—¡Espera! —le gritó Un Ojo a Tonina, que caminaba tan deprisa que el enano tuvo que correr para seguirla por el corredor del palacio.
Ahora que finalmente había logrado entrar en la residencia real, Tonina estaba impaciente por subir al cuarto nivel donde, según el sirviente que les escoltaba, «crecen todas las flores, árboles y arbustos del mundo». No podía perder ni un momento. Pronto tendría en su poder la flor mágica y entonces podría volver a la costa, conseguiría una canoa y regresaría a casa.
En cambio, Un Ojo no tenía tantas ganas de encontrar la flor… no hasta que hubiera completado su negocio con los cazadores; rezaba para que siguieran acampados en el exterior de las murallas de la ciudad.
Su esperanza de encontrar algo que distrajera a la joven y evitar que se pusiera histérica cuando la separara de Águila Brava había recibido respuesta el día anterior, cuando al terminar el juego Kaan se había arrodillado ante Cielo de Jade en un gesto de tributo. Sí, es verdad que el enano taino solo tenía un ojo, pero habría tenido que ser ciego para no ver la mirada que cruzaron Kaan y Tonina.
Que las mujeres son seres veleidosos en todas partes es una verdad que Un Ojo había aprendido durante años de viajes a lo largo y ancho de aquellas tierras. Tonina no era una excepción. Y él sabía que su atención ya se estaba desviando. Fuera lo que fuese lo que ella sentía por Águila Brava —el enano, erróneamente, creía que le atraía sexualmente, ya que era incapaz de imaginar que una mujer sintiera amor fraternal por alguien que no fuera un hermano—, Kaan era más atractivo y cada vez acaparaba más su pensamiento. ¿Acaso no estaría naciendo una atracción incipiente en el fornido pecho de Kaan? ¿Qué era lo que, en más de una ocasión, les había llevado a mirarse? ¿Reconocían el parecido, que había entre ellos en aquella tierra de gentes bajas y regordetas, con cabezas en forma de cono y ojos bizcos? Quizá no lo sabían, pero de algún modo lo intuían. La sangre llama a la sangre.
Ahora que el germen de la atracción estaba ahí, Un Ojo sabía que sería fácil desviar las atenciones de Tonina hacia Kaan. Solo tenía que susurrarle al oído que el héroe la encontraba atractiva. Ninguna mujer podía resistirse a eso. Era el afrodisíaco más viejo del mundo. Y en este caso, ni siquiera tenía que llegar a la consumación. De hecho, Un Ojo no creía que Kaan fuera capaz de cometer adulterio. Todos conocían su rectitud. Lo único que tenía que hacer era plantar la semilla en el corazón de Tonina. Dejar que imaginara que aquello era posible. Y se olvidaría por completo de Águila Brava. Entonces, él podría venderlo a los cazadores de águilas con la conciencia tranquila.
En aquellos momentos, Águila Brava corría junto a Tonina por el corredor del palacio con expresión entusiasta y optimista. De nuevo había tenido sueños tormentosos, aunque al despertar se habían desvanecido y le habían dejado con la apremiante sensación de que su gente le necesitaba. ¿Habría alguna hierba, alguna raíz, en el jardín real que le ayudara a recuperar la memoria? Porque entonces también él podría regresar a casa. Cuando Un Ojo volvió a llamarles para que esperaran, Águila Brava levantó al hombrecillo en el aire, se lo subió a los hombros y siguió andando.
Más escaleras, más corredores —y él tenía que agachar la cabeza para pasar bajo vigas y dinteles—, hasta que finalmente pasaron bajo una arcada y salieron a un espacio abierto.
El jardín real era enorme, e iba desde la pared interior del edificio hasta el borde de la terraza. Los tres se detuvieron… era como estar en un bosque suspendido en el aire. Un seto bajo era lo único que los separaba de la abarrotada plaza de abajo. A Tonina le resultaba aterrador, y también a Un Ojo, que se quedó helado bajo el infinito cielo azul.
En cambio a Águila Brava le encantó correr por el inseguro borde, con la cabeza hacia atrás y los brazos extendidos como si esperara que una corriente de aire se lo llevara.
Finalmente Tonina reunió valor para andar entre las hileras de arbustos, flores, matorrales, enredaderas, preguntándose cuál sería el nombre de cada una. No quería tener que depender de Un Ojo para saber lo que le decían. La noche anterior, antes de dormirse, había repetido en su cabeza las palabras mayas que había aprendido ese día: equipo, pelota, muerto, victoria, jorobado… y muchas otras; trataba de conservarlas en su memoria y ampliar su vocabulario.
Se detuvo bajo un cenador del que colgaban unos frutos silvestres ya maduros y contempló la ciudad, los miles de techados, jardines y estrechas callejas, las pirámides templo, y se imaginó el bosque y el camino blanco que llevaba al mar. Sintió que el pecho le dolía. El océano la llamaba.
Renunciando a aquella búsqueda dolorosa e inútil de un pedacito de mar, muy cerca, envuelto en la bruma, Tonina vio el elevado muro que rodeaba la casa de Cielo de Jade. Y la imagen de Kaan se materializó en su mente, tan real como la vida misma, con aquel cuerpo musculoso y cubierto de cicatrices.
Aquel mismo día, al salir hacia el palacio, Tonina le había visto entrar en la caseta para los baños de vapor que tenían en la parte posterior de la casa. Ahora estaría allí, Tonina lo sabía, rezando, meditando en preparación para el juego final del día siguiente.
Tonina nunca había sentido tanta curiosidad por otra persona. No podía dejar de pensar en él. Kaan era tan fuerte, tan poderoso, tan seguro de sí mismo… También era orgulloso, y era hombre de honor… o eso decían todos. Sin embargo, ¿cómo podía ser un hombre tan honorable en el campo de juego y tan irrespetuoso con su madre?
Tonina se obligó a concentrarse en el jardín. Pronto se iría de Mayapán, así que nunca sabría la respuesta. Con esta idea, había llevado consigo su fardo de viaje, con todo lo que poseía en el interior. Si encontraba la flor roja, partiría directamente hacia la costa, y luego hacia su hogar. Si no, seguiría camino hacia Quatemalán para buscarla allí. Pasara lo que pasase, cuando saliera de aquel jardín, no volvería a la casa de Cielo de Jade, donde en aquellos momentos Kaan, tan guapo, tan fuerte, estaría en comunión con sus dioses.
Una nueva victoria, pensó Kaan solemnemente mientras aspiraba el aire húmedo del baño de vapor. ¿Por qué no estaba exultante? La victoria del día anterior sobre el equipo de Tulum le había reportado nuevos honores y elogios, y sin embargo se sentía extrañamente taciturno.
Era por el futuro. Por primera vez en su vida pensaba en el camino desconocido que tenía ante él. ¿Cuántas victorias le esperaban aún? ¿Cuántos años de juego? Tenía veintisiete años. La mayoría no jugaba después de los treinta. Sus cuerpos no podían seguir aguantando el esfuerzo, los reflejos eran más lentos y al público siempre le gustaba aclamar a nuevos jugadores.
Nuevos jugadores, pensó con un suspiro vacilante. Jóvenes, salvajes, arrogantes. Él también lo fue en su día. En cuanto entraban en el campo de juego, buscaban a los héroes e iban a por ellos, más pendientes de derribarlos que del juego en sí. A la gente le encantaba. Al día siguiente, en el equipo de Chacmultún habría un nuevo jugador…
¿Sería mañana el día en el que quedaría tan destrozado que no podría seguir jugando? ¿Moriría? Yaxik de Tulum… la forma como la pelota le había golpeado en la cara y lo había matado. «¿Me pasará a mí mañana?»
Kaan sintió que se le cerraba la garganta. Se pasó las manos por el rostro sudoroso y se tragó el miedo. Sin embargo, no era miedo a la muerte lo que sentía en aquellos momentos, en la intimidad del baño de sudor, solo, desnudo.
El día anterior había jugado bien, o eso le pareció al público. Pero él conocía la verdad: sus reflejos habían sido un poco más lentos, no se había concentrado en la pelota como debía. ¿Por qué?
Distracciones. Primero, su madre, que se presentó en su jardín, y también la vio entre los espectadores. Por un instante aquello le desorientó. ¿Qué hacía allí si le había prometido que nunca asistiría a los juegos? Y luego estaba la chica de las islas, sentada junto a Cielo de Jade. Durante el juego, hubo un momento en el que Kaan sintió que jugaba para ella tanto como para su mujer. ¿Por qué? Su mente jamás había estado tan llena de dudas, tan atribulada. ¿Era porque estaba a punto de ser padre? ¿O había otras fuerzas en juego?
Tras echar más agua sobre las piedras calientes, dejó que sus pulmones se llenaran de vapor revigorizante. Entonces volvió a estremecerse.
A pesar de la humedad del aire, tenía la boca seca. No pasaba un día sin que temiera que alguien descubriera su oscuro secreto. Kaan sabía lo que todos veían cuando le miraban: un hombre lleno de confianza y con una fe inquebrantable en sí mismo. Lo que nadie sabía (ni siquiera Balam, o su esposa, o su madre) era que el gran Kaan, el más famoso jugador de pelota de la península, tenía miedo al fracaso.
—No debes fallar —le había dicho su madre cuando era niño, y aquellas palabras se habían convertido en su credo personal. Si perdía todos lo verían como una señal de su debilidad, de su inferioridad, y demostraría que a pesar de sus esfuerzos por parecerse a los mayas, el gran Kaan nunca sería más que un insignificante chichimeca.
Cada día luchaba por superar sus orígenes, por demostrar que estaba a la altura de sus compañeros mayas del equipo. Y era por esa razón por lo que había rechazado el honor de convertirse en capitán del equipo. ¿Y si aceptaba y fallaba? ¡Caer desde tan arriba! La chusma era veleidosa. Podían aclamar a un héroe un día y vilipendiarlo al siguiente.
Cada vez que entraba en el juego de pelota se preguntaba si ése sería el día en el que caería a la vista de todos. El día en el que lo escarnecerían. Por eso necesitaba estar centrado, sin las distracciones que últimamente fustigaban su pensamiento. Sobre todo la adivina, con la noticia del embarazo de Cielo de Jade.
¿Por qué habían llevado los dioses a aquella joven isleña a su vida en aquel momento justamente, cuando el juego era lo más importante? Ahora no podía quitársela de la cabeza; era como una polilla molesta que le distraía, le debilitaba, le convertía en una presa fácil del fracaso y la muerte.
Mientras vertía una vez más agua sobre las piedras calientes, entonando plegarias a la madre luna, la diosa patrona de los juegos de pelota, Kaan se preguntó si habría alguna forma de deshacerse de ella.
El sirviente anunció la llegada de la h’meen, y Tonina, Águila Brava y Un Ojo observaron a la destacable persona que salió a la soleada terraza. Era una mujer diminuta, bajita, de pelo blanco, con unas curiosas facciones, y que parecía más vieja que el tiempo.
—La bendición de los dioses sea contigo y con los tuyos —dijo con suavidad.
Aquella vieja chamán no sería mucho más alta que Un Ojo, y vestía una larga túnica blanca que la identificaba como sanadora y sabia, pues eso es lo que h’meen significaba en el idioma de los mayas.
—Doy la bienvenida a los amigos de la dama Cielo de Jade —dijo—. ¿En qué puedo ayudaros?
A través de Un Ojo, Tonina le habló de la flor roja y trató de describirle su forma con las manos.
—¡Sí, tenemos esa flor! —dijo la h’meen, y guió a una esperanzada Tonina hacia un arbusto de flores rojas.
Pero cuando Tonina vio la familiar forma de pinza de bogavante, se dio cuenta de que se trataba de la flor del platanillo, que también crecía en las islas.
—La flor que busco es más… —Miró a su alrededor. Vio las zinias rojas en flor y dijo—: Como éstas, pero cabeza abajo.
Los ojos brillantes y redondos de la mujer, arropados por múltiples arrugas, parecieron sumirse en algún pensamiento.
—Un momento, por favor. —Al poco regresó con un objeto envuelto en los brazos y un perrito regordete jugueteando a sus pies—. Es Poki. Mi compañero. Y es un compañero muy querido.
Se inclinó para dar unas palmaditas a aquel animal gordito y sin pelo y a cambio recibió un lametón agradecido.
A continuación abrió la tela y dejó a la vista algo que Tonina jamás había visto, pero que a Un Ojo no le sorprendió en absoluto. Se llamaba libro, le dijo, y le explicó a Tonina para qué servía.
La h’meen, que les dijo que se dirigieran a ella con ese nombre, esperó pacientemente mientras Tonina escuchaba las explicaciones de Un Ojo acerca del papel, la escritura, los libros de registros. Cuando Un Ojo terminó, la h’meen desplegó las hojas y Tonina vio los dibujos que contenía.
Había listas de árboles, hierbas, arbustos, raíces, hojas y flores, cada una con un comentario sobre sus propiedades, sus poderes medicinales y el lugar donde se encontraba. Tonina miraba los glifos inquieta, tratando de reconocer su flor en alguno. Pero aquellos símbolos no se parecían a flores ni a árboles, solo los «representaban», según le explicó la h’meen. Uno a uno, los cuadrados plegados de papel iban pasando, pero no había ninguna flor que se pareciera a la que Tonina había descrito.
—Lo siento —dijo la h’meen con humildad—. Todo lo que crece en este jardín está en este libro. Y no reconozco la flor de la que hablas. Rezaré para que los dioses te guíen hasta ella.
Tonina dejó escapar un suspiro de decepción.
—¿Puedes ayudar a mi amigo? —preguntó entonces—. Se dio un golpe en la cabeza y ahora no puede ni hablar ni recordar.
Aquella mujer diminuta, con la frente alta y estrecha y el mentón afilado, miró con gesto pensativo al joven. Meneó la cabeza.
—Los recuerdos vienen de los dioses. Son ellos quienes se los han quitado. En cuanto al habla, ésta viene del alma, no de la medicina. De nuevo, lo siento.
Tonina dejó caer los hombros. Ella y Águila Brava tenían un largo viaje por delante, a la costa de Quatemalán.
—Gracias por tu ayuda, buena madre —le dijo, dirigiéndose a ella con la fórmula de respeto de las islas.
La h’meen la miró.
—¡Oh, lo siento! —Rió—. Siempre me olvido. No soy madre, no soy lo bastante mayor para ser madre. —Y, cuando vio que Tonina la miraba con expresión desconcertada, dijo—: ¡Solo tengo catorce años!
Kaan vertió agua sobre las piedras calientes y aspiró el vapor, mientras su pensamiento seguía la misma senda atribulada.
Pensó en la apuesta supuestamente amistosa que Balam había propuesto antes del juego del día anterior. «Si yo marco el tanto de la victoria, la adivina vendrá a vivir con nosotros.»
Él se había reído. «La victoria será mía, hermano», había dicho. Aunque no tenía intención de cumplir con la apuesta si Balam ganaba. Quería conservar a la adivina por la misma razón por la que Balam la quería: para complacer a su esposa.
Cielo de Jade…
Hubo un tiempo en el que lo único que le importaba era el juego de pelota, en el que no tenía otros intereses ni preocupaciones. El juego era su vida, su futuro. Entonces conoció a Cielo de Jade y se casaron. Él esperaba que al final de su primer año juntos ya tendría un hijo, que tendría responsabilidades fuera del campo de juego, y un futuro. Pero Cielo de Jade tuvo problemas para concebir, y luego sufrió un aborto. Las comadronas le advirtieron que, debido a su fragilidad, quizá no podría volver a concebir. Y Kaan pensó qué pasaría con su vida cuando fuera demasiado viejo para seguir jugando.
Pero ahora Cielo de Jade estaba preñada… ¡y le daría un hijo varón!
Cogió un puñado de hojas de laurel de una canasta y se restregó con ellas los brazos y el torso, con lo que el aire se llenó de un intenso aroma. Se suponía que tenía que rezar. Pero su pensamiento estaba en asuntos completamente terrenales.
La noche anterior, mientras Cielo de Jade yacía en sus brazos y le susurraba sus esperanzas y sus sueños, Kaan había sentido un fuerte instinto protector. Durante la celebración, Cielo de Jade se había alterado demasiado, pensó, cuando la adivina le habló de la visita de un jorobado. Necesitaba reposar, estar tranquila. Estaban pasando demasiadas cosas para su naturaleza delicada. Y no confiaba en la mujer de Balam. Había visto cómo miró a su mujer en la Gran Sala, cuando la adivina dio la noticia de su embarazo. Y luego estaba la apuesta de Balam. Kaan sabía que Seis Palomas no descansaría hasta que consiguiera arrebatarles a la adivina.
Recordó una casa cerca de la costa. El propietario había enviudado recientemente y estaba deseando venderla. La casa tenía huerto y campos frutales. Llenaría el patio de pavos y perros. Sí, un entorno sereno, aire puro. Allí Cielo de Jade tendría un embarazo tranquilo, sin vecinos, y no tendrían por qué mantener el contacto con la ciudad. No le diría a nadie dónde estaban, ni siquiera a Balam. Vivirían allí hasta que su hijo cumpliera los cinco años.
Y sobre todo, no habría peligro de que Balam encontrara una forma de robarles a la adivina. Además, de paso sacaría a Tonina de su vida y de su pensamiento, porque él solo visitaría la casa muy de tarde en tarde.
El vapor empezó a disiparse, por lo que la pequeña caseta de piedra comenzó a enfriarse. Kaan cerró los ojos y aspiró la fragancia de las hojas de laurel. No le gustaba que aquella isleña viviera con ellos en su casa, aunque no habría sabido decir por qué. Era discreta y reservada. Pero le aterraba encontrarse con ella por algún corredor. La forma como lo miró al final del juego, cuando él colocó la pelota a los pies de Cielo de Jade. Kaan levantó la vista y vio que le miraba con aquella expresión arrobada en el rostro. Por un instante se quedó traspuesto y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada.
¿Sería hechicera además de adivina? ¿Tenía el poder de embrujar a la gente además de adivinar el futuro? No importaba. Lo único que importaba era que Cielo de Jade la quería a su lado. Así pues, tras el partido del día siguiente, trasladaría a toda su servidumbre, incluida la adivina, a su casa secreta en la costa.
—Tengo catorce años —decía en ese momento la h’meen—. Y pronto moriré.
Mientras Poki, el perro chico y regordete, andaba husmeando entre el sinfín de tiestos y maceteros del jardín, la h’meen les contó su historia. La h’meen anterior la había tomado de aprendiza cuando era muy niña. La mujer sufrió una herida y no le quedaba mucho tiempo de vida, y por eso le hizo tomar una planta que agudizó su intelecto y le dio la capacidad de aprender y memorizar de un adulto. El único problema fue que también hizo envejecer su cuerpo de forma acelerada.
Al escuchar aquella tragedia, Tonina se quedó sin habla.
—La flor que busco —dijo de pronto— tiene un gran poder. Dicen que cura todos los males. Quizá también pueda ayudarte.
—¿Dónde crece?
—En Quatemalán.
La h’meen suspiró.
—Eso está muy lejos, y yo nunca he salido de las murallas de esta ciudad. —Sonrió, y al hacerlo enseñó unos dientes jóvenes y blancos que contrastaban fuertemente con su rostro ajado. Mientras les explicaba cómo era su vida protegida en el palacio, Tonina se dio cuenta de que entendía algunas cosas antes de que Un Ojo tradujera.
—Ka x’ik teech utsil —dijo la mujer niña cuando ya se iban, que significaba «Buena suerte».
Y Tonina, sin pensar, le contestó:
—Béey xan teech —que es como los mayas decían «a ti también».
Un Ojo estaba impresionado. Desde luego, la chica aprendía deprisa. ¡Formarían un equipo extraordinario! Podía enseñarle sus trucos, los timos, y juntos se harían ricos.
—No vamos a volver a la casa —le dijo Tonina cuando estuvieron de nuevo en la plaza—. Dejaremos la ciudad ahora. Gracias por todo lo que has hecho por nosotros.
Rebuscó en su fardo de viaje y sacó dos perlas. Cuando se las quiso dar, Un Ojo sintió pánico.
—Quedémonos al menos hasta haber visto el Juego 13.
—No deseo volver a decir la fortuna. No diré más mentiras. Gracias por tu ayuda. Pero hemos de encontrar el camino hacia la costa sur.
Para su sorpresa, Águila Brava se puso a menear la cabeza y a gesticular frenéticamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Tonina.
—Creo que quiere volver a la casa —dijo Un Ojo.
—¿Por qué?
Águila Brava trataba de formar las palabras, de emitir algún sonido.
—¿Crees que los cazadores están ahí fuera? —preguntó Tonina señalando en dirección a las murallas, al mercado.
Él asintió.
Un Ojo no desaprovechó la oportunidad.
—Es posible que tenga razón. Solo llevamos tres días en la ciudad. Si os han seguido hasta aquí no se darán por vencidos tan fácilmente. En la casa estaremos seguros. Tarde o temprano se rendirán, pero hasta entonces no tendríamos que salir.
—Pero es que no quiero volver a la casa —dijo Tonina sintiéndose muy desgraciada.
Tardarían varios días en llegar a la costa sur. Y después tenía que encontrar la flor. El tiempo apremiaba. Pero cuando miró a Águila Brava vio algo en sus ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué quieres volver?
Él fue incapaz de explicarse. El problema no era que no pudiera hablar, sino el caos de sus pensamientos. De haber tenido voz, no habría sabido expresarlo en palabras. Desde el día en que Tonina lo había liberado de la jaula, no había dejado de tener sueños muy intensos y reales, y cuando despertaba lo único que quedaba de ellos era la sensación de que tenía una misión importante. La casa de Cielo de Jade formaba parte de esa misión, aunque no entendía por qué.
—Águila Brava, no sé si te dejarán quedarte sin mí y yo debo partir.
Él le suplicó con sus ojos ambarinos, le oprimió los brazos, tratando de transmitirle una sensación de urgencia.
—Muy bien —dijo ella al fin—. Si te sientes seguro allí, volveremos. Pero solo unos días. Luego me iré.
—Yo tengo asuntos que resolver en el mercado —dijo Un Ojo disimulando el alivio—. Volveré a la casa por la noche.
Tonina le puso la mano en el brazo.
—Ten cuidado, porque, aunque eres un enano y todos te respetan, ahí fuera hay gente peligrosa.
Entonces se volvió con gesto reacio en dirección a la casa de Cielo de Jade donde, en aquel mismo momento, Kaan estaba diciéndole a su mujer que ella y toda la servidumbre de la casa, incluida la adivina, se trasladarían a la costa, donde vivirían en recogimiento hasta que su hijo cumpliera los cinco años.