Nada sucede por azar. Los mayas creían profundamente que en el cosmos todo se movía de acuerdo con un designio divino, desde los movimientos de las estrellas a los movimientos intestinales de un granjero. Si algo se torcía era porque los dioses no estaban contentos. Por tanto, estudiaban el problema, buscaban una causa, una solución y hacían lo necesario para apaciguar a los dioses.
Tras largas deliberaciones entre los sacerdotes y los astrólogos, que escrutaron los cielos y estudiaron los textos antiguos, se eligió el día más propicio para el juicio en el que se determinaría el alcance del delito que Kaan había cometido contra los dioses y qué había que hacer para apaciguarlos y devolver el equilibrio al mundo.
Todos estaban asustados, desde el rey hasta el más humilde esclavo. Se había cometido un sacrilegio. ¿Qué había pasado en la casa del gran Kaan? ¿Cómo podía haber caído una suerte tan espantosa sobre un hombre al que todos admiraban? Sus partidarios aún estaban celebrando la victoria del Juego 13 cuando los dioses golpearon a su esposa y a su hijo no nacido. Primero la esposa de Balam; luego la de Kaan. Después, Kaan había hecho lo impensable. Al desquitarse contra los dioses y maldecirlos, había cuestionado sus designios. ¿Qué significado tenía aquello para la gente de Mayapán?
Kaan no habló en su defensa, no se retractó de sus blasfemias. Permaneció en silencio ante el tribunal de la plaza, mientras detrás del cordón de soldados que protegían el proceso, el populacho observaba en silencio, inquieto, y la élite de los Nueve Hermanos se lamentaba y se daba golpes en el pecho.
—Habla, hombre —le susurró Hu Imix con brusquedad.
Aunque Mayapán era una teocracia gobernada mayoritariamente por sacerdotes, también se necesitaban leyes seglares. Hu Imix estaba especializado en casos que no requerían la actuación de los dioses: herencias, divorcios, disputas de propiedad, disputas personales. Y aunque aquél era un caso de sacrilegio, se había ofrecido voluntariamente para defender a Kaan.
—Retráctate y podremos sacrificar a un prisionero en tu lugar. Los dioses se apaciguarán.
Pero Kaan guardaba silencio.
Sin embargo, cuando Hu Imix dijo que sacrificar a la joven no era suficiente, Kaan pestañeó y salió momentáneamente de su estupor.
—Ella no ha hecho nada —murmuró—. Es inocente.
Pero a nadie le importaba la chica. Aunque debía morir, sería un sacrificio insignificante, porque era de clase baja. Había que verter sangre noble.
Su Excelsa Eminencia, sentado en su trono con sus ropas más deslumbrantes, estaba disgustado. Kaan era el mejor jugador de pelota de Mayapán. Ya habían perdido al príncipe Balam…, en realidad nadie sabía dónde estaba. Y ahora Kaan. Por desgracia, el recinto donde encerraban a las víctimas para sacrificios estaba vacío. No había prisioneros de la nobleza de otras ciudades que ofrecer a los dioses. Así que Mayapán perdería a Kaan, y también partidos futuros.
—¡Habla! —susurró Hu Imix por última vez, consciente de que Su Excelsa Eminencia se vería forzado a tomar una decisión que nadie quería.
Pero el héroe de la pelota volvió a cerrarse en banda, como si ya estuviera muerto.
Se dictó sentencia y ésta fue comunicada por toda la ciudad: los blasfemos serían sacrificados a los dioses.