El príncipe Balam le estaba cantando una nana a su hija, y estaba de tan buen humor que tenía ganas de reír.
Durante un día y una noche había tratado de encontrar la forma de apartar a la adivina de Cielo de Jade. Y finalmente la había encontrado. La sobornaría. Le ofrecería lo que ella pidiera con la condición de que dejara a Cielo de Jade y viviera con ellos. El solo hecho de vivir bajo el mismo techo que un príncipe ya tenía que ser incentivo suficiente, aunque seguro que pediría alguna otra cosa: jade, granos de cacao, vestidos de algodón. Y la esposa de Kaan no podría hacer nada porque no podría superar su oferta. Tras la victoria en el juego del día siguiente, Balam sería el hombre más rico de Mayapán, si no del mundo entero. Y no habría nada que no pudiera comprarle a su amada Seis Palomas… y menos una simple isleña.
La pequeña Ziyal se estaba durmiendo, y Balam estaba a punto de empezar otra canción cuando un sirviente entró en la habitación para informar que tenía una visita.
—Dile que vuelva mañana —espetó Balam. No le gustaba que le molestaran cuando estaba con su hija.
Pero cuando el sirviente le dijo el nombre del visitante, se quedó de piedra.
De pronto su buen humor desapareció.
Mientras iba hacia el mercado, Un Ojo no dejó de repasar lo que tenía que hacer: diría a los cazadores que sabía dónde estaba el chico y luego daría su precio. Ellos le pedirían que les entregara al chico. Un Ojo diría que quería el pago por adelantado y ellos responderían que «la mitad ahora y el resto cuando nos lo entregues». Y él aceptaría. Los guiaría hasta la casa de Cielo de Jade, les enseñaría dónde dormía, cogería su dinero y se iría. Pero primero tenía que engatusar a Tonina para que se fuera con él, y antes de que nadie supiera qué estaba pasando ya estarían en el camino al norte.
—¡Amigos! —exclamó cuando se acercaba al campamento.
A causa de los juegos, el mercado del exterior de la ciudad estaba más concurrido y bullicioso que de costumbre; por todas partes se oían risas y discusiones, niños que golpeaban pelotas, y se respiraba una atmósfera festiva. Pero allí estaban aquellos seis, con cara agria, con sus cuerpos a rayas negras y marrones encorvados. Eran los únicos allí que no pensaban en el juego.
—¿Tenéis un bocado que compartir con un viajero hambriento?
Y, como un enano y su buena suerte siempre eran bien recibidos, le ofrecieron un sitio junto al fuego, tortitas y maíz.
Él arrojó unas migajas al fuego para los dioses y comió con apetito, mientras los estudiaba con su ojo bueno. «Tipos nerviosos —pensó—, no les gusta estar tan lejos de su tierra. No se les ve lo relajados que se supone que está uno ante una hoguera; están alerta, inquietos, y no dejan de observar a la chusma.»
—Bueno —preguntó en tono despreocupado—, ¿qué os trae a Mayapán?
No parecían muy sociables.
—Si venís a comprar o a comerciar —dijo él, lamiéndose sus dedos gordos—, quizá yo pueda ayudaros. Conozco a muchos de los comerciantes de aquí, y me aseguraré de que no os engañan. Solo tenéis que decir mi nombre, Un Ojo, y comprobaréis que todos me tienen por el hombre más honrado de la tierra.
El cabecilla del grupo, que llevaba tres preciosas plumas de águila en el pelo, gruñó y dijo que estaban buscando a un esclavo fugado.
—Creemos que ha venido aquí en compañía de una chica.
Un Ojo encogió los hombros.
—Hay muchos chicos y chicas en Mayapán. Pero puede que los haya visto. ¿Podéis decirme cómo es?
Y cuando lo hicieron, Un Ojo dijo:
—¿Una isleña joven y alta en compañía de un joven de piel clara sin un solo tatuaje en el cuerpo? Vi a esos dos aquí mismo, acampados en el mercado, junto a la entrada principal de la ciudad.
Cuando vio que dos de los cazadores se levantaban, lanza en mano, se apresuró a añadir:
—Oh, pero ya no están ahí.
—¿Dónde están?
—Bueno, tengo que pensar. —Miró una a una aquellas caras que el fuego iluminaba. No eran hombres agradables, condenadamente poco agradables, sospechaba, y trató de decidir hasta dónde podía llegar regateando.
Pero el jefe de los cazadores suspiró.
—¿Cuánto quieres por la información?
Un Ojo sonrió. Hizo como que pensaba.
—Veinte granos de cacao.
Le dieron su pago.
Un Ojo miró los preciosos granos que tenía en la mano y, pensando en el resto de la recompensa que pensaba pedir y que le permitiría llevar una vida de mujeres y placer, miró a los cazadores con expresión sonriente y señaló por encima del hombro.
—Fueron hacia el este, hacia Tulum, en la costa. Se fueron ayer.
Nadie conocía el origen de aquel misterioso ritual, ni el significado que tenía en sus inicios. Algunos decían que los sacerdotes con capas que iban en mitad de la noche a escoltar a los jugadores al campo representaban una forma de revivir el momento en el que los guerreros llevaban ante su jefe a los prisioneros que hacían en la batalla. Otros decían que solo era una forma segura de trasladar a los jugadores populares para evitarles el acoso de los admiradores. Fueran cuales fuesen los motivos, Kaan siguió el protocolo estrictamente y se preparó, liándose unas tiras de cuero en las muñecas y los tobillos mientras rezaba a la madre luna. Cuando el jefe de la servidumbre de su casa entró y, tras hacer una profunda reverencia, anunció que tenía una visita, Kaan pareció sorprendido.
—¿Tan pronto?
Los sacerdotes nunca llegaban tan pronto.
—Es el príncipe Balam, señor.
¡Balam!
—Hazle pasar.
A Kaan le chocó el aspecto demacrado de su amigo.
—¿Qué pasa, hermano? —preguntó con ansiedad.
Balam sudaba copiosamente, a pesar del fresco de la noche, y estaba del color de un ascua apagada.
—¿Tienes alguna bebida?
Kaan pidió kaukau, pero Balam quiso algo más fuerte. Les llevaron pulque y, para sorpresa de Kaan, Balam se lo bebió de un trago. ¡La noche antes del juego más importante del año!
Balam se limpió la boca con el dorso de la mano, miró a su viejo amigo a los ojos y dijo:
—Hermano, tengo un grave problema.
Un Ojo musitaba para sus adentros mientras caminaba bajo la luz de las antorchas. Era la única alma que había por allí a aquellas horas. Iba con paso apresurado para llegar a la casa de Cielo de Jade lo antes posible, mientras la sombra achaparrada que lo acompañaba adoptaba extrañas formas contra los muros de piedra.
—¡Idiota! ¡Necio! ¿Has perdido el juicio? Estabas a un tris de convertirte en un hombre rico… Lo único que tenías que decir era «venid, os enseñaré dónde está». Y en cambio, ¿qué ha salido de tu boca? ¡Tulum!
¿Por qué había mentido a los cazadores? Ni él mismo lo entendía. Cuando llegó a las puertas de la ciudad y volvió la vista atrás, vio que ya estaban levantando el campamento. Antes de medianoche llegarían al camino del este y para el amanecer ya estarían muy lejos de Mayapán. ¿Por qué había cometido lo que solo podía calificarse como el error más estúpido de su vida?
Tonina. En los escalones del palacio. Le había puesto la mano sobre el hombro y, en vez de pedirle suerte como hacía todo el mundo, le había dicho que tuviera cuidado. Nadie se había preocupado nunca por su seguridad. Sin duda aquel pequeño acto de bondad había despertado en él sentimientos más profundos porque, cuando estaba a punto de desvelar el paradero de Águila Brava, un curioso pensamiento le pasó por la cabeza: que no deseaba de ningún modo alentar el interés de Tonina por Kaan.
Así pues, caminó apresuradamente por el estrecho sendero que discurría entre las casas calladas y oscuras, pensando que se estaba volviendo viejo y blando. Pero no todo estaba perdido. Antes de visitar el campamento de los cazadores de águilas, había acudido a uno de los muchos koxol que había cerca de la entrada a la ciudad, donde aceptaban apuestas para el juego del día siguiente. Aunque solo llevaba los pocos granos de cacao que había sacado a los cazadores, pudo apostar mucho más. Había bastado que pusiera la marca de su pulgar en un papel; al llevar un taparrabos bordado y un manto de algodón finamente hilado había podido apostar una fortuna que no tenía.
Mientras se consolaba pensando que el equipo de Mayapán ganaría y que por la noche sería de nuevo un hombre con posibles, allá delante vio una figura oscura que llamaba a la puerta de la casa de Cielo de Jade.
Un Ojo conocía el ritual y sabía que los sacerdotes iban a buscar a los jugadores antes de los juegos. Pero era demasiado temprano, y aquel hombre iba solo. Cuando vio que era el príncipe Balam, se ocultó en las sombras y esperó hasta que le abrieron la puerta y entró. Luego Un Ojo llamó y entró también; se deslizó por el jardín con un paso ligero y diestro que solo se consigue después de años espiando a la gente. En lugar de ir a los alojamientos de la servidumbre, fue sigilosamente por los corredores que había memorizado, hasta que oyó voces y vio una luz ante él. El príncipe Balam estaba en la estancia privada de Kaan, y hablaban.
Un Ojo se acercó con sigilo y, tras asegurarse de que no había sirvientes cerca, se apostó tras el tapiz de la entrada, para poder ver y oír.
Balam se había quitado la capa y Un Ojo vio que, sobre el cinto, llevaba el emblema de jade de Uxmal, que le identificaba como príncipe del linaje real de esa ciudad y descendiente directo de Hun Uitzil Chac Tutul Xiu, fundador de la gran ciudad de Uxmal. Todos sabían que Balam había sido entregado a la corte de Mayapán en un intercambio tradicional de príncipes para asegurar la paz entre los dos reinos. En el palacio de Mayapán residían también los hijos e hijas de la realeza de ciudades menos importantes, del mismo modo que los príncipes y princesas de Mayapán habían sido enviados a las casas de otros dignatarios para que se criaran allí. Esta antigua práctica ayudaba a mantener la estabilidad política en la región.
Pero ¿por qué llevaba el príncipe su emblema oficial cuando normalmente se reservaba para ocasiones de importancia?, pensó Un Ojo.
Oyó que Balam gritaba:
—¡El desastre ha caído sobre mí, hermano! Soy hombre muerto.
Un Ojo, pensando en los posibles beneficios, escuchó con atención, tratando de retener cada palabra y cada gesto en su cabeza.
—Cálmate —dijo Kaan—. ¿Se trata de Seis Palomas? ¿Tu hija…?
—¡Todos! —Balam se retorció las manos y dijo en voz más baja—: Estoy muy endeudado, hermano.
A Kaan no le sorprendió. Todos los hombres apostaban, era una afición que compartían mayas y chichimecas, e incluso los isleños. Sin embargo, en el caso de Balam, el pasatiempo de las apuestas estaba tan enraizado que a veces le consumía. En aquel momento supo lo peligrosamente lejos que había llegado en su afán por jugar.
La mayoría de los hombres que acudían a los koxol debían mostrar lo que apostaban, como joyas de jade, o pruebas de alguna propiedad. Pero Balam era un príncipe, y por eso los koxol aceptaban su palabra. Por desgracia, esto permitía que apostara más allá de sus posibilidades.
—Kaan, ¿te acuerdas del año pasado, cuando Seis Palomas y yo llevamos a Ziyal a visitar a mis padres en Uxmal? ¿Recuerdas que cuando volvimos a casa descubrimos que habían entrado a robar y se habían llevado nuestras posesiones más valiosas?
Kaan esperó mientras Balam bebía y se limpiaba la boca con el dorso de la mano.
—Esas posesiones ya habían volado antes de que nos fuéramos —dijo con aire desdichado—. Las utilicé para pagar deudas de juego. Seis Palomas no sabe que aposté sus pendientes favoritos de jade en una pelea de perros. Por esa razón la llevé a Uxmal, para que pareciera que había sido un robo.
Kaan se asustó. Siempre había pensado que Balam controlaba la situación. Desde luego, lo había ocultado muy bien, a su mujer, a sus compañeros de equipo, a su mejor amigo.
—Te he mentido, hermano. He mentido a todo el mundo. A mi propia madre. Me regaló una copa de oro con incrustaciones del jade más puro. Y la perdí en una apuesta.
El tono de Balam se volvió muy serio.
—No todo ha sido mala suerte. A veces también he ganado. ¡Por eso es todo tan desconcertante! Volvía a mi casa con increíbles riquezas, que escondía para darle una sorpresa a Seis Palomas, pero ella no llegaba a verlas porque un día después ya las había perdido. Hermano, parece que no soy capaz de retener la buena suerte. Cuanto más me endeudo, más juego tratando de ganar lo bastante para cubrir las deudas. Durante un tiempo pude mantener cierto equilibrio, pero ahora…
—¿Cómo de mala es la situación? —preguntó Kaan.
Balam tragó con dificultad.
—Lo he perdido todo… mis tierras, mis riquezas… y más.
—Madre luna —susurró Kaan.
Los ojos de Balam se llenaron de lágrimas.
—Seis Palomas es insaciable. La amo. No puedo negarle nada.
Kaan pensó en lo distintas que eran sus mujeres: Cielo de Jade como un gorrioncillo, Seis Palomas como un enorme pavo.
—Quería un huerto de aguacates. Así que hice una apuesta con un hombre de Yaxchilán. Perdí. Volvimos a apostar. Y volví a perder. Él sacó un pedazo de papel y puse mi marca. Así que acudí a otro hombre para cubrir la deuda. Se me escapó de las manos… Cuando la gente con la que había apostado me exigía que pagara, solo podía hacerlo pidiendo prestado o apostando con otros.
Kaan sintió el impulso de decirle que cogiera todo lo que poseía y, de haber sucedido aquello unos días antes, sin duda lo hubiera hecho. Pero ahora Cielo de Jade estaba encinta. Tenía que pensar en su hijo.
—¿Qué me dices de tu familia, en Uxmal? —preguntó.
Según era costumbre entre los mayas, en momentos de necesidad, lo normal era que los familiares acudieran en tu ayuda.
—Los arruinaría —contestó él, apesadumbrado.
—¿Tan grande es la deuda? —preguntó Kaan, perplejo, y su amigo agachó la cabeza.
Kaan esperó. Intuía que aquélla no era la razón por la que Balam había ido a verle en aquella hora sagrada en la que los dos tendrían que haber estado preparándose para el juego del día siguiente. Las deudas podrían haber esperado. Pero había algo que no podía esperar.
Finalmente, Balam dijo:
—Acabo de recibir una visita. El representante de un consorcio de hombres ricos que quieren hacerse más ricos. Ese hombre ha comprado todas mis deudas, tiene todos los pedazos de papel en los que puse mi huella, por toda la ciudad, con diferentes personas… todos los tenía él.
—¿Cómo…?
—Es un grupo muy poderoso. Y dicen que sus riquezas son mayores que las de todos los reyes juntos. Han comprado mis deudas, Kaan. Todas mis deudas.
Kaan frunció el ceño.
—¿Y por qué han hecho eso?
Balam lo miró con ojos atormentados.
—¿No lo imaginas?
Kaan meneó la cabeza.
—Ellos… —Balam se pasó la lengua por los labios. Sus ojos recorrieron la habitación. Tragó saliva tratando de reunir valor, y luego dijo con voz ahogada—: Quieren asegurarse de que perdemos el partido de mañana.
Se hizo el silencio. Diferentes sonidos llegaban a través de la ventana: un hombre y una mujer que discutían varias casas más abajo, un búho desde un tejado, los pasos tambaleantes de un borracho. Un Ojo, que seguía allí, oía su corazón latiéndole en los oídos.
—No lo entiendo —dijo finalmente Kaan, aunque en el fondo sí lo entendía.
—Si me aseguro de que perdemos mañana, habré saldado todas mis deudas.
—¿Van a apostar contra nosotros?
—Así de sencillo. Han apostado mucho a que Chacmultún ganará.
—Pero ¿por qué no limitarse a apostar por nosotros?
—La victoria nunca puede garantizarse, en cambio una derrota sí.
Kaan se estaba poniendo malo.
—Balam, no me pidas esto. Que perdamos o ganemos es algo que está en manos de los dioses. Forma parte del Gran Designio.
—Pero los dos sabemos que podemos cambiar ese designio. Nada es tan inamovible como para que un hombre no pueda cambiarlo.
—¡Pero cambiar el resultado de un juego es un sacrilegio!
—¿Y crees que no lo sé? —exclamó Balam—. Pero si no lo hago esos hombres me exigirán que pague. No tengo con qué pagar; se llevarán a mi esposa y a mi hija y las venderán como esclavas. Me despojarán de mis tierras y de mis riquezas. Seré expulsado del equipo y no podré volver a jugar. Mis amigos me rechazarán. Mi familia (mis padres, mi tío, el rey de Uxmal) me repudiará, y esperarán que salve mi honor ahorcándome.
Kaan notó que se le secaba la garganta.
—Balam, juramos con sangre que viviríamos según un código de honor. Juramos ante la madre luna que no mentiríamos, robaríamos o estafaríamos. Sin honor no somos nada.
—Pero si no perdemos ese partido, yo no seré nada.
Kaan se puso a andar arriba y abajo. Se detuvo y se dio la vuelta.
—Puedo vender mis huertos. Acabo de comprar una casa cerca de la costa.
Pero Balam meneaba la cabeza.
—Si Su Excelsa Eminencia y mi tío el rey de Uxmal unieran todas sus riquezas, no sería bastante. Solo tengo una salida. —Balam extendió las manos—. Perder el juego.
Cuando vio que Kaan lo miraba horrorizado, se apresuró a añadir:
—Los dioses verán en tu corazón. Entenderán que lo haces para ayudar a un hermano. Que tus actos son desinteresados. No serás castigado, al contrario, tendrás su bendición.
El príncipe empezó a sollozar.
—Perdóname por venir con este problema a tu puerta. Necesito desesperadamente que me ayudes. Recuerdo otros tiempos, cuando yo acudí en tu ayuda sin necesidad de que lo pidieras.
Kaan cerró los ojos, porque el recuerdo hizo que se le llenaran de lágrimas. Él era un niño y vivía con su madre en las cocinas del palacio, solo y sin amigos, porque era un chichimeca en una ciudad maya. Un grupo de niños lo acorralaron en una calleja, pero un joven príncipe acudió en su ayuda, se hizo su amigo y, con el tiempo, se aseguró de que lo admitían en la famosa escuela para jugadores de pelota.
—Hermano, si hago esto —dijo Balam—, todas mis deudas estarán saldadas. Seré un hombre nuevo. Nunca volveré a apostar. Lo juro por la vida de mi hija.
—Promesas, siempre promesas —dijo Kaan con voz tensa.
—¡Nunca había estado tan cerca de perder a mi familia! Quizá el susto me ayude a reaccionar, hermano. Por el bien de Ziyal, he de convertirme en un hombre nuevo. Renegaré de las apuestas.
Balam llevaba el primer diente de leche de Ziyal en una bolsita colgada del cuello, y se lo mostró a Kaan.
—Lo prometo por este poderoso talismán. Cuando mi hija lloraba de dolor porque le estaba saliendo su primer diente, yo la cogía en brazos. Y cuando vino corriendo para enseñarme con orgullo que se había arrancado valientemente el diente suelto para dejar sitio a los nuevos, hice una fiesta en su honor. Este diente me recuerda su sonrisa, y el gran amor que siento por ella. También tiene un gran poder. Es el talismán más poderoso que tengo. Hermano, sé que estoy poseído por un espíritu del mal. Pero si mañana hago lo que me piden esos hombres, el espíritu maligno quedará exorcizado. Estoy seguro. ¡Por favor!
Balam lloró abiertamente contra el hombro de Kaan. Desde su escondite, del otro lado del tapiz de la entrada, Un Ojo vio perfectamente la expresión de Kaan. Su rostro estaba crispado, pálido, los labios apretados en una fina línea.
—No puedo dejar que semejante desastre caiga sobre mi hermano. —Su voz era tensa pero firme cuando añadió—: Que los dioses se apiaden de nosotros.
Un Ojo retrocedió lentamente, perplejo. Caminó a ciegas por la casa, hasta los alojamientos para la servidumbre, lleno de un extraño temor. Había apostado mucho en el partido del día siguiente, pensando que Mayapán ganaría. ¡Pero había apostado una fortuna que no tenía! Si perdía, no podría cubrir la apuesta; por muy enano que fuera, seguro que lo venderían como esclavo.
Tras pasar por encima de criadas, cocineras, camareros y jardineros que roncaban, Un Ojo encontró a Tonina durmiendo junto a Águila Brava. La sacudió suavemente para despertarla y le indicó que lo siguiera.
Fuera, en el jardín, bajo una luna jorobada, Un Ojo le contó lo que había oído. Tonina bostezaba y se restregaba los ojos. No acababa de entender todo aquello. En la isla de la Perla la gente hacía apuestas continuamente. ¿Cuál era el problema?
—¡En las islas es distinto! —susurró Un Ojo, y le pellizcó el brazo—. ¡Despierta! Tenemos un grave problema.
Volvió a contarle la conversación y esta vez Tonina entendió.
—¿Puedes dejar la ciudad? ¿Escapar?
Él meneó la cabeza con expresión desdichada.
—No hay escapatoria. Los hombres que aceptan importantes apuestas tienen ojos y oídos en todas las ciudades y poblados. Y la verdad sea dicha, soy un hombre con un aspecto peculiar. No hay disfraz en el mundo que pueda salvarme.
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
Un Ojo miró a Tonina. Ahí estaba otra vez, en su expresión, estaba preocupada por su bienestar. Y había dicho «podemos». Aquello también era algo nuevo en su vida. Entonces tuvo una idea.
—Hay otra forma de arreglar las cosas.
—¿Cuál?
—Debes hacer que Kaan beba de la copa profética y decirle que Mayapán ganará el juego.
—¿Y en qué ayudará eso?
—Si le dices que su equipo ganará —dijo Un Ojo con impaciencia, porque de pronto veía muy clara su salvación—, significa que los dioses lo han ordenado. Y no se atreverá a ir en contra de la voluntad de los dioses.
Tonina se mordió el labio. Había jurado no decir más mentiras. ¿La suma de las mentiras iba contra ella? ¿Impedía cada falsedad que salía de su boca que encontrara la flor?
Pero quería ayudar a Un Ojo. Y no quería que Kaan incurriera en la ira de los dioses vendiendo el juego. Además, Cielo de Jade había sido tan atenta con Águila Brava…
—Le diré la fortuna a Kaan —dijo finalmente Tonina—. Le diré que mañana ganará el juego, y así no se atreverá a forzar la derrota de los suyos.
Pero a la mañana siguiente, cuando los llamaron para mirar la fortuna, solo estaba Cielo de Jade. Kaan se había ido.