Durante tres días, la corte de Mayapán, los diferentes grupos sacerdotales, soldados, funcionarios y personas de importancia se prepararon para el festival sagrado, y en el interior de los muros la ciudad se llenó de humo perfumado, del sonido de las trompetas y del retumbar regular de los tambores. Cuando todos se reunieron en la plaza principal y se ofrecieron oraciones e incienso a Kukulcán, el gran cortejo real, con cortesanos, nobles y mercaderes, seguido por el populacho, salió por las puertas de la ciudad y avanzó por el mercado silencioso, a través de campos que antaño fueran bosques, ante canteras de piedra caliza y granjas, para poner pie finalmente en el camino blanco que llevaba a Chichén Itzá, donde antiguos dioses de los mayas recibirían las almas de las dos víctimas.
Tonina y Kaan iban en dos pequeños tronos, a hombros de unos sacerdotes escogidos especialmente para ello. Kaan iba callado y quieto como una estatua; en cambio, Tonina no dejaba de buscar una forma de huir. Pero estaba rodeada de sacerdotes y soldados.
Aquella noche acamparon en un claro a un lado del camino; luego caminaron solemnemente todo el día siguiente y para la noche ya estaban en la ciudad desierta, donde montaron un campamento enorme en la antigua plaza que se extendía desde la pirámide de Kukulcán hasta el terreno del juego de pelota.
Aunque Un Ojo había intentado consolar a Águila Brava, el joven estaba muerto de preocupación. Estaba demasiado agitado para comer o dormir, y no dejaba de mirar a la pequeña tienda donde tenían prisionera a Tonina.
—No te preocupes, mi mudo amigo. De momento, Tonina no ha sufrido ningún mal. Si una cosa tienen buena los mayas es que tratan bien a las víctimas de sus sacrificios.
Un Ojo suspiró. De hecho, los trataban tan bien que muchos hombres y mujeres de sangre noble que pasaban por situaciones angustiosas se ofrecían voluntarios al sacrificio para poder escapar de sus tribulaciones y experimentar, al menos por unos días, el lujo y la despreocupación.
Tonina no se sentía arropada por el lujo. Aunque acudieron mujeres a arreglarle los cabellos y a masajearle el cuerpo con aceites perfumados y la vistieron con una túnica de algodón tan suave que apenas lo notaba sobre su piel, sus ojos no se apartaban de la entrada de la tienda, cerrada tan solo por una colgadura; estaba convencida de que en cualquier momento Águila Brava y Un Ojo llegarían al rescate. La iban a decapitar, una muerte ignominiosa para la gente de la isla de la Perla.
Tonina no temía a la muerte. Los isleños creían que al morir el alma abandonaba el cuerpo y durante un tiempo vagaba sin rumbo, alimentándose de mamey, hasta que milagrosamente era llevada al cielo para unirse a las otras almas. La muerte era algo bueno, no había que temerla. Lo que a Tonina le asustaba era no vivir lo bastante para cumplir la promesa que le había hecho a su abuelo.
«Les he defraudado.»
No pudo contener las lágrimas, que empezaron a deslizarse por sus mejillas, llevándose los símbolos sagrados que le habían pintado en el rostro. Ahora que se enfrentaba a la muerte, de pronto la vida cobraba sentido, era más preciosa. Habría dado lo que fuera por vivir un día más entre su gente… sumergirse una vez más en el mar, comer el estofado de Guama, sentarse a los pies de Huracán y escuchar una de sus historias.
También pensó en Kaan. No podía quitarse de la cabeza la imagen de él arrodillado en el suelo, llorando abrazado al cuerpo de Cielo de Jade. «También a él le he fallado.» Cielo de Jade le pidió que montara guardia ante su habitación una noche y había acabado en tragedia.