11

Un Ojo, el mercader isleño, escrutaba la multitud, buscando compañía femenina para esa noche, cuando vio a aquella extraña pareja en el extremo más alejado del mercado.

Recién llegados, decidió, al ver la expresión de asombro en sus jóvenes rostros. Y no de los que suelen aparecer por Mayapán. Allí los viajeros normalmente llegaban doblados bajo pesados fardos, o con sus familias a la zaga. Aquellos dos eran altos, sus cabezas sobresalían por encima del gentío; el chico larguirucho, de piel clara, y ella… ¿qué llevaba puesto? Lo que tenía atado a la cintura parecía el manto de un hombre, y por arriba llevaba una especie de red de pescar. Cargaba un modesto fardo sobre los hombros.

La curiosidad de Un Ojo se agudizó cuando vio que la joven no dejaba de toquetear una pequeña bolsita que le colgaba del cinto. ¿Llevaría algo valioso allí dentro? Parecía pesado, granos de cacao, quizá. O piezas de jade.

Un Ojo sonrió y echó mano de su cuchillo. Últimamente su suerte había sido mala, pero parece que estaba a punto de cambiar.

Tonina miraba con asombro.

Aunque había gente de otras islas que iban a la isla de la Perla a comerciar, nunca había visto un mercado. Aquella ruidosa aglomeración de comerciantes se situaba en los alrededores de la ciudad, en el claro que quedaba entre el bosque y los altos muros de piedra. Tonina miraba con perplejidad a toda aquella gente que se sentaba sobre mantas rodeada de diferentes objetos o alimentos, que, acuclillada bajo sombrillas de paja, llamaba a los que pasaban, o que permanecía en pie ante toscas chozas de una sola pared y un techado, con las mercancías colgando de cuerdas de los palos del techo. Tonina y Águila Brava avanzaron entre puestos donde se vendía algodón crudo, raras maderas tropicales, granos de cacao, cuero, mantos de piel, chile y guacamayos; cada vendedor ofrecía su mercancía en una lengua que los dos recién llegados no entendían.

La noche ya había caído y las antorchas llenaban el ambiente de humo y sombras danzantes. Tonina observaba cómo la gente cambiaba granos de cacao por mantas, odres, plumas, cebollas y aguacates; regateaban, discutían o asentían mientras contaban y analizaban meticulosamente los granos. Nunca había visto un comportamiento igual… ¡Y aquella gente! Desde mendigos vestidos con sucios taparrabos a hombres y mujeres ataviados con capas y vestidos de vivos colores, con los cabellos adornados con plumas y cuentas, y los pies calzados con bonitas sandalias. En la isla de la Perla, todos vestían igual. Con la excepción del jefe, allí a nadie se le habría ocurrido vestirse de modo diferente.

El estrépito de toda aquella gente era tal que la cabeza le daba vueltas. Y el aroma de tantos alimentos deliciosos hizo que su estómago empezara a rugir.

—Tengo hambre —dijo con la boca hecha agua.

Águila Brava asintió mientras observaba un sabroso despliegue de pescado frito salpicado con hierbas.

Tonina vio los puestos de los vendedores de flores y corrió hacia allí sin pensarlo, tratando de abrirse paso entre la multitud, estudiando con avidez aquel despliegue oloroso y colorido. ¡Una flor roja! Y otra. Cogía una, la examinaba a la luz de las antorchas, la dejaba para coger otra, y otra, hasta que uno de los comerciantes le gritó que eligiera una o se largara. Águila Brava le preguntó con la mirada, y ella dijo decepcionada:

—No es aquí.

Un Ojo observaba a los dos jóvenes y cuando se alejaron de los puestos de flores los siguió discretamente entre la gente esperando que se presentara la ocasión. Chocó contra ella, musitó una disculpa en maya y desapareció.

Cuando nadie le veía, abrió la bolsita que le había cortado del cinto; el ojo que le quedaba casi se le salió de la cuenca. ¡Perlas! Redondas y perfectas. ¿Qué hacían aquellos dos con semejante fortuna? No importaba. Un Ojo casi se puso a bailar de alegría. Ahora podría dejar aquel miserable lugar y retirarse a una isla, donde se construiría una bonita casa y se casaría con una mujer oronda que le daría diez hijos. Comería carne y langostas a diario. Vestiría con algodón y plumas, y se haría llamar rey. Y…

—¡Guay!

Un Ojo se volvió sobresaltado. La joven había descubierto el robo y se estaba lamentando.

¡Guay! —gritó otra vez, mientras la multitud se movía alrededor sin demostrar el menor interés.

Un Ojo se quedó paralizado. La joven parloteaba con expresión desamparada con su acompañante, y las palabras que salían de su boca eran claramente de un dialecto de las islas. Abrió la boca, perplejo. Entonces vio los símbolos blancos pintados en su cara y sus largos cabellos decorados con conchas. ¡Aquella joven era de las islas!

Maldiciendo su mala suerte y a los dioses —aunque no era hombre que tuviera muchos escrúpulos, Un Ojo jamás robaría a alguien de su tierra—, trató de pensar algo y finalmente se acercó apresuradamente a la pareja.

—¿Esto es tuyo? —habló en taino, no en maya.

Ella lanzó una exclamación de alegría.

—Vi que un ladrón cogía la bolsita y le di caza —dijo Un Ojo, y se la devolvió a desgana.

Mientras la joven le daba profusamente las gracias, Un Ojo vio con alivio que sí, ciertamente era de su pueblo, porque parloteaba en su idioma nativo con una perfección que solo puede tener alguien nacido en las islas, aunque el acento y los modismos eran los de las tribus occidentales.

—Que la bendición de los dioses caiga sobre ti y los tuyos —dijo Un Ojo, que de pronto tuvo una idea. Había otras formas de hacerse con las perlas de la joven y tener la conciencia tranquila—. ¿Me haréis el honor tú y tu amigo de acompañarme junto al fuego?

Mientras le seguían entre la gente, Tonina estudió a Un Ojo, el mercader, que llevaba un sencillo taparrabos y un manto naranja anudado al cuello, y que tenía unos andares curiosos y oscilantes.

—¿Eres un enano? —preguntó. Tonina había oído hablar de aquella gente, pero nunca había visto a ninguno.

—Soy un hombre pequeño —contestó el hombre, indignado—. No es lo mismo, ¿sabes?

Cuando llegaron al campamento, cerca de la entrada principal de la ciudad —un rectángulo de suelo que había hecho suyo extendiendo unas mantas entre los campamentos de dos ruidosas familias—, Un Ojo dijo:

—Hay que ocupar el máximo espacio posible —y cruzó las piernas para sentarse.

Tonina y Águila Brava se sentaron hombro con hombro, porque había poco espacio entre las dos familias, que comían, discutían, reían a gritos. El comerciante removió las ascuas del fuego y estudió a aquella joven masculina y al joven afeminado. ¿Amantes? No. Vírgenes…, apostaría a que eran vírgenes. ¿Cómo es que se conocían, y qué les llevaba a Mayapán?

—¿Habéis venido por los juegos? —preguntó.

—¿Juegos?

El hombre agitó su grueso brazo.

—Toda esta gente… Es por los juegos. Mayapán no está siempre tan concurrido. ¿De dónde sois? —inquirió cuando vio que la joven le miraba con expresión desconcertada. Se preguntó cómo era posible que alguien no conociera los Trece Juegos.

—De la isla de la Perla —dijo ella, aunque su atención estaba puesta en las mazorcas que se asaban sobre las ascuas.

—Nunca la he oído mencionar. Yo soy de Borinquen, que significa Tierra de Grandes Amos.

La miró con expectación, pero Tonina meneó la cabeza. Un Ojo se encogió de hombros. No importaba. Una isla podía tener muchos nombres: el nombre que le daban sus habitantes, el nombre que le daban los habitantes de las otras islas, el que le dieron los antepasados y el que le darían en el futuro… en el caso de Un Ojo, algún día sus descendientes dirían que vivían en la isla de Puerto Rico.

Entrecerró su ojo bueno y la estudió. Era un hecho de sobras conocido que se puede adivinar la procedencia de un hombre por el color de su piel. Los mayas, que venían del sur, tenían la piel rojiza. En el oeste y el norte, donde prosperaban gentes que hablaban la lengua náhuatl, el color de la piel era cobrizo. Y los que venían del este, de las islas, eran de un hermoso e intenso marrón, como él. Pero aquella joven desafiaba la norma, porque su piel era del dorado de la miel cruda. ¿De dónde sería?

—No pareces de las islas —dijo—. En el lugar de donde vengo, las mujeres son bajas, gorditas y morenas.

Así que Tonina le contó su historia, mientras el hombre escuchaba con gran interés. No era extraño que una tribu sacrificara un bebé a los dioses del mar; sin embargo, que lo pusieran en una canasta resistente al agua con mantas y amuletos que lo protegieran sí lo era. Su gente la había abandonado por una razón, y sin embargo parecía que la intención no era que muriera.

Un Ojo decidió guardar para sí aquella información por si le servía más adelante y les ofreció un odre. Los dos jóvenes bebieron con tantas ganas que pensó en pedirles una perla como pago. Y cuando se ofreció a compartir con ellos su maíz, miraron las mazorcas como si estuvieran hechas de jade.

—Será mejor que guardes bien esa bolsita —dijo, al tiempo que removía el maíz en el fuego.

Tonina estuvo de acuerdo, así que abrió su fardo de piel de tiburón y guardó la bolsita en el interior. Un destello llamó la atención de Un Ojo, que se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Qué es eso?

Ella le mostró la copa de cristal, y el ojo del comerciante se abrió desorbitadamente. Nunca había visto nada igual. Sí, conseguiría las perlas, y también aquello.

Los dos jóvenes aceptaron con entusiasmo unas tortitas calientes. Aunque por el momento él no decía nada, entre bocado y bocado, ella preguntó:

—Toda esta gente… ¿de dónde sacan el agua?

—Ésta es una tierra seca. No hay corrientes de agua, ni ríos, ni charcas. Sacan el agua de una cosa que se llama cenote, un pozo muy profundo excavado en la piedra caliza.

Tonina asintió, porque recordaba a las mujeres que habían encontrado sacando agua de un pozo.

—El que hay aquí en Mayapán está muy, muy hondo. Hay una escalerilla con más de cien travesaños que desciende al centro de la tierra, y hay hombres que trabajan a diario subiendo y bajando la escalera con recipientes de agua.

—Hay tantas cosas extrañas en esta tierra… —musitó Tonina.

Un Ojo la miró con escepticismo. Lo que a aquella joven le parecía tan extraño seguramente era de lo más normal para el resto de los mortales.

—Una piedra blanca —dijo Tonina— que crece entre los árboles en líneas largas y rectas, lisas, anchas. En el suelo del bosque.

El enano pestañeó.

—¿Te refieres a las calzadas?

—¿Calzadas?

—Se conocen como caminos blancos, por el color. Las hacen los mayas. Caminos religiosos que llevan de un altar a otro.

Ella frunció el ceño.

—Pero ¿de dónde sacan esa piedra tan lisa y plana?

—No la sacan de ningún sitio, la hacen ellos. Calientan la piedra hasta que se convierte en polvo, luego añaden agua y la extienden. Se llama cemento, y es lo que aguanta sus edificios; colocan ladrillos uno encima de otro, con pasta de cemento entre cada uno. ¿Cómo crees si no que se aguanta la pirámide? —Y señaló con un grasiento pulgar la elevada muralla que rodeaba la ciudad.

Tonina entrecerró los ojos a la luz de las antorchas y, envuelta en humo, con un trasfondo de estrellas, vio una imponente estructura que se levantaba del otro lado de la muralla.

—Hemos visto una montaña como ésa —dijo—. Trepamos hasta arriba y vimos el bosque, que llega hasta los confines de la tierra. Muy cerca había una plataforma hecha con cráneos de piedra. Y un inmenso prado entre dos muros inclinados.

Un Ojo asintió.

—Es la ciudad de los magos del agua. Los mayas la conocen como Chichén Itzá. En otro tiempo fue una próspera ciudad, pero ahora está desierta. Aunque siguen utilizándola para sus ceremonias religiosas. En los días sagrados, celebran festivales. Los mayas son muy escrupulosos con sus calendarios. Y no es una montaña, se llama pirámide. En lo alto hay un templo a Kukulcán, uno de sus dioses.

Les entregó a cada uno una mazorca, que aceptaron encantados. Antes de clavar los dientes en el maíz, Tonina arrancó unos granos calientes y los arrojó al fuego como ofrenda a los dioses.

—¿Qué te ha pasado en el ojo? —preguntó.

—¿En cuál?

Ella se sonrojó, abochornada.

—Lo perdí en una pelea con un jaguar —dijo Un Ojo, dando unos toquecitos en el parche de cuero que le cubría el ojo izquierdo—. Pero la tragedia se ha convertido en una bendición. Los enanos traemos buena suerte. A la gente le gusta tenernos cerca. Y sin duda un enano con un solo ojo cuenta con el favor de los dioses.

Una prueba de ello estaba en sus cabellos canosos y ralos. Cuarenta años llevaba sobre esta tierra y aún no estaba muerto.

Mientras comían, Tonina observaba el bullicioso mercado, donde no dejaban de montar campamentos y la gente seguía trabajando de noche a la luz de las antorchas. Cuando vio a un hombre cubriendo lo que parecía un coco con una sustancia blanca y lechosa, le preguntó a Un Ojo.

—Es goma —explicó él—. Está haciendo una pelota.

—¿Goma?

—La savia de un árbol de aquí. Los mayas la usan para montones de cosas. Les encantan los objetos de goma.

—Huele muy mal.

—Pero bota bien —dijo él, observando aquella bola, que se utilizaría para un juego—. Aunque es dura. Si la bola te golpea en la cabeza estás muerto. Bueno, ¿y qué os trae a la ciudad? —preguntó Un Ojo, pensando cómo podía conseguir las perlas y aquel objeto transparente de la forma más honorable posible.

—Estamos aquí por azar. Tendría que estar en Quatemalán, no en Yucatán.

Él dejó de remover las ascuas.

—¿Cómo? ¿Yucatán, dices?

—¿Esta ciudad no está en Yucatán, o ya hemos dejado atrás esa tierra?

Él frunció el ceño.

—¿De dónde has sacado la idea de que estás en Yucatán?

—Conocimos unas mujeres en un pozo y cuando les pregunté cómo se llama este lugar dijeron Yucatán.

El enano aulló de la risa.

—En su dialecto yucatán significa «no entiendo».

Tonina se lo quedó mirando. Entonces se dio cuenta de que si quería sobrevivir en aquella tierra y lograr su objetivo tenía que aprender su idioma. Le preguntó a Un Ojo si podía enseñarle.

Él se entusiasmó y aceptó inmediatamente. Cambiaría sus lecciones por perlas.

—Los mayas son una gente extraordinaria —dijo Un Ojo. Clavó los dientes en una mazorca y siguió hablando con la boca llena—. No encontraréis una gente más amable y hospitalaria. ¡Y respetuosa! Por la noche, cuando marido y mujer duermen el uno al lado del otro, uno lo hace a la cabeza y el otro a los pies, de modo que si uno desea fumar no moleste al otro. Pero esos de ahí —y señaló con el pulgar hacia las murallas—, la nobleza, son demasiado veleidosos. Se pasan el día mirándose al espejo.

—¿Espejo?

—Es una cosa en la que te miras y te ves a ti mismo.

¡Guay! —Tonina levantó una mano—. ¿Cómo puede una persona ver su propia cara?

—Se llama reflejo. ¿Es que nunca te has visto en el agua?

Ella recordó su infancia, cuando las niñas se arrodillaban en la orilla verdosa de la plácida laguna y miraban a la superficie. Pensaban que las caras que les miraban eran duendes del agua. Tonina meditó. ¿Era posible que hubiera visto su propia cara?

Un Ojo miró a Águila Brava de arriba abajo. Tenía un color de piel extraño, claro y enfermizo, y sus facciones eran delicadas. Parecía extrañamente femenino. Un Ojo había oído hablar de unas criaturas llamadas hermafroditas y se preguntó si no se llevaría alguna sorpresa al mirar bajo el taparrabos del joven. No llevaba tatuajes ni adornos, solo un caracol de mar colgado del cuello.

—¿Qué le pasa a tu amigo? ¿No habla?

—Se ha herido en la cabeza. Creo que se le ha olvidado todo.

Mientras observaba a sus dos invitados, Un Ojo pensó: «Son un par de ingenuos. No están hechos a las costumbres de la ciudad; sobre todo la chica. Cuando se le acaben las perlas tendrá que vender su cuerpo. Y él también. Típico de jóvenes que llegan del campo».

—¿Estamos muy lejos del mar? —preguntó Tonina.

Un Ojo señaló atrás con el pulgar.

—Por ahí, hacia el norte, a tres días de camino está la gran bahía de Campeche. Ahora estamos en lo que se conoce como península. Una gran extensión de tierra que sale de la Costa Firme para adentrarse en el mar. Por ahí —dijo señalando al oeste—, a muchos días de camino, hay otro océano.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Otro océano? ¿Cómo es posible?

—Y subiendo por allí —y estiró su brazo regordete en dirección noroeste— hay una extensión de tierra que nunca acaba, o eso dicen.

Tonina guardaba silencio. No podía imaginar tanta tierra, y tan lejos del mar.

Pero claro, tampoco había imaginado que pudiera haber tanta gente, y sin embargo la había, apelotonada contra las murallas de la ciudad. Aunque los campamentos eran bulliciosos y parecían llenos de vida, y la gente comía y reía, tocaba flautas y tambores, Tonina veía también mucha hambre, y así lo dijo.

—No hay suficiente comida —dijo el enano—. No hay tierra suficiente para plantar más comida. Y no deja de llegar gente.

—Esos pobres niños —musitó Tonina observando a la familia que tenían al lado—. Parecen desnutridos.

—Están bien —dijo Un Ojo encogiendo los hombros—. Los padres preparan una pasta de tabaco y se la restriegan contra las encías para matar el hambre.

Tonina asintió. Aunque el hambre era poco habitual entre los suyos, todos sabían que el espíritu que residía en las hojas del tabaco quitaba el hambre.

De repente un alboroto llamó la atención de los tres. Sonaban las trompetas, y unos guardias con lanzas se movían entre la gente abriendo paso a una pequeña procesión. Cuando corrió la voz de quién llegaba, todos se levantaron de sus campamentos y acudieron a mirar.

Un Ojo y sus compañeros tenían buena visión desde donde estaban, porque la procesión se dirigía a la puerta principal; en aquel momento vieron a un hombre tambaleante, recio, vestido con opulencia, con cada palmo de su piel pintado de un intenso rojo. Llevaba un tocado tan alto sobre la cabeza que parecía que se le iba a caer. Tonina nunca había visto nada parecido. A su paso esparcían pétalos, las madres ponían ante él sus pequeños para que los bendijera; la gente, entre codazos, trataba de tocar su sombra, mientras los guardias los mantenían a raya con sus látigos. El hombre tenía un aire arrogante y en vez de mirar a la multitud mantenía la vista por encima de sus cabezas.

—Ése es Balam —dijo Un Ojo, al ver la expresión de asombro de Tonina.

—¿Es el rey de este lugar?

Un Ojo lanzó un bufido.

—Es más importante que un rey.

—¿Un hombre santo?

—Más importante.

Ella lo miró perpleja.

—¿Quién puede ser más importante que un rey o un hombre santo?

Un Ojo se pasó la lengua por un diente.

—Un jugador de pelota.

Ella lo miró, desconcertada.

—¿Qué es un jugador de pelota?

Desde luego la joven venía de una isla muy atrasada. Incluso el poblado más salvaje tenía un campo de juego y un equipo.

—Hay un juego en el que se utiliza una pelota de goma, y ese hombre de ahí es el príncipe Balam, el capitán de su equipo. Tiene sangre real. Su tío es el rey de Uxmal. Los reyes de estas ciudades intercambian a miembros de sus familias para asegurar la paz, lo que significa que el hijo del rey de Mayapán vive en Uxmal.

Pero Tonina no le escuchaba. Sus ojos estaban clavados en el segundo hombre que apareció entre la multitud, ataviado también con opulentos ropajes y extraordinarias plumas que asomaban de un tocado imposible.

—¿Él también es príncipe? —preguntó con asombro.

—¿Kaan? No. Es de origen humilde.

—Pero ¿también es jugador de pelota?

—Y mejor que el príncipe, así que en cierto modo es mejor hombre, a pesar de su mala sangre.

—¿Mala sangre?

—Pertenece a una raza inferior llamada chichimeca, que significa «gentes salvajes». Son tribus dispersas de nómadas, desordenadas y salvajes. En circunstancias normales estaría trabajando de esclavo o sirviendo, y se le tendría como un ser inferior, pero juega bien y por eso todos lo ven como un héroe. Cuando un hombre marca puntos, la gente olvida su sangre.

—Chichimeca —murmuró Tonina, sin poder apartar los ojos de él. Kaan, el hombre de origen humilde, era más alto que el príncipe Balam, y caminaba con paso largo y orgulloso.

—No hay muchos de su raza por estas tierras —dijo Un Ojo—. Recorren los valles altos del noroeste. Son gentes ignorantes, y torpes guerreros. Se hacen llamar por diferentes nombres (mexicas, mixtecas, zapotecas), como si para ellos mismos su nombre no significara nada. Son unos bárbaros. Como tantos otros miserables, los padres de Kaan vinieron a Mayapán buscando una vida mejor entre los mayas. Su madre aún trabaja en las cocinas del palacio. Su padre murió talando árboles. Pero Kaan tiene una esposa maya, tiene una casa en la ciudad y, como puedes ver, se viste y se comporta como un maya. Reniega de su sangre chichimeca, como haría cualquier hombre con un poco de sentido común.

Qué extraño, renegar de la propia sangre, pensó Tonina, que ansiaba conocer a su pueblo, a las gentes que la habían entregado al mar en una canasta.

—Por desgracia —añadió Un Ojo—, no puede ocultar su apariencia. Un hombre puede vestirse con todo el refinamiento que quiera y hablar maya, incluso casarse con una maya, pero su rostro siempre será el mismo.

—¿Qué le pasa a su rostro? —Kaan le parecía guapo, y así lo dijo.

Un Ojo se la quedó mirando. ¡Guapo! Kaan, el chichimeca de nariz aguileña, no era guapo. En cambio, Un Ojo, el hábil comerciante taino, ése sí era un hombre guapo. Un Ojo se había visto en un espejo, y por eso lo sabía. A pesar de los brazos y las piernas achaparrados que tenía pegados al cuerpo, de la cabeza excesivamente grande con tendencia a bambolearse, a pesar del ojo que le faltaba, sabía que las mujeres lo encontraban enormemente atractivo, como atestiguaban sus numerosas conquistas.

—Fíjate lo diferente que es Kaan del príncipe y los nobles que los acompañan —dijo Un Ojo—. Los mayas tienen los pómulos altos, ojos rasgados y piel rojiza. Aplanan la cabeza de sus hijos comprimiendo el cráneo entre dos tablas para que quede así. Hacen que los ojos de los bebés bizqueen. Y les hacen un corte en la piel, aquí —dijo dándose un toquecito en el puente de la nariz—, e introducen un objeto que hace que tengan ese aspecto ganchudo en el que seguro que te has fijado. Para los mayas, una persona hermosa es aquella que tiene el mentón hacia atrás y los dientes frontales salidos, como el príncipe Balam. Pero Kaan no tiene nada de eso. Una bonita cabeza redonda, como la mía, y esa nariz tan grande es toda suya. Cualquiera vería enseguida que no es maya.

»Aun así, es nuestro mayor héroe en el juego de pelota. Su nombre ya lo dice todo, porque en el lenguaje de los mayas chak significa “gran” y kaan significa “serpiente”. Le llamaron así por su agilidad y velocidad en el campo de juego, y porque nunca pierde, igual que una serpiente nunca muere.

Tonina observaba a la multitud con curiosidad, veía su desesperación por acercarse a aquellos dos hombres, el fervor que despertaba su presencia. Cuando le preguntó a Un Ojo por qué la gente se comportaba de aquella forma, él dijo:

—Todos adoran a los héroes. ¿No había hombres así en tu isla?

Tonina tuvo que pensar. Había hombres a los que se veneraba y respetaba, como Huracán y el jefe de la tribu. Quizá un nadador excepcional. O un joven que se hubiera enfrentado a una barracuda y hubiera vencido. Pero nadie era objeto de tanto fervor y admiración como aquellos dos hombres.

Conforme la procesión se acercaba, Tonina vio la diferencia con la que los dos héroes trataban a la chusma. Kaan sonreía y tocaba la cabeza de los niños, demostrando paciencia y buen humor con sus pequeños admiradores. Pero el príncipe Balam ni siquiera les miraba, se limitaba a pasar a grandes zancadas, con su enorme nariz bien alta.

—Son como hermanos —dijo Un Ojo—. No hermanos de sangre, claro, sino como dos amigos tan unidos que podrían haber compartido el vientre de su madre.

Tonina estudió al sonriente y amable Kaan, al distante príncipe Balam.

—Son tan distintos… —musitó.

Y en más aspectos de los que ella se imaginaba, pensó Un Ojo. El príncipe Balam estaba casado con una mujer gorda y sustanciosa que saciaba sus apetitos. Kaan estaba casado con Cielo de Jade, que, por lo que había oído decir, era una mujer discreta, tímida y bastante «seca». Con más huesos que carne.

Kaan se detuvo entre la multitud para sonreír a sus admiradores, pero cuando sus ojos oscuros se posaron en Tonina, más alta que quienes la rodeaban, pareció sobresaltarse y por un momento se quedó inmóvil.

Tonina lo miró y también se sintió sorprendida, aunque no entendía por qué. Sus miradas se encontraron. Al ver que el momento se prolongaba, Un Ojo los observó y pensó si algo estaba ocurriendo entre aquellos dos, si la magia de los dioses, o el destino, habría entrado en acción, algo que escapaba a la comprensión del observador o incluso de ella misma y de Kaan.

Kaan pareció recordar dónde estaba y siguió caminando; finamente, la procesión cruzó la muralla. Las puertas se cerraron a su espalda y la multitud volvió a sus campamentos charlando con entusiasmo.

Tonina se quedó de pie, mirando en medio del humo y de la noche hacia las puertas cerradas de la ciudad, ajena al bullicio del mercado, sin ver nada que no fueran las puertas… y, en su mente, la cara de Kaan, el héroe del juego de pelota.

Finalmente, Tonina se sentó, mientras Un Ojo consideraba aquel curioso y breve interludio entre la joven y Kaan y se preguntaba si podría serle de utilidad en algún momento.

—Bueno, ¿y cómo se hirió tu amigo la cabeza? —preguntó el comerciante mientras se hurgaba entre los dientes con una ramita.

Tonina le contó cómo se habían conocido, le habló de los cazadores de águilas que les perseguían. Un Ojo se quedó estudiando al joven. Había algo raro en él. Esos ojos ambarinos tan luminosos y penetrantes. Ese aire misterioso que lo envolvía como niebla en la mañana. La cabeza del mercader volvió a pensamientos más provechosos. Si lo que la joven había dicho de los cazadores de águilas era cierto, si les habían perseguido a lo largo de tal distancia, el chico debía de tener algún valor. Quizá después de todo sí era hermafrodita. A veces las rarezas se pagaban a muy buen precio.

—¿Cómo son esos cazadores? —preguntó—. Es para estar atento y poder ocultaros.

Tonina le describió a los hombres con rayas marrones y negras, así como a uno, con un brazo deforme, que suponía que era el jefe. Un Ojo se guardó la información para cuando pudiera serle útil.

—¿Cuánto tiempo vais a quedaros en Mayapán?

—No vamos a quedarnos —dijo Tonina, con la mente aún en el héroe, sin poder borrar su rostro de su pensamiento, aunque no sabía por qué—. Compraremos provisiones y partiremos hacia Quatemalán. Estoy buscando una flor, y me han dicho que es allí donde crece.

—¿Qué tipo de flor?

Cuando Tonina se la describió, Un Ojo dijo:

—En la lengua de esa región, quatemalán significa «tierra de muchos árboles». Es posible que la flor que buscas crezca en la rama de un árbol.

Su mente no dejaba de dar vueltas. Tenía que conseguir meter a aquellos dos en la ciudad y retenerlos hasta que aparecieran los cazadores. Llevaba días intentando entrar, pero había tanta gente que no abrían la puerta a cualquiera. Los guardias pedían cuantiosos sobornos y por el momento él seguía siendo pobre. Pero las perlas le garantizarían la entrada…

—Esa flor especial que dices que buscas… en el palacio real hay un jardín del que se rumorea que tiene todas las plantas del mundo.

Un Ojo mantuvo una breve conversación con su conciencia; robar era una cosa, en cambio disfrazar un poco la verdad era distinto. No sabía con seguridad si esa flor roja estaría en el jardín, pero tampoco sabía con seguridad que no estuviera.

Tonina se animó al momento. ¿Era posible que encontrara la flor tan pronto y en unos días pudiera estar en una canoa, remando de vuelta hacia la isla de la Perla?

—Pero ¿cómo vamos a entrar en el palacio? —Había visto mucha gente que trataba de cruzar las pesadas puertas de madera bajo la imponente arcada de piedra y cómo los guardias los echaban.

Un Ojo tuvo que pensar. Una vez pagara el soborno, él no tendría problema, puesto que a la realeza y los nobles siempre les gustaba tener cerca a un enano. Pero ¿y ella?

—Tenemos que conseguirte ropa adecuada —dijo, y examinó su ridículo atuendo arrugando la nariz—. Y luego tendrás que…

—Águila Brava también —le interrumpió ella—. No iré a ningún sitio sin él.

Un Ojo no tenía intención de perder de vista una captura tan importante. Miró al chico y decidió que con su aspecto le dejarían entrar en el palacio. La ausencia de tatuajes le convertía en una rareza y si realmente era hermafrodita, tanto mejor. Sin embargo, el problema era ella. ¿Sabía bailar, cantar, tocar la flauta? Tonina dijo que no a todo. Entonces tuvo una idea.

—Serás adivina.

—¡Pero yo no sé leer el futuro!

—No importa. Tú limítate a decirle a la gente lo que quiere oír.

—¿Y me creerán?

—Te creerán si utilizas esto. —Y señaló aquel extraño objeto transparente que sobresalía de su fardo de viaje—. Todo el mundo creerá que ese objeto tiene poderes especiales.

Tonina estaba a punto de protestar cuando de pronto se sintió terriblemente cansada. De repente todo se le caía encima: haber tenido que dejar la isla de la Perla, la batalla entre las canoas, la muerte de Macu a manos de un tiburón, la playa desierta, el rescate de Águila Brava y el peligroso viaje hasta aquel lugar asombroso.

—Ocupad mi sitio —les dijo Un Ojo apartando algunas de sus pertenencias—. Podéis dormir aquí.

Agradecidos, Tonina y Águila Brava se acurrucaron una al lado del otro, con la misma naturalidad que si hubieran dormido juntos toda la vida. Ella rezó en silencio a Lokono y los espíritus de los delfines. El sueño se adueñaba de ella, pero mientras estaba dando las gracias en su mente a aquel amable enano que les estaba ayudando, un nuevo pensamiento trató de abrirse paso hasta su conciencia. Estaba demasiado cansada, pero tenía que ver con que Un Ojo dijera que era comerciante y sin embargo no tuviera mercancías ni porteadores. Antes de sumirse en un sueño tumultuoso, su último pensamiento fue que en realidad no era un comerciante, sino algo muy distinto, algo malo quizá, y que en cuanto amaneciera, ella y Águila Brava tenían que alejarse de él.