19

Del otro lado de la muralla norte de Mayapán se elevaba una montaña hedionda formada por los desechos que producían los muchos habitantes de la ciudad: cerámicas rotas, fruta podrida, entrañas, paños menstruales y excrementos de perro retirados de las callejas y los callejones, todas las cosas que se consideraban tabú y que no podían permanecer en el interior de una casa. La montaña se consideraba tan aciaga que, una vez cada veinte días, le prendían fuego para que el humo alejara el veneno espiritual de la ciudad.

Allí era donde el príncipe Balam, un hombre hasta entonces admirado por miles de personas, avanzaba a trompicones con una soga en las manos, buscando un sitio donde ahorcarse.

No podía quitarse aquella imagen de la cabeza. Él, fuera de su casa, viendo cómo se llevaban a su esposa y a su hija, sintiendo cientos de ojos sobre él, testigos de su vergüenza y su degradación.

Se había corrido la voz de que Balam había apostado contra su propio equipo, y eso solo podía significar que su plan era asegurarse de que perdieran. Cosa que explicaba por qué aquel día había jugado tan espantosamente mal. Su nombre se había convertido en tabú, y era el hombre más despreciado de la tierra.

De todas las formas de suicidio, el ahorcamiento era la más honorable. ¿Lo merecía? ¿O exigían los dioses que se inmolara con veneno o con una daga y condenara así a su alma al noveno nivel del infierno?

Balam se dejó caer de rodillas y lloró amargamente. Tener que ver cómo la pequeña Ziyal le tendía los brazos y gritaba: «¡Taati!». Aquel grito resonaría para siempre en su cabeza. Mientras viviera, no podría dejar de oír a su hija suplicándole que la salvara.

Y a Seis Palomas muriendo por la vara de un soldado…

Se desplomó y, mientras yacía entre el lodo y la basura, sintió que un oscuro veneno se extendía por sus venas. Cerró los ojos y en su cabeza volvió a ver el final del juego, cuando Kaan interceptó la pelota y dijo, de forma que solo Balam lo oyera: «No puedo hacerlo. Tengo que pensar en mi hijo»; entonces, con un movimiento brillante, lanzó la pelota contra el aro.

Y ahora Balam era el hombre más desgraciado del mundo.

Quería morir. Pero, conforme aquel nuevo veneno se extendía por su ser y sentía de nuevo el latido de la vida en su cuello, entre el olor de las heces, la orina, la basura, se le ocurrió que antes de que él dejara este mundo, otros debían morir.

Kaan y Cielo de Jade. Ellos tenían la culpa de todo. Y la adivina. Porque ella había dicho a Cielo de Jade que tendría un hijo varón. La culpa de que no hubieran perdido el juego era de ella.

El llanto remitió. Balam se sentó y se pasó una mano sucia por el rostro. Mientras estaba sentado entre la porquería de los demás, lo que otros habían desechado, recuperó la serenidad. Todo pensamiento abandonó su mente. Solo sentía un instinto primitivo. Odio. Sed de venganza. Cuando los hombres del consorcio vaciaron su casa, vaciaron también al hombre. Ante una multitud, el príncipe había sido despojado de su hermoso taparrabos y de su manto, de sus joyas —brazaletes, tobilleras, pendientes, ornamentos para la nariz y los labios—, incluso de sus sandalias. Y lo dejaron allí descalzo, con un taparrabos sencillo como si fuera un simple campesino, y dos colgantes que no se atrevieron a tocar porque era tabú: la pequeña bolsita con el diente de leche de Ziyal y el amuleto de jade que le habían entregado el día de su ceremonia de la virilidad, cuando pasó por el doloroso ritual de perforarse los genitales.

Pero Balam no pensaba en todo aquello. Ya no le importaba nada, lo único que quería era que los culpables pagaran por lo que le habían hecho. Lo que pasara después le traía sin cuidado, pero aquellos tres se las iban a pagar…

Cielo de Jade deseó que Kaan no hubiera vuelto a salir en busca de su amigo, no a aquellas horas, cuando ningún hombre cuerdo se aventuraría a ir solo por las calles. Estaba inquieta y necesitaba a su marido a su lado. Pero Kaan se sentía culpable y angustiado, y Cielo de Jade sabía que si lograba encontrar a su amigo, si volvían a ser como hermanos, quizá la paz regresaría a su casa.

Se desplazó por la espaciosa estancia; encendió incienso, entonó plegarias sagradas. La dama Cielo de Jade era miembro del culto al dios que regresará. Tiempo ha, Kukulcán, en honor del cual se había erigido la pirámide que dominaba la plaza principal de Mayapán, recorrió la tierra como un sabio rey y sanador. Y cuando se fue hacia el este, surcando los mares en una embarcación hecha de serpientes, prometió que volvería y traería consigo una era de paz y armonía. En aquellos momentos Cielo de Jade estaba rezando a su efigie, con la esperanza de que el incienso llevara su plegaria a los elevados oídos del emplumado y serpentino Kukulcán.

Había otros dioses en la estancia. Y también a ellos rezó y encendió incienso, aunque se interrumpía con frecuencia para escuchar, con la esperanza de oír los familiares pasos de Kaan tras el tapiz de la entrada. Pero lo único que oía era un murmullo bajo en el corredor exterior. Una voz en una conversación entre dos. Cielo de Jade había pedido a la adivina que durmiera allí. La joven había accedido, siempre y cuando le permitiera tener a su lado al joven mudo. Así que ahora los dos estaban en el exterior de su habitación… una profetisa y un joven encantado, que sin duda ahuyentarían a los espíritus del mal.

Sin embargo, por más que mantuvieran alejados a los espíritus del mal, en aquel momento un demonio de otra índole trepó por el muro de la parte de atrás de la casa y saltó al jardín.

Balam hizo una pausa, miró a su alrededor y escuchó. Luego fue con sigilo hacia la casa, agazapado como un animal, atento a cualquier sonido. Sabía que todos estarían durmiendo. Actuaría con rapidez, golpearía pechos y gargantas, degollaría a cuantos pudiera con la daga de obsidiana que había comprado con su amuleto sagrado de hombría.

Empezando por la escuchimizada de la esposa. Seguro que estaría durmiendo tranquilamente en su esterilla, con el hijo de Kaan en su vientre. Aquellos dos serían los primeros.

Sin embargo, para su sorpresa, cuando se escurrió por una puerta trasera y avanzó por el corredor, vio que había luz en los alojamientos de Cielo de Jade. Allí estaba, haciendo ofrendas a los dioses domésticos.

Cielo de Jade oyó algo y al volverse vislumbró una sombra en la pared. Estaba a punto de gritar pidiendo ayuda, cuando vio que la silueta que se movía y parpadeaba a la luz de las lámparas de aceite era la de un jorobado.

¡Sí! ¡Un hombre encorvado! ¡La profecía de la adivina se había hecho realidad!

Cielo de Jade corrió a la entrada para recibir a aquel emisario de la buena suerte mientras se preguntaba qué podría significar, aunque inmensamente feliz porque la profecía se hubiera cumplido, porque eso significaba que sí, ciertamente llevaba un hijo varón en su vientre.

Sin embargo, cuando su visitante entró en la luz, Cielo de Jade lo miró sobresaltada.

—¡Balam! —Se fijó en su aspecto descuidado, su suciedad, su pelo desgreñado—. Kaan está buscándote.

Entonces vio la daga.

Cielo de Jade retrocedió lentamente, con las manos en alto.

—Por favor —dijo.

Él se abalanzó sobre ella. La hoja de obsidiana destelló bajo la luz. Cielo de Jade abrió la boca para gritar, pero la sucia mano de Balam se la cubrió. Ella se resistió. Con los ojos llenos de miedo vio que el cuchillo se acercaba. Le dio un mordisco en la mano. Balam gruñó y el cuchillo se le cayó. Ella trató de huir, pero Balam la agarró del brazo y, mientras trataba de soltarse, la golpeó con el puño en el estómago. Cielo de Jade se encogió, llevándose las manos a la cintura, y se escabulló mientras Balam buscaba el cuchillo; entonces tropezó con una enorme urna, que cayó ruidosamente al suelo.

—¿Señora? —dijo una voz desde detrás del tapiz de la entrada.

Balam se quedó paralizado y se volvió hacia la voz. Cuando la voz volvió a hablar, salió huyendo.

Tonina apartó la colgadura y vio a Cielo de Jade encogida en el suelo. Tras decir a Águila Brava que buscara ayuda, Tonina corrió junto a la mujer y trató de socorrerla.

Cielo de Jade sentía demasiado dolor para moverse.

Y entonces Tonina vio el primer hilo de sangre.

—Ayúdame —susurró Cielo de Jade—, estoy perdiendo a mi hijo…

Balam no había abandonado la casa. Estaba escondido muy cerca, entre las sombras. Vio que Tonina pedía ayuda y luego se arrodillaba junto a Cielo de Jade y le apoyaba la cabeza en su regazo.

Cielo de Jade trataba de decir algo.

—No entiendo —dijo Tonina.

Cielo de Jade volvió a susurrar las palabras con voz tensa y entrecortada.

Tonina solo pudo reconocer una palabra, k’iinaam, que en maya significaba «agonía».

Mientras veía morir a la dama Cielo de Jade, Balam tuvo otra idea: dejar que Kaan viviera y supiera cuánto dolía perder a una esposa.

Así que Balam huyó en la noche, mientras Kaan corría hacia la estancia, delante de los criados, que lo habían encontrado ante la casa y le habían dicho que algo le pasaba a la dama Cielo de Jade.

—Habrá tropezado con la alfombra —dijo Tonina, levantando la vista con los ojos llenos de lágrimas—. Cayó sobre la urna…

Kaan cayó de rodillas, sin dar crédito a sus ojos.

Águila Brava y la servidumbre estaban en la entrada, en silencio.

Kaan la miró con ojos atormentados.

—¿Ha… ha dicho algo antes de…?

Tonina no le entendió. Miró atrás y vio con alivio que Un Ojo se estaba abriendo paso entre los criados. Cuando llegó hasta ellos, Tonina olió a alcohol, y vio restos de pinturas de mujer en su cuello y su rostro.

Kaan repitió la pregunta y el enano tradujo, esperando una respuesta.

Tonina no quería mentir, pero tampoco podía decirle la verdad. La gente de la isla de la Perla temía una muerte larga, y por eso entre ellos era costumbre ayudar al moribundo. Así se aseguraban de que fuera al paraíso, porque de lo contrario el espíritu se aturdía. Y a veces los demonios robaban sus almas.

Tampoco podía decirle que la última palabra de su esposa había sido «agonía».

—La muerte ha sido rápida —dijo Tonina en voz baja—. Cielo de Jade no ha dicho nada. No sabía que estaba muriendo.

El rostro de Kaan se crispó de dolor y un sonido ahogado brotó de su garganta.

—¡Tendría que haber estado con ella! ¡Quizá podría haberla salvado! ¡Es culpa mía!

Entonces lo supo: los dioses estaban furiosos porque había accedido a vender el juego. No importaba que en el último momento hubiera cambiado de opinión, ¡había aceptado alterar el plan divino! Ahora estaba recibiendo su castigo. Y lo peor de todo, Cielo de Jade había muerto sin confesión, y eso significaba que su alma y la de su hijo no nacido se perderían para siempre.

Kaan se puso en pie de un salto, ciego de dolor y de ira, y ante la mirada perpleja de los presentes, se puso hecho una furia y destrozó dos de los ídolos que se suponía que tenían que haber protegido a Cielo de Jade. Cuando Kaan fue a por la estatua de Kukulcán, Tonina corrió hasta él y le quitó la efigie antes de que pudiera arrojarla al suelo.

En ese momento un vecino llegó, envuelto en su capa. Era Hu Imix, un opulento hombre de leyes y buen amigo de Kaan y Cielo de Jade. El alboroto lo había despertado. Miró a su alrededor horrorizado: Cielo de Jade muerta en un charco de sangre, un enano arrodillado a su lado, las figuras destrozadas de los ídolos, Kaan y la adivina peleándose por la imagen de Kukulcán.

¿Qué había pasado allí?

La voz se corrió con rapidez entre aquel vecindario opulento; no dejaban de llegar amigos y vecinos. Todos encontraban a Kaan arrodillado junto a Cielo de Jade, meciéndola en sus brazos. Murmullos apremiantes en los corredores, Hu Imix, que envió enseguida al jefe de la servidumbre a un recado, y los guardias de la ciudad, que al poco llegaron acompañados de unos sacerdotes especiales cuya misión era proteger al pueblo del sacrilegio y la blasfemia. Cuando se preguntó a la servidumbre, éstos dijeron que Kaan y la adivina habían destrozado los dioses domésticos.

Hicieron falta cuatro hombres para arrancar el cadáver de los brazos de Kaan. Le obligaron a ponerse en pie, y no se resistió cuando le ataron las muñecas. En cambio Tonina gritó y miró con expresión suplicante a Un Ojo, que vio atónito cómo se la llevaban.

Los encerraron en una jaula de confinamiento cerca del palacio. Kaan no habló, se quedó sentado, con la mirada perdida. Tonina no entendía qué pasaba, porque nadie se lo había explicado. Fuera se formó una pequeña multitud de gente que llevaba antorchas para mantener alejados a los fantasmas y a los malos espíritus. Cuando Un Ojo oyó que iba a celebrarse un juicio, corrió de vuelta a la casa, y se encontró con un caos, porque la servidumbre temía que los castigaran también por haber servido a un blasfemo.

Mientras Águila Brava no dejaba de proferir sonidos estrangulados, Un Ojo se escabulló hasta los alojamientos de la servidumbre, donde encontró sus posesiones intactas junto a sus esterillas. Se puso a revolver en el fardo de Tonina y sacó la bolsita de perlas, las contó, y se preguntó si tendría suficiente para conseguir una audiencia en el palacio.

—Quizá el rey me escuchará —le dijo a Águila Brava—. A lo mejor podemos llegar a un acuerdo. Después de todo, soy un enano con un ojo. Su Excelsa Eminencia será un necio si no me acepta en su séquito a cambio de la libertad de Tonina. En cuanto a Kaan… ¿Qué pasa?

Se volvió hacia la entrada, y oyó que los sirvientes de la cocina hablaban muy exaltados. Un Ojo escuchó. Arqueó las cejas. Entonces sonrió.

—Puedes estar tranquilo, amigo —dijo, dándole unas palmadas en el hombro a Águila Brava—. Resulta que de pronto tengo la información más valiosa que he oído nunca. Esa información nos va a ser muy útil.

Y procedió a explicarle a Águila Brava algo totalmente asombroso.