12

Hacía tanto tiempo que Un Ojo no se sorprendía por nada que había acabado por pensar que era inmune… hasta que Tonina se desnudó en medio del mercado.

Antes de entrar en la ciudad, le había dicho que debía buscar una vestimenta decente: una falda hasta los tobillos y un blusón que llegara más abajo de las caderas, con mangas que le cubrieran parcialmente los brazos.

—Las mujeres mayas son discretas —le había dicho.

Entonces, la joven aceptó la ropa que él le había comprado con una de sus perlas, las dejó un momento en el suelo y, para su asombro, a plena luz del día, se quitó el sarong y la hamac que llevaba a modo de blusa. No estaba totalmente desnuda, porque llevaba un delantal bajo el sarong, pero bastó para escandalizar a los que les rodeaban e hizo que Un Ojo tuviera que contener un grito y corriera a cubrirla con su capa de repuesto.

Tonina rió. Ella estaba acostumbrada a nadar casi desnuda y salir a la playa con su captura de ostras a la vista de otras personas antes de volver a ponerse su falda de hierba; se dio cuenta de que tendría que amoldarse cuanto antes a aquella costumbre.

Un Ojo se aseguró sus dos fardos de viaje a la espalda, mientras su mente se llenaba de pensamientos perturbadores. La visión del cuerpo de Tonina le había excitado, cosa que no era tan rara, puesto que pensaba casi continuamente en las mujeres. Pero en este caso, fue sobre todo por la falta de pudor de la joven, que le recordó cómo vivía la gente en las islas, y lo mucho que hacía que él había dejado su hogar.

«Llevo demasiado tiempo entre los mayas», pensó con profunda nostalgia. Pero si su plan salía bien, podría retirarse a las islas y volver a una vida que ahora de pronto anhelaba.

El plan era bueno. Por desgracia, había un elemento que podía estropearlo: sus jóvenes acompañantes. A ellos lo único que les interesaba era encontrar la flor roja y marcharse. Tendría que dar con la forma de retrasar su marcha hasta que pudiera ponerse en contacto con los cazadores. Y antes de que la chica dejara marchar a Águila Brava. Cabía la posibilidad de que empezara a lamentarse, como había hecho cuando le robó sus perlas, y eso era algo que la conciencia de Un Ojo no podría soportar. Así que, además de buscar un lugar donde alojar a aquellos dos, necesitaba algo para desviar la atención de Tonina. Conseguir que se interesara por otra persona mientras él se llevaba a Águila Brava de su lado.

Tras una noche de sueño accidentado —a causa de sus jóvenes invitados, Un Ojo había renunciado al placer de dormir en compañía—, comieron unas tortitas calientes rellenas de judías y chiles y bebieron del agua del enano (agua por la que les cobró una perla). Ya estaban listos para intentar entrar en la ciudad. Menos mal. Desde el momento en que se habían levantado, mientras los guardias de la ciudad apagaban las antorchas y tocaban las trompetas desde lo alto de la muralla, Tonina había demostrado una curiosidad insaciable por la lengua de los mayas.

—¿Cómo le decís a esto? —le había preguntado antes de que tuviera ni tiempo de abrir su ojo bueno—. ¿Cómo le llamáis a esto otro?

Y cuando oyó a las familias que parloteaban junto a ellos, le pidió a Un Ojo que tradujera.

Era de lo más irritante. Pero al menos la chica tenía cabeza. No tenía que decirle las cosas dos veces. Y era sorprendentemente tenaz. En cuanto abrieron los puestos de flores, Tonina corrió a ver si encontraba su flor; regresó decepcionada.

—¿Cuándo podemos entrar en la ciudad? —preguntó.

Bueno, pues ahora que ya estaban preparados, ella con un atuendo apropiadamente discreto y unas pocas palabras y frases mayas en su haber, cogió a Águila Brava de la mano y echó a andar delante de Un Ojo, ¡como si fuera ella quien mandaba!

Mientras se abrían paso entre la chusma, Un Ojo estudió a Águila Brava a la luz del día. No podía creerlo, una piel tan suave e inmaculada… Y no llevaba ni un solo tatuaje. Ni una discreta perforación. La gente se burlaría de él. Todo el mundo se burlaba de los hombres sin tatuajes. Porque indicaba miedo al dolor.

Sin embargo, el chico no parecía asustado por nada. Se movía con la curiosidad de un niño pequeño, como si todo lo que viera fuese una novedad para él y despertara su interés. Un Ojo pensó que incluso su cuerpo parecía nuevo, ya que por la mañana no había visto la menor marca o cicatriz en aquella suave piel. Ningún hombre llegaba a la edad adulta sin alguna señal causada por un accidente durante la infancia.

Recordando lo que Tonina le había contado acerca del chico —que había estado encerrado en una jaula para águilas, que unos cazadores lo habían perseguido implacablemente y que había perdido la memoria y el habla—, Un Ojo tuvo un pensamiento tan sorprendente que gritó:

—¡Guay!

Tonina se volvió, pero el enano se recuperó enseguida.

—He pisado algo afilado —dijo.

Tonina siguió andando y Un Ojo consideró este nuevo pensamiento.

Águila Brava… ¿era posible que fuera cierto? ¿Podía ser una sombra cambiante?

Ajena a la idea chocante que había tenido su bajito anfitrión, Tonina sujetaba con fuerza la mano de Águila Brava. Veía cómo la gente lo miraba. Aunque a él no parecía importarle, y avanzaba con sus ojos ambarinos llenos de asombro, frunciendo de vez en cuando el ceño, como si tratara de atrapar un recuerdo esquivo. La herida de su frente se estaba curando, pero no su memoria.

Tonina también trataba de recuperar un recuerdo esquivo. La noche anterior, cuando se estaba durmiendo, se sintió preocupada por algo. Tenía que ver con el enano. Sin embargo, no lograba recordar qué era. Así que lo apartó de su mente. Del otro lado de aquellas puertas de madera había un jardín, y la posibilidad de encontrar su flor roja.

Los bruscos guardias apostados bajo la arcada de piedra registraban a todo el mundo, revolvían sus fardos, escupían al suelo y los rechazaban sin un motivo real. Pero Un Ojo logró negociar un soborno —dos de las perlas de Tonina y tres preciosos granos de cacao de los suyos—. En cuanto estuvieron dentro, dijo a sus compañeros:

—Debemos llegar enseguida a la plaza principal.

La ciudad estaba tan atestada como el mercado del exterior, aunque dentro había cierto orden. Mientras los guiaba con aquellos andares tan peculiares, Un Ojo les explicó que en la ciudad la mayoría vivían apretujados en diferentes zonas según su oficio —una zona para los que tallaban madera, una para los canteros, y así con todos—, en modestas viviendas de piedra y madera en tortuosas callejas y callejones, con jardines y muros bajos de piedra para separar las unas de las otras.

El humo de miles de hogueras de cocina llenaba el aire de la mañana. El silencio de la noche había dado paso al alboroto de los gritos de los niños, los ladridos de los perros, las conversaciones entre vecinas y el peculiar «pat pat» de una multitud de manos que convertían la pasta de maíz en tortitas para el desayuno.

—Así es como hacen que sus hijos sean más guapos —dijo Un Ojo cuando vio que Tonina se quedaba atónita ante una casa de piedra blanca. En el patio había dos mujeres cocinando, y entre ellas, sobre una manta, había un bebé, con la cabeza comprimida entre dos tablas en forma de uve, con la punta hacia arriba—. Cuando le quiten esa cosa, el bebé crecerá igual que los demás, con la cabeza inclinada y los ojos bizcos.

Excepto Kaan, se dijo Tonina, sorprendida porque pensara en el jugador de pelota. A él no le habían comprimido la cabeza.

Finalmente llegaron al final del camino, que se abría a la plaza principal entre dos elevados muros de piedra. La plaza se veía mucho más despejada, y había más espacio y, al mirar a otro lado de aquella extensión pavimentada, Tonina se llevó otra fuerte impresión.

Una pirámide se elevaba hacia el cielo azul con esplendor y majestuosidad. Era más pequeña que la del lugar que Un Ojo llamaba Chichén Itzá. Pero a diferencia de la de aquel lugar dejado y tomado por la maleza, la pirámide de Mayapán estaba recubierta de un estuco tan liso y rojo que sus muros relucían como sangre al sol. Se elevaba de manera vertiginosa en diferentes niveles y escalones y en lo alto había un templo, con humo que salía de incensarios sagrados y largos estandartes de plumas ondeando en la brisa.

A ambos lados de la plaza había templos piramidales más pequeños, con muros inclinados pintados de un intenso rojo, decorados con coloridos dibujos y frisos, con banderas que ondeaban en los postes. En el cuarto lado estaba el palacio, un deslumbrante edificio rojo con escalones, niveles y columnatas. A Tonina le daba la impresión de que los mayas estaban obsesionados con las escaleras. Con la excepción de las casas pequeñas, no parecía que se pudiera entrar en ningún edificio al nivel del suelo.

Al igual que el mercado, la plaza también era un hervidero de actividad. Pero allí la gente vestía más espléndidamente que fuera de las murallas, porque allí era donde la nobleza y los ricos trataban sus asuntos; hombres y mujeres vestidos con una magnificencia que Tonina no habría podido ni soñar, con ropas de algodón, mantos de colores luminosos, taparrabos decorados con jade y oro, tocados de mimbre con plumas y perlas, y muñecas, tobillos y orejas cargados de joyas.

Entonces Tonina reparó en algo extraño. Casi todo el mundo, ya fuera noble, guarda o vendedor de fruta, todos llevaban una tira de tela anudada a la parte superior del brazo. Y la tela era siempre verde o azul. Cuando preguntó por el significado de aquello, Un Ojo le explicó:

—Es por los juegos. La gente demuestra que está de parte de un equipo o de otro. El verde es el equipo de Mayapán, el azul es el de Tulum. Todo el mundo tiene su favorito.

—Tú no llevas la tela.

—Yo estoy con los dos —dijo él con una sonrisa.

Águila Brava, que caminaba detrás de Tonina por la plaza pavimentada, levantaba sus ojos ambarinos hacia los lugares más elevados; el templo que coronaba la pirámide, las torres que tocaban las nubes. Al darse cuenta, Un Ojo pensó que estaba buscando un águila, lo que reforzó su sospecha acerca de quién era el chico en realidad.

Los escalones de la entrada principal del palacio estaban atestados de personajes públicos que acudían para tratar asuntos de importancia con el gobierno de la ciudad, así que Un Ojo guió a sus dos nuevos amigos hacia el lateral, a un estrecho callejón limpio y empedrado que llevaba a otra escalinata tallada en el elevado muro de piedra. Allí encontraron a otros que como ellos tenían la esperanza de ser beneficiarios de la generosidad del rey, gentes ataviadas de diferentes formas, algunos de ellos con vestidos, con fardos de viaje.

—Estamos de suerte —dijo Un Ojo cuando se encontraron con una compañía de músicos con matracas, trompetas de conchas y tambores de caparazón de tortuga—. Los juegos anuales atraen a la ciudad a muchos visitantes, lo que significa que esta noche el rey tendrá a muchos más invitados de lo que es habitual. Querrán variedad. —Se volvió hacia Águila Brava—. Yo tocaré la flauta. Tú lo único que tienes que hacer es moverte al compás de la melodía. ¿Puedes hacerlo?

Águila Brava asintió. Un Ojo confiaba en que la gracia natural de aquel joven y su aspecto inusual serían entretenimiento bastante, incluso si no sabía bailar. También confiaba en su capacidad de agradar al público. Pero que la chica leyera la fortuna… Parecía condenadamente sincera, y seguramente mentiría fatal.

—Recuerda —volvió a decirle a Tonina—, si sientes la necesidad de decir la verdad, que sea una verdad agradable.

Pero vio la duda en sus ojos.

—Escucha, niña —le dijo—. No eres tú quien crea las profecías, es el agua. ¿Lo entiendes? Como ya habrás visto, el agua es algo precioso en esta tierra, porque no hay corrientes, ríos, ni lagos. Los mayas creen que el agua tiene poderes, como la sangre. Llena esa copa de agua, haz que la persona beba y luego le «lees» la fortuna en el interior.

Ante la gran arcada de la entrada, de nuevo encontraron guardias que interrogaban a los visitantes, pedían sobornos y se movían Intempestivamente. Un Ojo pagó dos granos de cacao y explicó que traían un raro y emocionante divertimento para Su Excelsa Eminencia. Cuando los guardias, pensando que Tonina era una ramera, empezaron a decirle palabras groseras, Un Ojo intervino y les informó de que era una respetada adivina. Y pensó: esto es nuevo. Nunca antes había tenido que defender el honor de una mujer.

Tuvieron que escoltarlos por un corredor interior, porque el palacio era un laberinto de escaleras, patios, cámaras, galerías y túneles, y cuando ya se acercaban al corazón de aquel inmenso complejo, oyeron música y voces. La escolta les hizo pasar a una gran sala donde los que entretendrían al rey esperaban su turno.

Como tenía por costumbre, Un Ojo evaluó con una rápida ojeada a la multitud de titiriteros, malabaristas, magos, bailarines y bufones, y cuando vio a un par de contorsionistas que preparaban su número, le dedicó un guiño sugerente a la mujer, que llevaba un curioso atuendo: una piel de cervato corta alrededor de las caderas y otra que le cubría los pechos. La mujer se ruborizó y le devolvió la sonrisa, y Un Ojo se frotó sus manos pequeñas y regordetas. Llevaba años perfeccionando aquel guiño, y nunca fallaba. Se preguntó si el compañero sería el hermano o el esposo. Nunca había compartido su esterilla con una hembra tan ágil, por lo que empezó a fantasear pensando en las delicias que podía brindarle.

—¿Ahora qué hacemos? —le susurró Tonina a Un Ojo.

—Detrás de ese tapiz —dijo en voz baja señalando un tapiz colorido que colgaba de un dintel— está la Gran Sala. El rey y sus cortesanos están celebrando un banquete y esta gente les divierte. Estamos esperando nuestro turno.

—¿Cómo llegaremos al jardín desde aquí?

—¿El jardín? ¡Oh! ¡El jardín! Bueno —se rascó una oreja—. Primero tenemos que entretenerles, y luego sabremos cuál es nuestra recompensa.

—¿Sabes dónde está el jardín?

—En una terraza —dijo él de forma imprecisa señalando hacia arriba. No sabía si de verdad había un jardín, pero si lo había, seguro que estaba encima de ellos.

El sirviente que vigilaba en la sala donde esperaban, un individuo pomposo con piezas de jade en las orejas, la nariz y los labios, miró a los recién llegados con gesto altanero y dijo:

—No sé si vuestras cosas seguirán aquí cuando acabéis la actuación.

Un Ojo, que enseguida entendió lo que quería decir, repuso:

—Protegerlos bien vale un buen grano de cacao, es un precio razonable. Pero si descubro que alguien ha tocado algo, te echaré mal de ojo.

Conforme los artistas ambulantes iban entrando en la Gran Sala, ellos tres se iban acercando a la entrada y podían ver a través de la colgadura. Tonina, que estaba de pie detrás de Un Ojo, vio a los nobles sentados en cojines de piel de jaguar, mientras un ejército de enanos, jorobados, escribas, sirvientes, hombres que abanicaban y artistas atendían sus necesidades. Todos tenían la frente hundida y los ojos bizcos de los mayas, todos llevaban enormes tocados de mimbre, plumas, conchas, algodón y jade.

La extensa sala estaba decorada con incensarios de cerámica, cabezas de estuco, máscaras de jade, figuras de terracota y grandes dinteles de piedra caliza. En las paredes había pinturas murales de vivos colores, y el humo de las pipas y los cigarros llenaba el ambiente. El gobernador de Mayapán, a quien Un Ojo había llamado Su Excelsa Eminencia, era un hombre grande y gordo ataviado únicamente con un taparrabos, con el cuerpo pintado de un brillante rojo, y un simple copete de largas plumas de quetzal a modo de tocado. Estaba sentado a la cabeza de la sala, sobre una tarima, de modo que quedaba por encima de sus invitados. Un Ojo dio a Tonina un codazo en la pierna y susurró:

—¡No le mires! Nadie puede mirar al rey.

—¿Qué hace? —susurró ella a su vez, inclinándose ligeramente para que el enano pudiera oírla.

El rey estaba mirando un objeto grande y redondo que un sirviente sujetaba ante él.

—Eso es un espejo. Su Excelsa Eminencia se mira en él continuamente.

Tonina pestañeó. El rey estaba sentado en una banqueta, que se apoyaba sobre la espalda de dos hombres que estaban a cuatro patas en el suelo.

—Los han hecho prisioneros en una batalla reciente —murmuró Un Ojo al ver su cara—. Los mayas no matan a sus enemigos. Prefieren humillarles.

Los sirvientes no dejaban de llenar las tazas con el contenido de unas jarras decorativas. Lo que bebían, explicó Un Ojo, se llamaba pulque, una mezcla embriagadora de maguey con la raíz de un arbusto que se llamaba «madera del mal». Y como, cada vez que bebían, los invitados derramaban una pequeña libación para los dioses, los esclavos tenían que limpiar continuamente el suelo.

Seductores aromas emanaban del desfile interminable de bandejas cargadas de ave y conejo asado, humeante maíz y boniatos, brillante papaya y guayaba, calabaza y panales de miel. Tonina no fue capaz de reconocer algunas de aquellas comidas. Un Ojo, limpiándose la saliva de la boca, dijo que eran tomates y aguacates.

Entonces algo llamó su atención y tuvo una brillante idea: Kaan, el jugador de pelota, estaba entre los invitados. ¿Podría ser él la distracción que estaba buscando para que Tonina apartara su atención de Águila Brava?

Un grupo de acróbatas acabó su actuación y se fue. Cuando oyeron la voz desafinada del cantante que intervino a continuación, Un Ojo susurró «¡Guay!», porque sabía lo que iba a pasar.

Una lluvia de protestas interrumpió la canción. Procedían del rey. Los guardias se acercaron rápidamente con unos grandes orinales de arcilla. El cantante indefenso cayó al suelo y se cubrió la cabeza, mientras los guardias ladeaban los orinales y derramaban la orina sobre su cuerpo.

Luego lo cogieron y lo sacaron a rastras de la sala.

—Si el artista no gusta —dijo Un Ojo—, hay un castigo. —Se pasó la lengua seca por los labios. A veces el castigo era el látigo—. Procura gustarles, Tonina.

Sus razones para esa advertencia iban más allá del deseo de evitar la humillación. Si quería que su plan —vender al joven a los cazadores de águilas— saliera bien, tenía que asegurarse de que tenían alojamiento durante unos días y podía retenerlos a su lado, y ¿qué mejor lugar que el palacio? Si su actuación gustaba al rey y a sus cortesanos, podrían quedarse para nuevas actuaciones.

Fue con este propósito por lo que, desde el otro lado del tapiz, Un Ojo escudriñó la sala buscando un posible aliado. Cuando vio a un individuo que, a juzgar por la elaborada vara que llevaba, debía de ser el responsable de la servidumbre en el palacio, sonrió.

A todo el mundo le gustaba apostar. Un Ojo no había conocido nunca a un hombre que no apostara por alguna cosa, aunque solo fuera por el tiempo que iba a hacer. Y los hombres con posibles, como sin duda sería el responsable del servicio en el palacio, apostaban por las cosas que se vendían en el mercado, por lo que eran frecuentes los juegos de compraventa con objetos o comida.

Antes de llegar a Mayapán, cuando iba de camino desde Uxmal, Un Ojo había topado con el campamento de unos caravaneros, que le dieron la bienvenida y le ofrecieron comida y bebida. A pesar de su escasa estatura, Un Ojo podía beber el doble que un hombre normal y pronto logró que al jefe de la caravana se le desatara la lengua. El cargamento que llevaban era ámbar de Chiapán, dijo el hombre fanfarroneando, donde era tan abundante que su valor había bajado. Los que se dedicaban al comercio con el ámbar esperaban sacar un mayor beneficio en las ciudades de las tierras bajas.

Y, puesto que un enano solo viaja mucho más deprisa que cien hombres con una pesada carga, Un Ojo había llegado a Mayapán unos días antes que la caravana, con una valiosa información que vender. Estaba seguro de que el jefe del servicio en palacio le recompensaría bien por la información. Si tenía ámbar que vender, debía hacerlo ahora y pedir un buen precio, antes de que llegara todo aquel ámbar a la ciudad.

Lo único que él pediría a cambio por esta valiosa información sería que los alojara en palacio unos días, a él y a sus dos acompañantes.

Ésta era la mercancía con la que Un Ojo comerciaba, una mercancía tan pequeña que no necesitaba paquetes ni porteadores, solo su cabeza. El enano taino vendía información.

El encantador de serpientes asombró al público, e inmediatamente fue conducido a una cámara exterior donde le esperaban comida y pulque sin límites. Finamente, les llegó el turno. El sirviente apartó el tapiz y Un Ojo salió con paso arrastrado, seguido por Tonina y Águila Brava.

La Gran Sala se llenó de murmullos. No tanto por la joven, sino por el enano, que siempre era bien recibido y que además solo tenía un ojo, lo que sin duda significaba que gozaba del favor de los dioses. Pero lo que más llamó la atención de todos fue el joven de piel clara y sin marcas en el cuerpo.

Tonina esperó inquieta y con la vista gacha mientras Un Ojo presentaba a su troupe con una voz muy alta. Mientras hablaba, y acaparaba la atención de los cortesanos, su agudo ojo estudiaba a los invitados, rescatando detalles, sorteando, descartando. Había visitado palacios reales en otras ciudades mayas, y las casas de ricos nobles. Pero era la primera vez que entraba en la Gran Sala de Mayapán y pensaba aprovechar aquella oportunidad al máximo.

Mientras Un Ojo desplegaba su elocuencia ante la corte, Tonina estudió discretamente la sala con los ojos entornados y vio el esplendor de la realeza y la nobleza, la abundancia de comida. Entonces vio a los dos jugadores de pelota que había visto pasar por el mercado la noche anterior.

El príncipe Balam no le interesaba. Era como todos los demás, con su piel pintada de rojo, la cabeza inclinada, la nariz deformada. Pero, a su lado, en lo que era claramente un puesto de honor, estaba Kaan, resplandeciente con el taparrabos escarlata y el manto azul cielo, y con plumas en la cabeza. Se fijó de nuevo en sus rasgos, tan distintos de los que lo rodeaban: la marcada mandíbula, la frente alta, la nariz recta. A su lado se encontraba una mujer que Tonina supuso que sería su esposa. Un Ojo la había mencionado, una maya llamada Cielo de Jade. Al igual que las otras damas de la sala, su figura menuda estaba cubierta por más ropas de las que a Tonina le parecían necesarias: un vestido con coloridos dibujos, un poncho por encima con borde de cuentas y conchas, un cinto con el mismo adorno, y más colgantes y brazaletes de los que parecía capaz de aguantar. Su pelo negro y brillante estaba recogido con un paño de colores llamativos, y los largos mechones caían como las ramas de un sauce a los lados de un rostro que ahora Tonina sabía que los mayas consideraban hermoso: nariz grande, mentón ligeramente hacia atrás, labios carnosos que apenas cubrían los prominentes dientes frontales. La frente hundida de Cielo de Jade daba paso a un cráneo alargado, que hacía que los ojos bizquearan ligeramente.

La mirada de Tonina volvió a Kaan. Sí, seguía pareciéndole atractivo. No tenía el cráneo deformado, la nariz grande era suya y su físico era más hermoso que el de sus compañeros, más rollizos.

Entonces sintió una sacudida. Aunque en un primer momento había pensado que no era importante que la humillaran, porque llevaba toda la vida aguantando que se burlaran de ella, por su aspecto, porque era una extranjera, cuando llegó el momento de su actuación se dio cuenta de que no quería que eso pasara.

No delante de él.

Entretanto, Un Ojo, que era un maestro en el arte de hacer una cosa mientras pensaba en otra, estaba halagando al rey y a los cortesanos, les llenaba los oídos de floridos cumplidos, y al mismo tiempo veía que Tonina miraba a Kaan tan fijamente como la noche anterior, en el mercado. El héroe, sin saber que le observaban, bebía y reía con sus amigos. Pero y ella… ¿qué tenía Kaan que la cautivaba de aquella forma?

Un Ojo estaba contento. A juzgar por el interés que demostraba en presencia de Kaan, seguramente no le importaría que Águila Brava desapareciera.

Los ojos de Tonina volvieron a Cielo de Jade, la mujer de Kaan desde hacía tres años aunque, según Un Ojo, aún no le había dado ningún hijo. Tonina vio que, de vez en cuando, la mujer apoyaba la mano en su vientre y sonreía con expresión satisfecha y callada. Pero en cuanto Kaan se volvía a decirle algo, retiraba enseguida la mano y miraba con expresión dócil. Tonina había visto este comportamiento otras veces e intuía cuál era la causa.

Un Ojo se apartó a un lado, cogió la flauta y dio entrada a Águila Brava. Los cortesanos ya habían visto otros bailarines, así que volvieron a sus conversaciones, a sus risas, mientras comían pavo y bebían pulque. La flauta de Un Ojo apenas se oía; tocaba una melodía sencilla de ocho notas a la que Águila Brava pronto se adaptó y siguió levantando los brazos y moviéndose con pasos elegantes.

Mientras aquel joven de piel tersa se deslizaba con elegancia y en silencio haciendo piruetas, levantándose sobre los dedos de los pies, formando un círculo con sus ágiles brazos, en la Gran Sala empezó a hacerse el silencio, hasta que llegó un momento en el que solo se oía la flauta. Todos los ojos estaban puestos en Águila Brava, hechizados por sus movimientos lentos y fluidos; más que humano parecía una fascinante criatura mitológica.

Cuando Águila Brava se detuvo colocando sus brazos esbeltos por encima de la cabeza y la música paró, la Gran Sala siguió en silencio. No se oía ni un susurro, ni un carraspeo. Los invitados parecían hipnotizados. Entonces empezaron los murmullos, gestos de aprecio con la cabeza, comentarios asombrados, y Un Ojo comprendió que debía distraer la atención de aquella gente antes de que alguien le quitara a Águila Brava.

—Divinas damas y caballeros —exclamó—, Excelsa Eminencia y Belleza de Estrella, a continuación os presento a la más extraordinaria vidente de toda la tierra.

Tras indicar con impaciencia a Águila Brava que se apartara, hizo que Tonina se adelantara y se situara ante la tarima del rey.

Al igual que los bailarines, en Mayapán había adivinas por doquier, así que una vez más la atención de la audiencia disminuyó, hasta que Tonina sacó la copa de cristal, la levantó y la volvió para que la luz resaltara sus facetas. Uno a uno, todos los cortesanos se volvieron a mirar. Un Ojo declaró que era un instrumento de los dioses.

El rey miraba el objeto con curiosidad; luego, hizo una señal a uno de sus sirvientes, que le cogió la copa a Tonina y se la entregó a otro sirviente mejor vestido, que a su vez se la entregó a otro sirviente con aspecto más imponente, que se la entregó a un noble que se la entregó al rey.

Todos observaban con expectación mientras Su Excelsa Eminencia examinaba el extraño objeto, lo levantaba, lo volvía, le daba toquecitos y, finalmente, lo lamía; entonces, se la devolvió al noble y la copa fue cambiando de manos de nuevo hasta que llegó a Tonina.

Tonina habló a través de Un Ojo. Pidió agua, y un esclavo llenó la copa. Tonina agitó el agua, miró al interior y dijo en voz alta:

—El agua ha elegido… —Se volvió lentamente en círculo y Un Ojo vio con placer la expectación de los cortesanos, pues cada uno de ellos deseaba que la joven lo eligiera.

Mientras todos observaban, el príncipe Balam sintió que a su lado su mujer se ponía rígida. Sabía que quería ser la elegida. La dama Seis Palomas tenía debilidad por las adivinas.

Pero cuando la alta joven señaló a la esposa de Kaan, Balam oyó que su esposa renegaba por lo bajo, y supo que esa noche no habría paz en su casa. Seis Palomas odiaba a Cielo de Jade, y ahora no dejaría de hablarle de que la adivina había elegido a la esposa de un plebeyo por encima de la esposa de un príncipe. Balam meneó la cabeza. La joven isleña no lo sabía, pero acababa de cometer un terrible error.

Tonina se acercó a la dama Cielo de Jade y pudo apreciar nuevos detalles de su persona: la densa capa de pintura que cubría su rostro y sus brazos, la pieza de jade que perforaba su tabique nasal, la de oro del labio inferior, los pesados pendientes. Pero, bajo el polvo, la pintura y los tatuajes faciales, Tonina también vio a una joven tímida, no mucho mayor que ella misma.

—¿Yo? —dijo Cielo de Jade sorprendida.

Todos se rieron y la animaron a colaborar.

—Da un sorbo, señora —dijo Un Ojo en maya.

Cielo de Jade bebió delicadamente a través de sus grandes dientes mientras el salón en pleno observaba en silencio y Kaan no apartaba sus ojos oscuros de la nueva adivina. La copa volvió a Tonina, que volvió a agitar el agua, haciendo como si pudiera ver en ella; con el corazón acelerado, decidió arriesgarse y utilizar lo que había deducido del comportamiento satisfecho y callado de la mujer. Si se equivocaba, ¿cuál sería su castigo?

Tonina respiró hondo y, a través de Un Ojo, dijo:

—Vas a tener un hijo.

Cielo de Jade le dedicó una mirada escéptica. Las adivinas siempre predecían la llegada de hijos.

—¿En qué año nacerá? —preguntó ella en tono divertido y desafiante.

Tonina la miró directamente a los ojos.

—Su vida ya ha empezado —le dijo.

—Ay —declaró Cielo de Jade con suavidad—. ¡Es cierto!

La sala rompió en exclamaciones, mientras la dama se volvía hacia su marido con una sonrisa radiante y le decía que era verdad, que estaba encinta, y que había pensado decírselo esa misma noche. Entretanto, Un Ojo se acercó a Tonina y le susurró:

—Bien hecho, chica. Seremos bien recompensados por esto.

Tonina sonrió. Pediría que la llevaran al jardín.

—¿Será un niño sano? —preguntó Cielo de Jade—. ¿Llegará a adulto?

Un Ojo pensó con rapidez.

—Discúlpanos, querida dama. Pero el vaso solo hace una predicción por día. Ahora su poder se ha agotado.

—¿Qué desea la adivina como recompensa? —preguntó Kaan.

Un Ojo tradujo y ésta fue la respuesta de Tonina:

—Poder permanecer en palacio, señor, y que se me permita visitar el jardín real.

El enano tuvo la tentación de mentir y decir otra cosa. No quería que Tonina encontrara su flor tan pronto. Pero no podía arriesgarse; quizá en la sala había alguien que hablaba taino, y decir una mentira en presencia de Su Excelsa Eminencia traía mala suerte. Así que dijo la verdad y Cielo de Jade agitó la mano.

—La joven vendrá a vivir con nosotros.

—¡Te conceden tu deseo! —dijo Un Ojo volviéndose a sonreírle a Tonina.

No vio (nadie lo vio) la vengativa mirada de Seis Palomas.

—¿Puedo ir ahora al jardín? —preguntó Tonina.

Un Ojo se aclaró la garganta.

—Hum, la dama desea que primero visites su casa. Te alojarás allí y mientras estés en la casa serás libre de visitar los jardines.

Su ojo miró a un lado y a otro, para ver si alguien había oído aquella falsedad. Pero todos callaban.

—Por favor, dile a la dama que con mucho gusto visitaré su casa, pero tú y Águila Brava tenéis que venir conmigo.

Un Ojo transmitió la petición muy feliz; alojarse en el domicilio de alguien tan famoso como Kaan podía resultar provechoso.

Mientras los escoltaban de nuevo a la cámara exterior, donde bailarines, titiriteros y el mago de la serpiente se estaban llenando, la panza, el pensamiento de Un Ojo siguió un nuevo rumbo. Estaba impresionado por la habilidad con la que Tonina había dicho la fortuna de Cielo de Jade, por la facilidad con la que había observado sus movimientos y había sabido interpretarlos. «Esta isleña es casi tan buena como yo», pensó al tiempo que cogía un conejo asado de una bandeja y le hincaba el diente. Harían un buen equipo.

Mientras Águila Brava y Tonina se servían aquellas generosas ofrendas, Un Ojo trató de pensar una forma de retenerla a su lado una vez vendiera al joven a los cazadores de águilas. Tendría que asegurarse de que no encontraba el jardín real, ni la flor roja, porque entonces se iría de vuelta a su isla. ¿Decía que quería ir a Quatemalán? Estupendo, irían a Quatemalán. Sobre todo porque ella no tenía ni idea de dónde estaba Quatemalán.