Tonina avanzaba entre los árboles y la espesa maleza con dificultad, abriéndose paso con ayuda de un cuchillo; de pronto se detuvo. El bosque cubierto de hojas se acababa, y daba paso a un tipo diferente de terreno.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras se inclinaba sobre aquella extraña superficie para inspeccionarla.
Águila Brava se acuclilló y, tras extender la mano con gesto vacilante, tocó el suelo con los dedos. Levantó la vista y meneó la cabeza.
Parecía piedra. Pero era una piedra muy blanca, extrañamente lisa y uniforme. Tonina evaluó las dimensiones de aquel nuevo terreno: su anchura era igual a diez hombres adultos hombro con hombro, y su longitud…
Miró al frente, pero no veía el final de aquella senda recta de piedra. A uno y otro lado, árboles y arbustos parecían apartarse para ceder el paso a la peculiar piedra. Tonina estuvo a punto de poner un pie en la superficie blanca, pero lo retiró enseguida. ¿Y si era un camino reservado a los dioses, y por lo tanto era un tabú?
—Lo rodearemos —le dijo a Águila Brava, y avanzaron por los márgenes del camino hasta que se acabó, lo que les ocupó casi un día de marcha.
Con cada paso que daban hacia el oeste, la ansiedad de Tonina aumentaba. En dos ocasiones habían intentado volver atrás o seguir hacia el sur, pero cada vez descubrían que los cazadores aún los buscaban, y que se habían extendido por el territorio como la red de un pescador. ¿Por qué tendrían tanto interés por recuperar a aquel joven?
Comieron el pescado en salazón de Guama y compartieron el precioso pellejo de agua. Cuando se encontraron con el primer edificio de piedra, Tonina supuso que se trataba de algún tipo de habitáculo, o de un altar a los dioses locales, pero nunca antes había visto un edificio de piedra. Miró dentro y vio que estaba vacío.
Tras una breve caminata, encontraron más estructuras de piedra, algunas intactas; otras en ruinas, cubiertas de enredaderas. Pero todas desiertas. Los huecos ennegrecidos de las fogatas indicaban que en algún momento allí había vivido gente, pero hacía mucho tiempo.
Aun así, era posible que todavía hubiera gente por la zona, y esa perspectiva animó a Tonina. Había examinado las escasas flores que habían encontrado por el camino, pero estaban en otoño, y muy pocas plantas estaban en flor. Se prometió que, si al final de aquel día su búsqueda no había dado fruto, se dirigiría hacia el norte, tan lejos como pudiera, para asegurarse de que estaba fuera del alcance de sus perseguidores; luego giraría hacia el este y al llegar al mar iría siguiendo la orilla hasta llegar a Quatemalán.
El bosque empezó a clarear y la veta de piedra blanca y llana que lo atravesaba se acabó. Tonina y Águila Brava se encontraron ante una estructura que no comprendían: un vasto prado, hecho visiblemente por el hombre, en medio de dos paredes con una inclinación muy marcada. Mientras lo recorrían, preguntándose quién habría construido aquel lugar fantástico, llegaron a una plataforma hecha con cráneos humanos.
Tonina lanzó un grito y rezó una rápida plegaria a Lokono, pero entonces se dio cuenta de que los cráneos estaban hechos de piedra, hilera tras hilera.
En ese momento, Águila Brava vio la pirámide.
Echó a correr y recorrió toda la zona despejada de árboles, donde solo había maleza y hierba, y cuando llegó al pie de los escalones de piedra que se elevaban hacia el cielo, sintió la abrumadora necesidad de subir. Tonina lo llamaba, pero él subía y subía, y cuando llegó arriba, extendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un alarido espeluznante.
Tonina lo siguió hasta arriba y al llegar miró a su alrededor con sorpresa: bosque, bosque y más bosque hasta donde alcanzaba la vista. No había señal del mar. Ahora sabía con seguridad que estaba en la Costa Firme. También experimentó una fuerte sensación de pánico y vértigo ante aquella inmensa extensión de terreno. Se dejó caer de rodillas y trató de bajar, pero Águila Brava la ayudó a levantarse y la abrazó, la tranquilizó.
Era asombrosa, una fantástica construcción que se elevaba piedra a piedra hacia el cielo. Tonina se preguntó qué tipo de gigantes la habrían construido. Pero las malas hierbas crecían por los lados en pendiente, los penachos de hierba se abrían paso entre la piedra y arriba de todo, donde había un extraño edificio de piedra, unos árboles achaparrados habían arraigado. Igual que pasaba con el altar al dios mono, cubierto por las malas hierbas, descuidado, quienquiera que hubiera construido aquello no había vuelto para cuidarlo y evitar que la naturaleza lo reclamara.
Tonina notó que Águila Brava se ponía tenso. Sus ojos estaban clavados en el bosque.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Él señaló y, aunque Tonina no veía nada, sabía que eran los cazadores. Para su horror, vio que Águila Brava señalaba en tres direcciones. Los cazadores se habían dispersado y se acercaban desde el norte, el este y el sur.
—¡Debemos ocultarnos! —dijo.
Bajaron a toda prisa de la pirámide. El descenso les pareció más difícil, porque la pendiente era muy pronunciada y los escalones eran bajos. Iban hacia atrás, a cuatro patas, y miraban con frecuencia por encima del hombro para ver si los cazadores ya habían salido de entre los árboles.
Cuando llegaron abajo, buscaron un sitio donde esconderse.
—¡Ahí! —susurró Tonina, señalando una estructura baja de piedra que parecía medio enterrada.
Examinaron las paredes ruinosas cubiertas de malezas y moho y encontraron una entrada medio derrumbada. Les costó, pero lograron colarse por la estrechísima abertura y se encontraron en un pasaje oscuro y estrecho. Tonina y Águila Brava avanzaron a rastras, con cautela, tratando de ver en la oscuridad. Tenían la sensación de estar bajando, de estar adentrándose en la tierra, porque la pendiente del pasaje era pronunciada, hasta que ante ellos vieron una pequeña cuña de luz.
Llegaron a una cámara de piedra que no tenía ninguna otra entrada o salida, solo una curiosa abertura en el techo, que atravesaba diversas capas de roca y se abría al cielo. Aquella estrecha abertura no sería más ancha que el puño de un hombre, y además de luz también dejaba entrar el aire.
Y sonidos. Los cazadores estaban cerca, y sus familiares gruñidos penetraban por el agujero hasta la cámara subterránea. Tonina y Águila Brava se miraban en aquella sala oscura y misteriosa y rezaron para que los hombres no repararan en la entrada medio derruida. Esperaron, atentos, hasta que las voces se desvanecieron; entonces, ambos dejaron escapar un tembloroso suspiro de alivio.
Pero no podían salir todavía, así que examinaron su nuevo refugio. Tonina estaba asombrada. Nunca había visto pinturas murales, y tardó un instante en comprender lo que veía.
—Hombres —dijo en voz baja, y extendió el brazo para tocar las figuras pintadas—. Son hombres.
La pintura era antigua, se veía desvaída y estaba cubierta de moho. Tonina tuvo la poderosa sensación de que no duraría muchos años y de que lo que había allí representado algún día caería en el olvido.
Las tres paredes parecían contar la historia de un hombre alto de piel blanca, con pelo en la barbilla. En la primera pared, parecía un rey sentado en su trono, contemplando la batalla. En la segunda, el rey se arrojaba al fuego y descendía al más allá, donde las almas de los muertos salían a recibirle. Pero en la última aparecía vivo otra vez y su pueblo se inclinaba ante él. Finalmente, la pintura lo mostraba a lomos de unas serpientes que formaban una embarcación, y surcaba los mares en dirección al sol naciente.
En esta última pintura, Tonina vio un objeto conocido. Lo miró con atención; luego buscó en su fardo de viaje y sacó la copa. Era como la que el rey sostenía en la imagen, y Tonina pensó si el monstruo marino cuyos huesos descansaban en el fondo de la laguna de la isla de la Perla no sería una de aquellas serpientes.
—Nos quedaremos aquí a pasar la noche —dijo, porque intuía que aquella cámara había sido en otro tiempo un templo sagrado y que por tanto allí estarían protegidos, como en el altar al dios mono.
De repente, Tonina estaba cansada, hambrienta y añoraba su hogar. El recuerdo de la muerte de su tío Yúo, la aguda nostalgia de Guama y Huracán, el deseo de volver a su poblado, hizo que se echara a llorar. Águila Brava la abrazó y ella lloró en su hombro. Eran dos desconocidos en una tierra extraña, solo se tenían y dependían el uno del otro. Y ahora él la estaba consolando.
El llanto empezó a remitir y, mientras se dormía por segunda vez en brazos de Águila Brava, Tonina pensó: «Lo llevaré conmigo de vuelta a la isla de la Perla…».