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Estaban avanzando por el bosque cuando acabaron con el agua del pellejo y comieron las últimas bayas secas y el coco que les quedaban. En tres ocasiones volvieron atrás sobre sus pasos, para dejar un falso rastro a los cazadores. Cuando cayó la noche, encontraron refugio al amparo de una vieja higuera que ya no podía dar fruto, con unas poderosas ramas en forma de uve, lo bastante anchas para que los dos durmieran seguros por encima del suelo.

Luego vino otro día de marcha hacia el oeste, de hambre y sed. Cuando llegaron a un pequeño bosquecillo de aguacates, treparon a los troncos buscando comida, pero los frutos eran pequeños y amargos y aún faltaban meses para que maduraran y pudieran comerse.

El sol bajaba ya hacia el horizonte por el oeste cuando, sedientos, cansados y hambrientos, Tonina y Águila Brava se abrieron paso entre la tupida maleza; de pronto, oyeron gritos y voces ante ellos. No podían ser los cazadores, casi hacía un día que no los oían tras ellos. Aquéllas eran otras voces. Otros hombres.

Se quedaron inmóviles, tratando de ver algo entre los árboles. Entonces oyeron un extraño crujido, seguido por un espantoso estrépito.

Tonina y Águila Brava avanzaron un poco más, hasta el lindero del bosque, y ante ellos vieron un inmenso claro. Ya no quedaba más bosque, solo campos salpicados de tocones de árboles y chozas de paja y, rodeándolos, hombres que cortaban más árboles. Trabajaban con hachas de piedra y cuchillos; algunos se encaramaban a los poderosos troncos para atar cuerdas en lo más alto, mientras otros sujetaban el otro extremo de las cuerdas para derribarlos.

Tonina miraba con los ojos muy abiertos. Había cientos de hombres y niños trabajando industriosamente, más de los que había visto en su vida. Llenaban el aire con sus voces y sus gritos, mientras los árboles se ladeaban y caían con gran estrépito al suelo. Otros hombres se movían entre los campos, inclinados sobre unos palos que utilizaban para hacer en la tierra pequeños agujeros donde dejaban caer semillas. En otros campos los cultivos ya habían madurado, y también en éstos había hombres que trabajaban, quitando malas hierbas, podando, recolectando.

Cuánta comida, pensó Tonina mientras ella y Águila Brava seguían un camino que muchos pies habían hollado. Suficiente para alimentar a su tribu durante años. ¿Qué iban a hacer aquellos hombres con tanta calabaza y tanto maíz?

Encontraron la respuesta cuando ella y Águila Brava llegaron a una zona con campos más poblados, donde las chozas estaban pegadas las unas a las otras y los niños jugaban entre perros domesticados y pavos. Vieron mujeres que, inclinadas sobre el fuego, removían la comida y ensartaban carne en los espetones. También había mujeres sentadas en telares o hilando algodón mientras amamantaban a sus bebés.

Los campos eran más pequeños y las chozas más numerosas. Cada vez había más gente… Tonina nunca habría pensado que pudiera haber tanta gente ni en el mundo entero.

De repente, los campos se acabaron; las chozas que encontraban estaban separadas tan solo por pequeños huertos en los que unos pocos tallos de maíz trataban de hacerse sitio y donde los pavos escarbaban en la tierra. El humo de tantas hogueras llenaba el aire y ocultaba casi por completo el sol del atardecer.

Finalmente, se encontraron ante una imagen que hizo que Tonina se quedara boquiabierta.

Águila Brava la miraba con expresión inquisitiva mientras ella trataba de recordar lo que su abuelo le había dicho sobre la Costa Firme.

—Creo… creo que eso —empezó Tonina, y señaló las altas paredes de piedra, la parte superior de los edificios que se veían del otro lado, las torres y los guardias, los estandartes que aleteaban con la brisa—. Creo que eso se llama… ciudad.