigue ahí.

A Kaan le maravilló pensar cómo los dioses movían los hilos, pues sin duda había sido una mano sobrenatural la que había hecho que la copa profética se materializara en su estancia privada para que fuera en busca de Tonina y recordara su deber sagrado de salvarle la vida.

Suspiró. Muy bien. La llevaría con él. Pero eso no significaba que tuvieran que hablar. Establecería unas normas. Y viajarían con rapidez. Pensó en los peligros que Su Excelsa Eminencia le había dicho que le esperaban en el camino, y eso le reconfortó, porque si los dioses estaban realmente con él, seguramente podría salvarle la vida a Tonina en los primeros días de viaje y podría seguir su camino sin ella.