6

Tonina soñó que cabalgaba a lomos de una bestia inmensa y gris.

Era el monstruo de la laguna, misteriosamente vivo, con sus gigantescos huesos cubiertos de carne y piel. Había ido a llevársela, y ahora viajaba a lomos de la bestia, agarrándose a su aleta dorsal mientras surcaban los mares.

Pero cuando despertó, se encontró en una playa desierta y se preguntó si en realidad no era un sueño y los espíritus guardianes de los delfines la habían protegido una vez más.

Se quedó tumbada, escuchando el oleaje, el viento en las palmeras, y mirando al cielo azul. Bajo su cuerpo notaba la arena seca y tibia. Pero sentía las piernas raras. Se incorporó sobre los codos, se limpió la arena y las algas de la cara y se miró.

Tenía las piernas desnudas. Entonces recordó que había abandonado la falda de hamac en el mar. Le resultaba extraño llevar las piernas descubiertas y la parte superior del cuerpo tapada, porque para ella lo normal era lo contrario: cubrirse las piernas y llevar los pechos desnudos. Era como si todo estuviera al revés, y se preguntó si no habría ido a parar a un mundo al revés.

Miró a derecha e izquierda, pero en la playa no vio otros supervivientes de la breve batalla que había acabado en tragedia. Tampoco había señal de la canoa ni de las provisiones. Pero aún llevaba a la espalda su fardo impermeable, y dio las gracias a los dioses por ello.

Se puso de pie con dificultad y giró sobre sí misma para contemplar aquel paisaje desconocido. No había ninguna laguna que separara la playa del mar, así que las olas rompían con violencia en la orilla. A su espalda, un bosque denso y verde se alzaba como un muro. Comprendió con desazón que no estaba donde debía. Según le había descrito su abuelo, en el lugar donde crecía la flor curativa había grandes acantilados escarpados y peligrosas cuevas de roca. Pero a su alrededor solo veía una playa extensa de arena blanca con palmeras. ¿Estaría al menos en la Costa Firme?

Se quitó el fardo de la espalda, lo abrió y examinó el contenido que Guama había preparado con tanto amor: pescado en salazón, coco y bayas secas, medicinas… y todo ello bien seco y conservado.

El recuerdo de su casa le hizo pensar en su tío Yúo y en su terrible muerte. La traición de Macu y los intentos desesperados de Tonina por salvarle. Se puso a llorar, pero enseguida se recompuso. No había tiempo para lamentos, ni para compadecerse de sí misma. Tras estudiar la posición del sol, decidió que el sur estaba a su derecha. Si seguía la línea de la costa, llegaría a la zona oriental, donde esperaba que creciera la flor roja.

Entre sus provisiones había un pequeño cuenco de coco que contenía la pintura blanca que los isleños utilizaban para cubrir sus rostros y sus brazos con símbolos de protección. Dedicó unos instantes a este menester, porque sabía que el mar habría borrado los que llevaba al salir de la isla y eso la hacía vulnerable a los malos espíritus y a la mala suerte.

Trazó líneas y círculos, puntos y líneas en zigzag en su frente, mejillas, nariz y barbilla, hasta que su rostro volvió a estar cuidadosamente protegido.

Luego se echó el fardo a la espalda y, tras rezar una plegaria por los hombres perdidos en el mar y otra en señal de agradecimiento a Lokono y a sus guardianes los delfines, echó a andar por la playa.

No había avanzado mucho cuando un manglar le cerró el paso. Unos árboles inmensos con gruesos troncos que se elevaban como gigantes no la dejaban pasar. Pero Tonina insistió; trepó y trepó entre las raíces retorcidas que salían del agua y avanzó por el terreno pantanoso, hasta que las piernas empezaron a pesarle. A su alrededor oía zumbar nubes de mosquitos, y estaba atenta por si aparecían serpientes venenosas.

Finalmente, se apoyó en un tronco para recuperar el aliento y escudriñó aquel tupido bosque acuático que no tenía fin. No serviría de nada. Debía ir hacia el interior y encontrar tierra firme antes de seguir su camino hacia el sur. Pero el miedo la atenazaba. Ir hacia el interior significaba dar la espalda a la presencia tranquilizadora del mar.

Aun así lo hizo, y a media tarde ya había salido de la marisma, ya no oía los gritos de las limícolas, no veía cómo amigos a las tortugas marinas que ponían sus huevos en el limo. Estaba en medio de un tupido bosque, seco, sin una sola orilla a la vista. El corazón le latía con violencia. La isla de la Perla era tan pequeña que podías recorrerla en menos de un día. Colinas bajas, diversas corrientes de agua, un denso bosque en su parte central…, una breve excursión y volvías a ver el reconfortante mar ante ti.

Pero aquel lugar era distinto.

«Esto tiene que ser la Costa Firme», pensaba Tonina, y con frecuencia se detenía a olfatear el aire y comprobar la posición del sol. A menos que fuera una isla muy grande. Pero si era la Costa Firme, no era tan distinta de la isla de la Perla, porque los árboles le resultaban familiares, y veía los mismos frutos y bayas que habían sido el sustento de su gente desde hacía generaciones. Las flores también le resultaban conocidas, al igual que las pequeñas criaturas que se cruzaban veloces en su camino. Por los relatos que había oído en torno a las hogueras, Tonina siempre había pensado que la Costa Firme sería un lugar tan fantástico que no reconocería nada de lo que viera.

Estaba a punto de girar hacia el sur y dirigirse hacia la costa cuando olió a humo.

¿Una hoguera? Pensando en la posibilidad de que alguien la ayudara a encontrar la flor, se guió con cautela por el humo y llegó a un claro donde había unos hombres sentados en torno a un fuego, hablando y fumando en pipa. Los ojos de Tonina se abrieron con sorpresa. No parecían diferentes de los hombres de la isla de la Perla. Excepto por las líneas marrones y negras que decoraban sus cuerpos, podían haber pasado perfectamente por miembros de su tribu.

Entonces vio las jaulas.

Estaban hechas con palos y zarcillos, como las trampas para capturar langostas, solo que eran mucho más grandes y, para su sorpresa, vio que dentro había águilas.

Tonina abrió la boca con sorpresa. En la isla de la Perla cazar águilas era tabú. Pero había oído decir que había hombres que no respetaban a los dioses y que se consideraban más poderosos que los espíritus de la naturaleza. No, no serían amables, así que mejor volvía atrás y seguía su camino.

Sin embargo, algo la detuvo. En la jaula más alejada vio otro tipo de cautivo… un joven que solo llevaba un taparrabos; tenía atadas las manos y los pies, y parecía aterrado.

Tonina se acercó con sigilo entre la densa maleza y, cuando ya estaba ante la jaula, como si intuyera su presencia, el joven se dio la vuelta y Tonina se encontró mirando con sorpresa unos ojos ambarinos. Contuvo el aliento e hizo un gesto de protección en el aire. Nunca había visto ojos dorados.

El corazón le latía con violencia. Sintió ganas de correr, pero la expresión suplicante del joven la detuvo. Entonces vio la herida que tenía en la frente, el hilo de sangre que le caía por el lado de la cara.

Sin perder de vista a los hombres del campamento, Tonina se acercó un poco más e inspeccionó el cierre. Solo había que cortar los zarcillos. Sacó el cuchillo de su fardo y los cortó; luego, entró en la jaula y cortó las ataduras de las manos y los pies.

Sin decir una palabra, el joven salió a gatas y corrió hacia los árboles. Cuando se detuvo para mirar atrás, tenso, agazapado, listo para correr, Tonina pensó por un momento que parecía una criatura salvaje. Se llevó un dedo a los labios y señaló a los cazadores.

—No hagas ruido —susurró.

Los ojos ambarinos la miraron confusos.

Tonina señaló al suelo, que estaba cubierto de ramitas y restos de la fabricación de las jaulas.

—Vigila donde pisas. No debemos hacer ruido.

Él miró al suelo con el ceño fruncido y entonces sus ojos se clavaron en las piernas desnudas de Tonina.

Tonina se miró y recordó que su abuelo había dicho que en la Costa Firme a la gente no le gustaba ver la piel desnuda de las mujeres. Escudriñó el campamento, vio la comida en un montón, junto con los pellejos de agua y las armas. Al otro lado del claro, vio varios mantos blancos de algodón echados sobre las grandes frondas de unos helechos, como si los hubieran puesto a secar. Volvió a llevarse el dedo a los labios e indicó al joven que la siguiera. Juntos rodearon el campamento, arrastrándose, y cuando estuvieron cerca de los helechos, Tonina quiso coger el manto más grande. En su poblado había visto que cambiaban algodón por perlas, por eso decidió dejar tres perlas perfectas a cambio del manto.

Pero cuando cogió el manto, de pronto el aire se llenó de sonidos.

Demasiado tarde, Tonina vio que estaba sujeto a una cuerda, que llevaba a otra que a su vez estaba atada a las ramas de un árbol. Un tirón y una lluvia de piedras, cocos y conchas cayó al suelo con gran estrépito.

Los cazadores se incorporaron al instante y buscaron sus armas.

¡Guay! —susurró Tonina, y se volvió para huir al bosque, con el joven de ojos ambarinos pegado a sus talones.

Corrieron entre los árboles y los arbustos, saltaron sobre troncos caídos, rodearon arbustos espinosos; se movieron veloces por aquel terreno seco y cubierto de ramitas. Tonina miró atrás y al ver que sus perseguidores seguían allí dijo:

—¡Deprisa! ¡Tenemos que subir!

Treparon por el tronco de un árbol con un denso follaje, lo bastante alto para que las ramas los ocultaran y al mismo tiempo les permitieran ver a sus perseguidores. Conteniendo la respiración, completamente inmóviles, Tonina y el joven vieron que los hombres pasaban corriendo y desaparecían en el bosque. Cuando a su alrededor todo estuvo callado y solo el canto de los pájaros y el sonido de las pequeñas criaturas que se movían entre el sotobosque rompía el silencio, bajaron con cautela.

Tonina se masajeó las articulaciones doloridas y tomó una decisión. Sus perseguidores habían ido hacia el sur, su campamento estaba hacia el este, y yendo hacia el norte solo conseguiría alejarse más de su destino. Solo quedaba el oeste. No tenía elección. De momento, seguir con vida era más importante que encontrar la flor.

Miró al joven. La cabeza ya no le sangraba, y tenía sangre seca por un lado de la cara. Cuando estiró el brazo para tocar la herida, él hizo una mueca de dolor.

—¿Estás bien? —susurró Tonina.

Él se quedó mirándole los labios y, cuando Tonina repitió la pregunta, asintió.

—Tenemos que encontrar agua y limpiarte la herida. ¿Conoces este sitio?

Él miró a su alrededor, absorbiendo con sus ojos ambarinos la maraña de árboles, muchos de ellos sin hojas, la vegetación amarillenta y marchita. Estaban en otoño, y en las tierras bajas el bosque empezaba a aletargarse. Meneó la cabeza.

Tonina se dio cuenta de que aún llevaba el manto que había robado, así que lo sacudió y se lo ató a la cintura, a modo de sarong, hasta media pantorrilla.

—Por ahí —dijo, y echaron a andar entre las figuras cada vez más oscuras de los árboles, bajo la luz menguante del día.

Mientras avanzaban por aquella zona seca, entre espinos y pinchos dando traspiés por el suelo del bosque cubierto de hojas muertas, buscando agua y un lugar recogido donde pasar la noche, pendientes de los cazadores, Tonina no dejó de pensar con curiosidad en su extraño acompañante.

Tenía el rostro ovalado, no redondeado como los de su tribu, y casi era más alto que ella… la primera persona que conocía con ese aspecto. Su pelo largo y negro colgaba a diferentes alturas, enmarañado, como si nunca lo hubiera peinado. Debía de tener su misma edad, pero no había en él nada que indicara de qué tribu o clan procedía. Salvo por el taparrabos, no llevaba nada encima, y en su piel no había ninguna marca. Tonina nunca había conocido a nadie que no estuviera cubierto de tatuajes y perforaciones. Parecía extrañamente desnudo y vulnerable, como un recién nacido.

Siguieron caminando en el crepúsculo hasta que llegaron a un pequeño claro y se encontraron ante una estructura que les llenó de asombro.

Ante ellos, excavado en la roca, cubierto de enredaderas y plantas rastreras, se alzaba un mono gigante. Estaba acuclillado sobre una plataforma de piedra de la que el moho y los líquenes se habían apoderado hacía tiempo, y las raíces de los árboles habían fragmentado las losas grises. Las manos de piedra del mono estaban colocadas sobre su vientre y en ellas habían anidado pájaros de diferentes especies.

¡Guay! —susurró Tonina, asustada, haciendo un gesto de protección en el aire—. ¿Qué es?

Su mudo compañero meneó la cabeza con expresión reverente.

Tonina vio que la boca del mono estaba abierta, como si bostezara en silencio. Parecía lo bastante grande para que dos personas se escondieran en el interior. Aunque supuso que aquel altar lo habían construido unos gigantes, era evidente que no pasaban por allí desde hacía años, así que probablemente sería seguro. Treparon por la estatua, ayudándose mutuamente, hasta que lograron entrar en la boca abierta, desde donde podrían vigilar si los cazadores de águilas pasaban por allí.

Arropados por la seguridad de aquella cueva, Tonina se sentó con las piernas cruzadas en el suelo de piedra y se quitó el fardo de viaje de la espalda. Del interior sacó una bolsita donde guardaba los ungüentos curativos de Guama.

—Ojalá tuviéramos agua para lavarte la herida… —dijo mientras hundía los dedos en aquella pasta verde y la aplicaba con cuidado sobre la herida—. ¿Por qué te tenían prisionero esos hombres?

Cuando vio que no respondía, preguntó:

—¿Entiendes lo que digo? —Su abuelo había dicho que en la Costa Firme la gente hablaba en diferentes lenguas—. ¿Al menos me oyes? —dijo pensando en voz alta, mientras se limpiaba los dedos en el sarong y devolvía la bolsita al fardo.

El joven frunció sus finas cejas negras, y entonces su rostro se distendió, porque la había entendido. Al ver que asentía, Tonina dijo:

—Si has entendido la pregunta entonces es que hablas mi idioma. ¿Cómo es eso? No pareces de las islas. ¿Cuál es tu nombre?

Él le miraba los labios.

—Tu nombre —repitió Tonina. Y entonces se dio unos toques en el pecho y dijo—: Yo soy Tonina. ¿Tú quién eres?

Él movió los labios, tratando de formar una palabra. Pero de su boca no brotó ningún sonido.

Tonina se echó hacia atrás. Quizá la herida de la cabeza le había afectado al habla. Entonces tuvo un pensamiento.

—¿Conoces tu nombre?

El joven clavó sus ojos ambarinos en ella como si pensara. Finalmente meneó la cabeza, por lo que Tonina supuso que la herida le había afectado a la memoria.

—¿Recuerdas algo?

De nuevo meneó la cabeza, y Tonina reparó una vez más en la ausencia de tatuajes protectores, perforaciones, plumas, colgantes, amuletos.

—Si no tienes nombre, no estás protegido contra los malos espíritus.

Y se sumió en una profunda meditación. Buscarle un nombre a una persona era un asunto muy serio. Su gente dedicaba días enteros a elegir el nombre de cada niño, porque no solo era una forma de protegerlo frente al mal, el nombre también era el destino. Pensando en la jaula donde lo había encontrado y en las grandes rapaces que había en las demás, Tonina decidió que, mientras no recordara su nombre, lo llamaría Águila Brava.

Cuando se lo dijo, él esbozó una sonrisa tan hermosa que Tonina se quedó perpleja. Sintió el impulso de ofrecerle algo y, al recordar el collar de caracolas de mar que Guama había puesto en su fardo de viaje para darle buena suerte, lo sacó y se lo pasó por la cabeza para que descansara sobre su pecho claro.

—Estas conchas son sagradas para Lokono, el espíritu de todas las cosas —dijo, y añadió—: Ahora estás doblemente protegido. —De nuevo fue recompensada con otra hermosa sonrisa—. Estoy buscando una flor —siguió diciendo Tonina mientras sacaba frutos secos y bayas desecadas del fardo y se las ofrecía a Águila Brava, lamentándose para sus adentros porque no tenían agua—. Tal vez tú la conoces. —Y le describió la forma de los pétalos con ayuda de los dedos, como había hecho su abuela—. Es tan roja como la sangre, y posee un espíritu sanador mágico. ¿La has visto?

Águila Brava se puso a mascar las bayas mientras le miraba las manos. Tras pensar mucho negó con la cabeza.

Comieron en silencio sus modestas raciones, mientras el bosque se sumía en una oscuridad cada vez más densa y se llenaba de vida y de los sonidos propios de la noche.

—Deberíamos dormir —le dijo finalmente Tonina a Águila Brava, cuyos ojos luminosos la hechizaban.

Había algo misterioso en aquel joven. Un aire de vulnerabilidad. La herida de la cabeza y las magulladuras que las cuerdas le habían hecho en las muñecas la conmovían profundamente y le daban ganas de abrazarlo.

Mientras Tonina lo estudiaba, él la estudiaba a ella; desplazaba los ojos ambarinos de la cabeza a los pies y viceversa, pero no con expresión irrespetuosa como muchos hombres que miran a una mujer, sino con una curiosidad casi inocente. Cuando sus ojos se detuvieron en los numerosos collares que descansaban sobre su pecho, cogió el amuleto que reposaba en una cubierta de fibra de palma.

—Nunca he visto lo que hay dentro —dijo Tonina—. La abuela dice que cuando llegue el momento de abrirlo lo sabré. Pero creo que aún no ha llegado.

El joven dejó el talismán con delicadeza y la miró a los ojos en la oscuridad. La cámara de piedra era pequeña, empezaba a refrescar. Cuando Águila Brava se tumbó de costado, y dobló el brazo bajo la cabeza para apoyarla, Tonina se quitó el sarong, se tendió de cara a él y extendió el sarong sobre los dos.

—¿Por qué no puedes hablar? —musitó rozando con un dedo aquellos labios silenciosos—. Puedes oírme, y me entiendes. Pero no hablas.

Bostezó, y luego se quedó dormida; en cambio él se quedó despierto, y no apartó los ojos de ella.

Hacía frío, y Águila Brava se acercó a la joven colocando un brazo bajo su cuerpo y atrayéndola hacia él. La tuvo abrazada hasta que también él se durmió. Y así fue como durmieron juntos, protegidos en el interior del templo sagrado del dios mono, tan cubierto de enredaderas que nadie habría podido verlos.