—No hay ningún monstruo en el cenote —decía en ese momento Un Ojo, mientras removía las brasas de la hoguera.
Era de noche, y la inmensa muchedumbre estaba celebrando lo sucedido bajo las estrellas, en lo alto de la pirámide de Kukulcán. Aquel día propicio sería recordado durante muchos años.
—Eso no es lo que mata a las víctimas del sacrificio —siguió diciendo—. Los mayas no saben nadar. Al menos no los que viven en las ciudades del interior. Las víctimas rara vez salen vivas del cenote. A los mayas les aterra ver cuerpos flotando en el agua, y por eso les atan pesas. Cuando caen al agua, les entra pánico y acaban ahogándose. Cuando oí que el sacrificio sería en Chichén Itzá, que te iban a arrojar al gran cenote, supe que sobrevivirías. —Sonrió—. Hasta hice apuestas. Eres de las islas. —Y esto lo dijo con cierto orgullo—. Sabía que nadarías. Pero nadie me creyó, y por eso los muy idiotas aceptaron sin pensarlo las apuestas.
Tonina apenas escuchaba. Estaba sentada cerca del fuego, envuelta en la capa de repuesto de Un Ojo, porque su túnica y su falda estaban colgadas de un palo, secándose. En su mente no dejaba de ver una imagen tormentosa: la expresión de Kaan cuando lo sacó del cenote. Cuando Un Ojo y Águila Brava se la llevaban, ella miró atrás y vio con sorpresa que Kaan la miraba furioso.
«Está furioso porque le he salvado la vida.»
—Mañana recogeré mis ganancias y tendremos una modesta fortuna —dijo Un Ojo.
Ella lo miró.
—¿Tendremos?
Él desvió la mirada.
—Yo… hum, aposté tus perlas. Iba a utilizarlas como soborno —se apresuró a añadir—. Pensé que si conseguía una audiencia con el rey le convencería para que te dejara libre. Pero entonces oí que en la cocina hablaban del gran cenote de Chichén Itzá. Así que utilicé tus perlas para apostar por que te salvabas y ahora viviremos con holgura.
A Tonina no le importaba la holgura ni las ganancias. Su atención volvió enseguida a una tienda grande y hermosa que estaba iluminada. En aquellos momentos, Kaan era el invitado de Su Excelsa Eminencia, y estaba disfrutando de un festín. Tonina no había sido invitada. No le importaba. Sin embargo, la expresión de rabia de Kaan la preocupaba. Por segunda vez, había salvado la vida de un hombre y por segunda vez descubría que la odiaban por ello. Se pasó los dedos por sus cabellos largos y mojados, tratando de ordenar sus pensamientos.
Volvió a Un Ojo.
—¿Soy libre ahora de ir a Quatemalán?
—Sí, sí —dijo Un Ojo, que tenía sus propios planes.
—Entonces partiré por la mañana. No hace falta que vengas conmigo —añadió.
Deseaba estar ya de camino hacia la costa sur; sentía el vago deseo de estar sola. Pero su cabeza estaba algo espesa. Era tarde, y tenía el cuerpo dolorido por el cansancio y el esfuerzo de volver a nadar después de tantos días lejos del mar, por la tensión de haber creído que la iban a decapitar, la reacción de Kaan cuando lo salvó… quería estar sola y seguir su camino.
Miró a Águila Brava, que estaba sentado, ensimismado, inmóvil, con sus ojos ambarinos clavados en el fuego. Un Ojo ya le había contado lo histérico que se había puesto cuando supo que la iban a ejecutar. Tonina contempló sus bellas facciones, la boca sensual siempre pronta a la sonrisa y, recordando lo agradable que era dormir en sus brazos por la noche, pensó: «No, no deseo viajar sola. Quiero viajar con Águila Brava. Solo nosotros dos…».
Pero Un Ojo no tenía intención de separarse de aquella joven que había sobrevivido al cenote de Chichén Itzá, algo extremadamente raro. La gente pagaría generosamente por estar a la sombra de alguien tan afortunado. El astuto comerciante también había decidido que, en lugar de vender a Águila Brava a los cazadores o a hombres que coleccionaban rarezas, aunque no tenía ninguna prueba de que el chico fuera una sombra cambiante, ¿por qué no buscar a su gente y pedir que le pagaran por decirles dónde encontrarle?
—Me gustaría viajar contigo —dijo—. Tengo curiosidad por esa flor roja que buscas. Pero debemos volver a Mayapán, porque escondí tu fardo en la casa de Kaan, junto con lo que gané con el Juego 13. Además, para un viaje tan largo necesitaremos provisiones.
Tonina asintió con gesto ausente. Dos días para llegar a Mayapán, una noche en la casa de Kaan y estaría en el camino blanco, de camino al sur.
—Los dioses vuelven a sonreír a mi pueblo —dijo el rey de Mayapán con ánimo expansivo.
El pabellón real estaba iluminado por lámparas de aceite, los músicos tocaban alegres melodías, los bailarines iban y venían, y las bandejas de comida no dejaban de llegar mientras el orondo rey, su mujer igualmente oronda y sus cortesanos bien nutridos se atiborraban. El centro de atención era Kaan, espléndidamente ataviado con un taparrabos con incrustaciones de jade, un manto bermejo, collares y guirnaldas de flores al cuello, con el pelo recogido en una hermosa cola de jaguar. La joven que le había salvado la vida ya estaba olvidada.
Pero Kaan no la había olvidado.
A pesar de las distracciones que había para él en la tienda del rey —ahora que era viudo, las jóvenes se desvivían por llamar su atención—, no dejaba de pensar. Él había ido voluntariamente al sacrificio porque no quería vivir. Y ahora, por culpa de Tonina, seguía con vida y, lo que era peor, ¡volvía a gozar del favor de los dioses!
El sentimiento de culpa que lo atormentaba desde la muerte de Cielo de Jade iba en aumento. ¿Qué derecho tenía él de disfrutar de aquella bondad cuando el pobre espíritu de su esposa vagaba trágicamente entre el cielo y el infierno? Tendría que haber estado a su lado para protegerla. ¿Qué la había llevado a levantarse de la cama y tropezar con la urna? Si hubiera estado allí, él habría llamado a las comadronas y quizá habrían podido salvarlos a ella y al bebé.
Pero no estaba. Cielo de Jade y su hijo habían muerto.
Odiaba a Tonina por lo que le había hecho, por haberle revivido y obligarle a seguir con aquella tortura.
Y sin embargo…
Por más que trataba de concentrarse en las adorables bailarinas medio desnudas que se movían seductoramente para su entretenimiento, había otra cosa que Kaan no podía quitarse de la cabeza: el momento en que recuperó el conocimiento sobre la superficie del cenote, con el brazo de Tonina rodeándole, sujetándolo contra su cuerpo, y su boca en la de él, insuflando aire a sus pulmones. Fue un momento de una extraña intimidad, a pesar de los cientos de personas que miraban desde arriba. Parte de las pinturas que cubrían su rostro habían desaparecido, y pudo atisbar lo que había debajo. Tonina no era hermosa, no para los mayas, pero tampoco era fea.
Había algo en ella… algo que habría sabido precisar, más allá del aspecto físico y emocional… pero Su Excelsa Eminencia no le dio ocasión de pensar.
—¡Tendremos un mes de celebraciones! —explicó el monarca—. Una celebración durante cada uno de sus veinte días. Este año será recordado como el Año de Kaan. Pasará a los libros de historia y…
Kaan se frotó las sienes y dejó de escuchar. Tonina aleteaba en los límites de su conciencia, como si estuviera tratando de intervenir, de decirle algo. Pero Kaan estaba demasiado confundido. Había estado a punto de morir, y ahora estaba vivo.
—¿Por qué no hablaste en tu defensa ante el tribunal? —preguntó el rey—. De haberte retractado públicamente, habríamos ofrecido un sacrificio de sangre a los dioses y no habrías tenido que pasar por la prueba del cenote. —El rey se metió una baya roja en la boca y masticó con placer—. Perder a una mujer y a un hijo es terrible, pero ¿por qué maldecir a los dioses? Siento curiosidad.
Finalmente Kaan habló.
—Cielo de Jade no tuvo tiempo de confesar sus pecados. Y —dio un suspiro— no es que crea que tuviera ninguno, porque siempre llevó una vida virtuosa. Pero no pronunció la oración de confesión, y no podrá acceder al cielo. Por eso estaba furioso con los dioses.
Su Excelsa Eminencia encogió los hombros.
—Bueno, ¿por qué no vas en peregrinación a Teotihuacán y pides a las hermanas que recen por la resurrección de su alma?
Kaan se quedó mirando a su rey.
—¿La ciudad de los dioses? ¿Existe? ¡Siempre había pensado que no era más que un mito!
—La ciudad existe, amigo mío. Lo cierto es que Teotihuacán está en ruinas porque los dioses la abandonaron hace generaciones. Pero existe y, según dicen, allí residen los espíritus de los dioses.
Kaan miró a Su Excelsa Eminencia pestañeando. Se sentó derecho, y se desembarazó de dos amorosas mujeres.
—¿Es cierto? —dijo, animándose por primera vez desde la noche de la tragedia—. ¿Puedo salvar el alma de Cielo de Jade?
—Por supuesto. Conozco hombres que han ido en peregrinación hasta allí. No es fácil. Hay tribus sanguinarias entre Mayapán y la ciudad de los dioses. Montañas, junglas infernales, y bestias feroces, criaturas míticas y cosas extrañas y mágicas. Pero si consigues llegar a Teotihuacán y realizar el ritual, el alma de Cielo de Jade resucitará. Sin embargo —le advirtió el rey—, no debes perder el tiempo. Como bien sabes, los espíritus de los muertos vagan por la nada durante un tiempo muy breve y luego se desvanecen para siempre.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Debes utilizar el calendario tzolkin —dijo el rey, refiriéndose al método más sagrado para los mayas de contar el tiempo—. A partir del momento de la muerte, debes contar doscientos sesenta días. Ése es el tiempo que tienes.
—Doscientos sesenta días. Casi como un embarazo —musitó Kaan.
—¡Exacto! Tu esposa murió sin confesión, por tanto, su alma no puede resucitar sin un período de gestación que le permita renacer sin tacha en el cielo. En la ciudad de los dioses buscarás la Hermandad de las Almas, unas sacerdotisas que se dedican a la salvación de pecadores sin confesión. Tienen un altar antiguo y sagrado en el templo de la Luna. Y son las únicas que pueden interceder a favor de un muerto sin confesión.
—¡Lo lograré! —dijo Kaan con apasionamiento—. Partiré de inmediato hacia Teotihuacán. Entraré en la ciudad con esclavos y sirvientes, para honrar debidamente a los dioses…
El rey levantó un dedo.
—Debes ir solo.
—¿Solo?
—Nada de sirvientes, ni guardias, ni acompañantes. De otro modo, ¿qué habrías demostrado a los dioses? Debes aguantar la soledad y las penurias para demostrar tu valor.
Kaan frunció el ceño. Nunca había estado solo. Incluso antes de ser un jugador rico, cuando vivía con su madre en las cocinas de palacio, siempre había estado rodeado de gente. Y cuando se trasladó a la escuela de los jugadores, estuvo siempre en compañía de los entrenadores, sirvientes, compañeros de juego. Los únicos momentos en los que había estado solo eran en el baño de sudor. No le gustaba la idea de estar solo.