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Unos chillidos estremecedores desgarraron el silencio del amanecer.

Tonina se incorporó, llevándose las manos a los oídos, y volvió sus ojos asustados hacia la abertura del altar. Aquel aullido profano era ensordecedor. ¡Sonaba como si estuvieran matando a alguien!

Una figura oscura pasó veloz ante la abertura, y entonces el altar tembló, como si algo muy pesado lo hubiera golpeado.

—¡Nos están atacando! —gritó Tonina, y se abrazó a Águila Brava mientras el ataque seguía.

Pero cuando la luz del día penetró en el interior, Tonina vio que sus atacantes no eran humanos, sino enormes monos rojos, y que nadie estaba atacando el altar. Sencillamente, los monos aulladores se habían limitado a dar la bienvenida al nuevo día como siempre hacían, bulliciosos y exaltados; cuando el coro calló, los monos se calmaron y se prepararon para su lucha cotidiana por la supervivencia en los bosques de las tierras bajas.

Tonina rió con nerviosismo. Entonces recordó que ya llevaba un día entero en la Costa Firme y aún no había encontrado la flor.

—Debemos irnos —dijo, echándose el fardo al hombro y rezando una oración de agradecimiento al dios mono por haberlos cobijado.

Tenía el cuerpo dolorido. Hasta entonces, nunca había dormido en una superficie tan dura. Lanzó una mirada a Águila Brava mientras pensaba en la noche pasada, cuando despertó confusa y asustada y se encontró en los brazos cálidos y reconfortantes del joven. El recuerdo hizo que sus mejillas ardieran. Tonina no estaba acostumbrada a sentir el cuerpo de otra persona contra el suyo, porque en la isla dormían en hamacs separadas. Se preguntó si aquel acto no sería como romper el tabú premarital.

Águila Brava se señaló la boca e hizo como si paladeara.

Tonina asintió. Ella también tenía sed.

—Tiene que haber agua por aquí cerca.

Pero cuando empezaron a descolgarse entre las enredaderas, oyeron voces. Tonina las reconoció. Eran los cazadores de águilas. Y se acercaban por el sudeste.

Así que siguieron huyendo, siempre por delante de sus perseguidores, en zigzag, girando, volviendo atrás sobre sus pasos para despistar y seguir en otra dirección, hasta que por fin dejaron de oírlos. Hacia media tarde, llegaron a un pequeño claro donde vieron a unas mujeres que bajaban pellejos a un pozo excavado en la piedra caliza.

Tras indicar a Águila Brava que se ocultara, Tonina se acercó con una sonrisa y saludó con gesto amistoso. Las mujeres le sonrieron también y, al ver su extraño atuendo —un manto de hombre a modo de falda y una blusa muy ancha—, rieron por lo bajo. Tonina vio por fin las ropas que llevaban allí las mujeres: falda hasta el tobillo y una larga túnica de manga corta.

Mediante señas indicó que tenía sed y, tras sacar la hermosa concha de una oreja de mar, la cambió por un pellejo de agua fresca.

—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Cómo se llama este lugar?

Una de las mujeres le sonrió y dijo:

—Yucatán.

—¿Yucatán?

La mujer asintió.

—¿Estamos cerca de Quatemalán?

La mujer levantó los labios sobre sus encías desdentadas y meneó la cabeza.

—Yucatán —repitió extendiendo los brazos.

Tonina le dio las gracias y volvió con Águila Brava.

—Al menos ahora sabemos dónde estamos —le dijo—. Ahora tenemos que averiguar dónde queremos estar.