Águila Brava soñó con montañas cubiertas de niebla y bosques de pinos bajo un manto de nieve. Soñó con velocidad, con viento, con libertad. En su sueño, vio la montaña de piedra hecha por el hombre, con escalones que subían al cielo, y al llegar a la cima sintió una vez más que estaba en casa. «Esto son las tierras bajas —pensaba en su sueño—. Mi sitio no está aquí. Los cazadores de águilas me han llevado muy lejos de mi gente.
»Soy del clan del Águila. Mi pueblo es guardián de…»
Se despertó con un sobresalto, pestañeando, con la cabeza hacia el techo, preguntándose en la oscuridad dónde estaba. El sueño se desvaneció. Aunque trató de retenerlo mientras recobraba del todo la conciencia, el sueño se evaporó. Y con él, las respuestas a la pregunta de quién era y de dónde venía.
Se incorporó para mirar a la joven que dormía a su lado, y su corazón se llenó de ternura. Tonina había sido buena con él. Le había cortado las ataduras y le había devuelto la libertad, había compartido con él comida y agua, había aplicado un ungüento a su herida, le había dado calor y seguridad… a pesar del riesgo. Aunque aún no sabía quién era él, sabía quién era ella. Era su salvadora. Y por eso, su agradecimiento no tenía límite. No había nada, decidió en aquel momento, que no hiciera por Tonina.
El alba llegó y cuando salieron arrastrándose de su escondite, vieron que los cazadores habían levantado cuatro pequeños campamentos en el lindero del bosque, orientados hacia los cuatro puntos cardinales, de modo que rodeaban el templo. De nuevo, Tonina se preguntó por qué su mudo compañero era tan valioso para ellos.
La pareja rodeó sigilosamente la pirámide y vio que el campamento del lado occidental todavía no estaba ocupado.
—Debo ir hacia el este, pero esos hombres nos verán —dijo Tonina en voz baja—. Por ahí podremos pasar y quizá si nos alejamos lo suficiente, llegará un momento en el que podremos dirigirnos hacia el sur sin peligro.