—Me has hecho el hombre más feliz del mundo —estaba diciendo Kaan de rodillas ante su mujer—. No sé qué he hecho para merecer esta bendición.
Cielo de Jade, que estaba sentada en una banqueta, bajo el sol de la mañana, sonrió y le acarició el pelo.
—Quería darte una sorpresa.
—¡Pues vaya si me has sorprendido!
Rió, luego apoyó la cabeza en el vientre de su mujer y, tras cerrar los ojos llenos de lágrimas, se imaginó al bebé dormitando en el mar salado y templado del interior. Su hijo… un hijo maya.
Kaan el plebeyo, a quien el pueblo llamaba Magno, héroe del juego de pelota y esposo amante, solo tenía una ambición en este mundo: ver a su hijo jugar en el sagrado campo de pelota.
—Conservaremos a la joven de las islas con nosotros —dijo Cielo de Jade con decisión—. Nos dirá la fortuna cada día. Y dirigiremos nuestras vidas de acuerdo con las profecías de la taza transparente. Cuando nuestro hijo nazca y se haga un hombre, la joven le dirá la fortuna cada día y guiará sus pasos.
—La conservaremos con nosotros —musitó Kaan contra el suave tejido del vestido de su mujer—. La joven de las islas…
Pero en ese momento frunció el ceño. Por dos veces, y por motivos que no comprendía, se había quedado mirando a aquella joven que se llamaba Tonina. Supuso que sería porque era diferente. Kaan había visto a muchas isleñas. Normalmente eran bajitas, rechonchas y de piel oscura, pero aquélla era alta, y tenía la piel de color miel. Sin embargo, llevaba el rostro cubierto de símbolos blancos a la manera de las islas, y solo hablaba taino; por eso el enano tenía que traducir.
Algo perplejo —¿qué hacía pensando en aquella joven?— Kaan se puso de pie y miró con ternura a su mujer.
Habría querido llevarla a la cama y hacerle el amor. Pero no podía. Al día siguiente sería el Juego 12. Debía mantenerse puro y pasar las horas que faltaban rezando, y en ayuno. Violar las normas podía costarle a su equipo el juego. Y tenía que pensar también en la salud de Cielo de Jade. A duras penas había sobrevivido al aborto.
Kaan miró las cosas que su mujer tenía en su estancia privada, los arreos de aquella afición obsesiva que había empezado a practicar cuando perdieron a su primer hijo: plumas de todo tipo, plumas largas y rígidas del ala y la cola de los pájaros, plumas más pequeñas y flexibles, y plumón suave del pecho, de todos los colores del arco iris. Tiras de cuero y algodón, leznas para hacer agujeros y púas maguey que aún tenían fibras enganchadas.
Cielo de Jade hacía unos brazaletes de plumas exquisitos y los regalaba a sus amigas. A Kaan le maravillaba aquel talento. Miraba un montón de plumas y veía un diseño, veía belleza y armonía. Pero él sabía que aquella afición era una forma de suplir la ausencia de un hijo.
—¿Dónde está la joven? —preguntó Cielo de Jade, inquieta—. Ya tendría que haber llegado.
—Iré a ver —dijo él tras darle un beso en la mejilla.
Kaan caminó por su espaciosa casa, mientras los sirvientes barrían los suelos y aireaban las estancias, y al mirar al jardín por la ventana vio con sorpresa a una anciana que se acercaba entre los arbustos y las flores.
Kaan salió corriendo.
—¿Qué haces aquí? —gritó, y la intrusa se sobresaltó.
—Perdóname —dijo la mujer—. He oído que tu mujer está preñada. ¿Es verdad?
Kaan estaba tan perplejo por la presencia y la pregunta de la anciana —era la última persona a quien esperaba ver allí— que se quedó sin habla.
Tonina y sus compañeros habían pasado la noche en el palacio, en los alojamientos de los sirvientes, y en aquellos momentos estaban siendo escoltados a la residencia de Cielo de Jade. La mujer, según les explicó Un Ojo, había heredado la propiedad de sus padres, que eran muy ricos. Cuando se casó con Kaan, todos comentaban que ella, la aristócrata, había aportado la riqueza, la posición y la sangre al matrimonio. Kaan, el jugador de pelota, solo aportó una vena ganadora.
Una hilera de majestuosas mansiones daban a una plaza pavimentada, con altos muros cubiertos de estuco blanco y liso, con estrechas ventanas que dejaban entrar luz y aire, y guardias apostados en cada puerta con aspecto fiero y a la vez aburrido. Era una zona rica, donde los nobles y los prósperos mercaderes protegían a sus familias y vivían con opulencia. Los guiaron hasta un alto portón de madera, pintado de un intenso rojo para atraer buena suerte. Dos hombres con lanzas protegían la entrada, y abrieron las puertas dobles para dejarles pasar.
Un espacioso jardín apareció ante ellos, con una fuente que arrojaba gotitas de agua al aire de la mañana. Tonina miró con asombro. ¿Cómo era posible que el agua saliera hacia arriba? Un Ojo le estaba diciendo algo de unas canalizaciones subterráneas, pero Tonina no escuchaba. Al final del sendero que corría entre la vegetación exuberante estaba Kaan.
Vestía un colorido taparrabos decorado con jade, y un llamativo manto amarillo y naranja sujeto al cuello. Su pelo largo estaba recogido en lo que Tonina había aprendido que se llamaba «cola de jaguar», o sea, estaba sujeto casi en lo alto de la cabeza y los mechones negros caían a su espalda casi como la cola de un gato. En la isla de la Perla, los hombres y los jóvenes se cortaban el pelo en forma de «cuenco», y solo las mujeres llevaban el pelo largo.
Kaan estaba hablando con brusquedad a una anciana, que se inclinó humildemente y se retiró enseguida. Tonina se dio cuenta de que la había visto antes. Pero ¿dónde? Entonces recordó. En el mercado, dos noches atrás, cuando los dos héroes de la pelota pasaron entre la multitud. La anciana los estaba siguiendo de lejos.
Cuando Tonina señaló este hecho, Un Ojo susurró:
—Es la madre de Kaan.
—¡Su madre! Pero si viste como una sirvienta. Y ¿has visto cómo la despide…?
—Se avergüenza de ella. Trabaja en las cocinas del palacio. Cuando Kaan empezó a hacerse famoso y se casó con una noble maya, cortó la relación con ella.
Tonina estaba horrorizada.
—¿Por qué?
—No le gusta que le recuerden sus orígenes. Y no quiere que nadie se los recuerde a sus admiradores. Intenta ser tan maya como puede.
Tonina recordó que Un Ojo le había contado dos noches atrás que los padres de Kaan habían tenido que abandonar su hogar, en el lejano noroeste, a causa de la hambruna; habían viajado hasta la ciudad maya en busca de una vida mejor. ¡Y así trataba ahora a su madre!
—Siento pena por él —dijo Tonina.
—Procura que Kaan no te oiga decir eso —le advirtió Un Ojo.
En ese momento, como si les hubiera oído, Kaan se volvió a mirar a los tres extranjeros que se hallaban en su jardín. Sus ojos oscuros y enigmáticos examinaron a Águila Brava y a Un Ojo, y finalmente se detuvieron en Tonina.
Una vez más, esa mirada fija, pensó Un Ojo. ¿Qué significaba? En realidad, era la primera vez que se miraban de verdad. Las otras dos veces, se habían visto bajo la luz parpadeante de las antorchas en un mercado abarrotado y en la Gran Sala llena de humo. Ahora estaban frente a frente, a plena luz del día, y Un Ojo pensó: «La joven se siente fascinada por él y no sabe por qué».
Era evidente que Tonina no veía lo que los demás veían, que ella y Kaan compartían ciertos rasgos físicos: la misma mandíbula, claramente marcada y tan distinta de la blanda barbilla maya; la frente alta, y la nariz, con un hueso prominente que era innecesario realzar con un trozo de arcilla, como hacían los mayas. Pero Tonina no sabía cuáles eran sus rasgos. Un Ojo sabía que ni siquiera hubiera podido describir su aspecto, porque nunca se había mirado en un espejo. Por tanto, no sabía que ella y Kaan quizá eran de la misma raza.
Pero ¿lo sabía Kaan? A pesar de que muchos chichimecas del lejano noroeste viajaban hasta Mayapán —algunos incluso vivían en la ciudad—, las diferencias que había entre Tonina y Kaan por un lado y la población nativa por el otro eran, según Un Ojo, considerables. ¿Se preguntaría Kaan, al igual que él, cómo una chichimeca podía convertirse en una isleña?
Les guiaron por una casa de columnatas abiertas y espaciosas, con ventanas altas en las gruesas paredes. Tonina tuvo la impresión de que había corredores, entradas, cuartos por todas partes, y no acertaba a imaginar que dos personas ocuparan un lugar tan espacioso.
—Esperad aquí —dijo el sirviente.
Un Ojo miró a su alrededor, mientras lo asimilaba todo con su único ojo —las plantas de los tiestos, estatuas, alfombras, tapices—, analizaba, memorizaba. Estaba decidido a aprovechar al máximo su estancia en aquella casa. Tantos sirvientes, tanta información que reunir sobre el gran Kaan… No podía creerse su suerte. Llenaría su cabeza de hechos e historias sobre Kaan y su esposa, y de tantos secretos como pudiera sacar a la servidumbre; luego, buscaría quien se los comprara.
Oyeron pasos en el corredor, la colgadura de la puerta se movió a un lado y el gran jugador en persona entró.
Al verlo tan de cerca, Tonina reparó en las cicatrices y antiguas heridas que cubrían su cuerpo. Los nobles no solían tener tantas cicatrices. ¿Qué habría causado todas aquellas heridas? Él era un jugador de pelota. Aunque Tonina aún no sabía qué era eso exactamente.
A través de Un Ojo, Kaan le dijo a Tonina:
—Mi esposa no es fuerte. No digas nada que pueda preocuparla.
El pecho de Kaan se elevó y bajó en un suspiro tembloroso, como si en su interior estuvieran atrapadas fuertes emociones. O reprimidas, pensó Tonina. Kaan hablaba de una forma a la vez poderosa y contenida. No era un hombre que levantara la voz. No tenía necesidad. Su voz, por muy bajo que hablara, era potente y decía lo que quería decir.
—Dices que tendremos un hijo varón.
—Lo tendréis —dijo ella, pero sintió una opresión en el pecho, porque estaba mintiendo. No tenía ni idea de si sería varón o hembra, pero algo le decía que Kaan deseaba un hijo varón.
Kaan pareció relajarse. Por un instante, sus ojos siguieron clavados en Tonina, y a ella le pareció ver algo detrás de su mirada enigmática, como si el gran Kaan estuviera debatiéndose con algo; de repente, el héroe de la pelota se dio la vuelta y se fue.
Finalmente, los escoltaron a los alojamientos privados de Cielo de Jade, que estaba cosiendo unas pequeñas plumas rojas a una tira de lino. Ante tanto esplendor, Tonina se quedó sin habla: las paredes blancas cubiertas de coloridos tapices, plantas verdes que crecían en grandes tiestos, esterillas de junco sobre el suelo pulido… no había fuego para cocinar, ni piezas de barro, objetos colgados de la techumbre, ni redes de pesca amontonadas en un rincón, ni hamacs para tres personas. ¡Una habitación entera para que una mujer hiciera brazaletes de plumas!
—Dile a la muchacha que mirará mi destino cada mañana —dijo Cielo de Jade—, a media mañana, a mediodía, a la tarde, a la puesta de sol y al anochecer.
Cuando Un Ojo tradujo, Tonina sintió pánico. No tendría tiempo de buscar la flor roja.
—Recuérdale lo que dijiste anoche —le dijo a Un Ojo—. Que la copa profética solo actúa una vez al día, porque necesita regenerar su poder.
Cielo de Jade quería que Tonina le dijera la fortuna todo el día. Ya hacía cinco días que estaba lejos de su casa, y su ansiedad iba en aumento.
Ante la mirada de los tres, Cielo de Jade inició una tarea breve y desconcertante. Con un pincel mojado en tinta roja, dibujó un glifo en un pequeño pedazo de papel.
—¿Qué hace? —preguntó Tonina.
—Está escribiendo el nombre de una diosa. Luego arrojará el papel al fuego y, al arder, el humo llevará su mensaje al mundo de los espíritus y así la diosa sabrá que alguien solicita su atención.
Tonina, que jamás había visto papel ni conocía la escritura, observó con fascinación mientras la dama arrojaba el pedazo en un cuenco de ascuas y musitaba una oración mientras el papel se consumía. Luego hizo una señal en el aire, señalando cada uno de los puntos cardinales. Se dirigió a Un Ojo.
—Deseo saber cuándo nacerá mi hijo. En qué día exacto.
Un Ojo le tradujo a Tonina, que contestó:
—No creo que sea difícil calcularlo.
Pero él le habló de la obsesión de los mayas con el tiempo y las fechas, y de su complicado sistema de calendarios, que no se parecía a nada que Tonina pudiera conocer. La gente de las islas solo tenía dos calendarios, el solar y el lunar, de cosecha a cosecha, de luna llena a luna llena. Pero los mayas tenían otros. El calendario del ciclo de Venus, el solar y el lunar, un calendario sagrado de doscientos sesenta días, y dos calendarios de años. Hacía falta un extenso grupo de astrónomos y matemáticos para llevar la cuenta de todos los días, meses y años y saber qué dios regía cada día, cuáles eran los años propicios, qué meses eran aciagos. Había que estudiar durante décadas para poder comprender y descifrar el complejo mapa del calendario dentro del calendario. Por eso los sacerdotes estaban tan ocupados ofreciendo sus servicios.
—Las mujeres mayas —le susurró Un Ojo a Tonina— toman un brebaje para provocar el parto en un día propicio.
—¿Qué andáis cuchicheando?
—Le estoy explicando cómo contáis los mayas el tiempo, señora. La adivina no está familiarizada con vuestros calendarios.
Los mayas preparaban una bebida especial mezclando granos de cacao con vainilla, que extraían de la cápsula de la orquídea negra, aderezado con un poco de miel. Lo llamaban kaukau y se pasaban el día bebiéndolo. En aquellos momentos, mientras esperaba que Tonina interpretara lo que decía el agua, Cielo de Jade daba sorbitos ansiosamente a su chocolate.
Como a la mayoría de los suyos, a Cielo de Jade le asustaba el mundo que la rodeaba. Ésta era la razón por la que su raza estaba tan obsesionada con los calendarios, la astronomía, las matemáticas. Necesitaban comprender el cosmos para controlar sus miedos. Necesitaban vivir en un mundo ordenado; por ello hacían mapas de los cielos y predecían los movimientos de las estrellas y los planetas con una exactitud enfermiza. Cuando se producía un eclipse, se regocijaban, porque sabían de antemano que iba a pasar y eso les hacía pensar que había un orden en las cosas. También les apasionaban la adivinación y la magia. Dormían mejor cuando conocían el futuro.
Mientras Tonina agitaba el agua, le habló a Un Ojo, pero de forma que Cielo de Jade no supiera que tenían una conversación. Hablaba como si estuviera rezando una plegaria.
—¿Qué puedes decirme de la historia de esta mujer con los hijos? ¿Por qué no ha tenido ninguno hasta ahora?
—Se rumorea que el año pasado abortó en su segundo mes.
Al oír esto Tonina entendió por qué había querido ocultar a su marido el embarazo hasta haber pasado de los dos meses. Con los ojos entornados, estudió su figura menuda. La dama no llevaba un atuendo tan elaborado como la noche anterior. Vestía con una sencilla túnica de algodón, y eso le permitió evaluar su estado con mayor facilidad. Aún no se notaba la barriga, pero los pechos hacían que la tela del vestido estuviera tirante. Aún no había tenido que cambiar de ropa, lo que significaba que seguramente estaba en el tercer mes.
Comunicó esta información a Un Ojo, y él se devanó los sesos, tratando de calcular según los diferentes calendarios mayas, de recordar los dioses que regían los veinte días que formaban cada uno de los dieciocho meses de los mayas, el número que se asignaba a cada día. Llegó a la conclusión de que el bebé nacería durante el mes de lamat… pero ¿cuáles eran los días propicios? Se mordió el labio. El nueve o el trece. Aquella gente adoraba esos números. Maldiciendo a los mayas por sus estrellas, días, meses y años, le dijo a Tonina:
—Di algo y yo fingiré que traduzco.
—Por favor, elige un buen día —contestó ella en taino.
—La joven dice que tu hijo nacerá el trece del mes de lamat.
—¡Ay! —exclamó Cielo de Jade complacida, y Un Ojo suspiró con alivio.
—Eso es todo por ahora, señora. La copa profética debe descansar durante un día y una noche.
Estaba impaciente por empezar a relacionarse con la servidumbre de la casa, sobre todo con las mujeres. Luego, haría una salida al mercado del exterior de las murallas y buscaría a los cazadores de águilas.
—Esperad —dijo Cielo de Jade cuando ya se iban. Se levantó de su banqueta y, tras acercarse a Águila Brava, le miró a los ojos y dijo con suavidad—: Eres un bailarín hermoso y dotado.
Él sonrió.
Reparó en la herida de su frente.
—¿Qué te ha pasado?
—No puede hablar, señora —contestó Un Ojo.
—Y oír, ¿puede oírme?
Un Ojo estaba a punto de contestar cuando vio con sorpresa que Águila Brava asentía.
Tonina lo miró.
—¿Entiendes maya y taino?
Águila Brava volvió a asentir y para sus adentros Un Ojo pensó: «Gracias, Lokono». Aquel chico tenía que ser una sombra cambiante para adaptarse tan fácilmente a las novedades. Mentalmente triplicó el precio que pediría a los cazadores de águilas.
—Pobre chico —murmuró Cielo de Jade, tocándole la herida de la frente.
Por un momento estudió la pequeña costra, luego se volvió y estuvo escrutando todas las piezas hechas de plumas que tenía por la habitación. Tras pensar unos instantes dándose toquecitos en su mentón entrado, cogió una canasta, revolvió su contenido y extrajo una hermosa pluma azul.
—Coge esto. Póntelo sobre la frente y reza una oración a tus dioses. A su debido tiempo, la herida sanará, y tu voz también.
Con una sonrisa de agradecimiento, Águila Brava aceptó el regalo y se lo sujetó a la cintura del taparrabos.
—Ahora dejadme sola, por favor. Estoy cansada —dijo la dama, y en ese momento los sirvientes entraron apresuradamente, como si hubieran estado escuchando.
—Podemos buscar los jardines de palacio —dijo Tonina entusiasmada, mirando arriba y abajo por el corredor, tratando de decidir hacia qué lado iban.
—Hoy no —contestó Un Ojo—. Acabamos de llegar. Si de pronto la dama solicita nuestra compañía…
—No, iré al palacio ahora —repuso Tonina.
—No podrás entrar, niña tonta. Necesitamos un permiso especial, y para eso hace falta tiempo, sobornos…
—Entonces buscaré vendedores de flores dentro de la ciudad. Tiene que haber alguno.
—¡Pero no puedes salir sola!
—Águila Brava me acompañará —dijo ella, y se volvió en dirección a la entrada.
Refunfuñando, Un Ojo corrió detrás de ellos. Podían reportarle muchos beneficios. No pensaba perderlos de vista.
Los vendedores de flores del interior de las murallas tenían mayor variedad y flores más frescas que los del mercado, y sin embargo ninguno pudo proporcionarle a Tonina la flor que pedía ni supo decirle dónde encontrarla. Pero ella no se desanimó. Desde la plaza iluminada por el sol, al pie de la pirámide de Kukulcán, Tonina miró entrecerrando los ojos el reluciente edificio rojo, con numerosos niveles y escalinatas. No veía nada que se pareciera a un jardín. Pero entonces Águila Brava profirió un extraño sonido y señaló hacia arriba. Un Ojo entrecerró su ojo.
—Yo no veo nada —dijo.
Pero Tonina sí veía.
—En el cuarto nivel —exclamó entusiasmada—. Por encima de esa hilera de columnas. Veo verde. ¡Deben de ser los jardines!
Cuando echó a andar, como si pensara que podía entrar sin más y subir todas aquellas escaleras, Un Ojo la cogió de la muñeca.
—¡No puedes entrar! Los guardias te meterán en una jaula y no saldrás nunca. Espera a mañana. Pediré al gran Kaan que nos ayude —añadió, pues sabía que al día siguiente se celebraba el Juego 12 y que el palacio estaría cerrado a cal y canto. Todo el mundo iría a ver los juegos.
Para cuando regresaron a la casa, el día languidecía y en Mayapán ya habían empezado a encenderse las lámparas de aceite de coco y pescado en miles de casas. Las ventanas, cubiertas con celosías, cortinas de tela o láminas de papel encerado, resplandecían en dorados rectángulos de luz.
Después de comer judías y calabaza especiada junto con el resto de la servidumbre en el patio de la cocina, Tonina, Águila Brava y Un Ojo fueron conducidos hasta la estancia donde dormían apretujados los sirvientes de la casa. Durante la comida, el enano había estudiado a las hembras que estaban disponibles y, cuando encontró una que le gustaba, le dedicó su famoso guiño. Esa noche la tendría a su disposición. Pero primero tenía asuntos que resolver en el mercado.
Ya hacía días que la embarcación de Tonina había naufragado, que no veía el mar, y no se sentía limpia. ¿Había algún lugar donde nadar y asearse? Por los sirvientes supo que allí el agua era algo muy valioso, que había que sacarla del cenote y llevarla hasta cada casa, así que tuvo que conformarse con un baño de sudor, que consistía en arrancar la humedad de su propia piel y después frotarla con hojas perfumadas de menta y laurel.
Luego, ella y Águila Brava compartieron la misma esterilla para dormir. Tonina notó que el joven temblaba. Lo abrazó y le acarició el pelo.
—¿Qué pasa? —susurró.
Él no lo sabía. Extrañas imágenes habían invadido su pensamiento, anhelos atemorizadores y la sensación apremiante de que en algún lugar le necesitaban desesperadamente.
—No te preocupes —susurró mientras lo abrazaba—. Mañana tú y yo buscaremos el jardín del palacio. Encontraremos la flor y volveremos al mar.
Un Ojo esperó hasta que la noche se llenó con el sonido de los ronquidos y los furtivos acoplamientos sexuales. Se echó el manto al cuello y miró a sus jóvenes amigos, que dormían abrazados. Tonina aún llevaba puesto el cinturón de cauri de pureza, y por eso supo que no habían intimado. Meneó la cabeza. ¿Cómo podían dos personas dormir juntas sin sexo?
Un Ojo se escabulló por la ciudad dormida como una sombra, sobornó a los guardias de la entrada principal y salió al mercado, donde la gente dormitaba sobre esterillas, bajo toscos techados, mientras cientos de hogueras se consumían y quedaban reducidas a un humo acre. Aquí y allí se veían grupos de gente que aún estaban en pie, compartiendo tabaco y pulque. Encontró a los desconocidos en el límite de esta gran concentración de gente: eran seis, con el cuerpo pintado a rayas marrones y negras. El jefe tenía un rasgo muy peculiar: tenía el brazo derecho atrofiado, como si se le hubiera roto y no hubiera curado bien… exactamente como Tonina lo había descrito.
—¿Por qué Cielo de Jade tiene que quedarse a la chica?
El príncipe Balam estaba sentado sobre una alfombra tejida, jugando con su hija, Ziyal. Aunque pronto debía iniciar los preparativos rituales para el juego del día siguiente, no podía apartarse de la pequeña, que era su sol, su luna, sus estrellas, su vida.
—Por si no lo recuerdas —le dijo a su mujer, que ya iba por su cuarto cuenco de kaukau—, no fue la joven sino la copa quien eligió a Cielo de Jade.
Seis Palomas profirió un sonido de impaciencia y le hizo un gesto imperioso a un sirviente para que le trajera más chocolate. Cada día escuchaba los cotilleos del mercado para saber quién era el héroe más popular, su marido o Kaan. Normalmente gozaban del mismo favor entre el populacho. Pero a veces Kaan era el favorito, y para Seis Palomas era como tener una espina clavada en la garganta.
—Es tarde, esposo. La niña debe acostarse.
Balam suspiró. Nunca entendería por qué su mujer no quería con locura a aquella preciosa hija que tenían, como la quería él. Quizá entre madre e hija las cosas eran distintas. Quizá si su hijo hubiera sobrevivido, Balam vería entre la madre y el chico el mismo amor que había entre él y Ziyal.
Cogió en brazos a la pequeña, una niña regordeta a la que no le negaban nada, y la llevó a sus alojamientos privados, abrazándola, igual que había hecho el día en que nació, cuando la pusieron en sus brazos cubierta de sangre, llorando. En aquel instante, Balam había sentido una intensa fiereza y ternura, y desde entonces había querido a aquella niña más que al aire que respiraba.
La pequeña reía mientras su padre bailaba con ella en brazos por la estancia.
—Más deprisa, taati —dijo.
Cuando su hija le llamaba así Balam se sentía tan feliz que le daban ganas de llorar. Su padre había sido un hombre rígido y distante que desde el primer día le exigió que se dirigiera a él como «mi señor». Ni siquiera podía decirle taat, que era el término maya para «papá». Sin embargo, Ziyal utilizaba el diminutivo, taati, y a oídos de Balam no había música más hermosa.
Cuando volvió a su cámara privada, tras acostar a su hija, besarla docenas de veces y ayudarla con sus oraciones, Seis Palomas siguió con la misma conversación.
—Quiero que la adivina viva con nosotros.
Aún estaba indignada por el anuncio que había hecho en la Gran Sala. Cielo de Jade no solo iba a tener un hijo, sino que encima era varón.
Balam estaba de acuerdo. ¿Por qué no podía vivir aquella isleña con ellos? Después de todo, él era un príncipe. Su esposa era más rica y más importante que Cielo de Jade y, por tanto, debía tener cuanto deseaba. Balam la adoraba, justamente por lo abrumadora que era tanto físicamente como por su personalidad. Le recordaba a su madre, la gran dama Garceta, la formidable fuerza de la naturaleza que gobernaba en Uxmal (aunque nadie se hubiera atrevido a decírselo al rey de Uxmal). Seis Palomas era gorda, ávida, voraz. Y Balam la amaba.
Sabía que su mujer se mostraría implacable. Cuando se le metía una cosa en la cabeza, era como un perro con un hueso. En Mayapán todos sabían que Seis Palomas era una mujer competitiva, que siempre tenía que superar a Cielo de Jade, a quien detestaba, incluso si la propia Cielo de Jade no demostraba ningún interés y no competía realmente. ¡Y ahora, esa escuchimizada estaba preñada! No podía dejar que la superara. Ella también engendraría un hijo, un hijo que sería príncipe.
—Querido —dijo dejando a un lado su cuenco de kaukau y buscando a su esposo.
—No debo —dijo Balam reacio—. Es la noche antes de un juego importante.
Pero Seis Palomas pensó: «Es el mejor momento». Era cuando su marido se sentía más potente. Y esa noche le haría un hijo.
Aunque Balam trató de disuadirla, no pudo resistirse a la vista de sus pezones grandes y marrones.
De modo que Seis Palomas abrió las piernas y atrajo a su marido hacia sí, pensando con satisfacción: «Tendré a mi hijo y a la adivina».