Guama y Huracán mantuvieron su engaño en secreto, pensando que, si su mentira provocaba la ira de los dioses, el castigo recaería únicamente sobre ellos.
Al amanecer, toda la tribu se reunió para presenciar un acontecimiento que se recordaría durante generaciones. Los veinte hombres elegidos para remar en la gran canoa parecían entusiasmados por aquella aventura. No iban hacia una simple isla, sino ¡a la Costa Firme!
Veintiún años atrás, cuando sacó la canasta de los bajíos, Huracán estudió los vientos y las corrientes y llegó a la conclusión de que la pequeña canasta había sido arrojada al mar desde la costa sur de la Costa Firme, quizá desde una tierra que se llamaba Quatemalán. De ahí era de donde Tonina venía, allí era donde encontraría a su gente. Y por tanto, allí era donde habían dicho que crecía la flor.
Mientras esperaban en la concurrida playa, bajo las primeras luces del alba, y las mujeres colocaban las provisiones en la gran canoa, Guama observó a la jovencita que el mar les había entregado un milagroso día. Y desde entonces, pensó la mujer, Tonina nunca se había alejado del agua, nunca había dejado de ver el mar. Lo llevaba en las venas. ¿Cómo sobreviviría en una tierra que no tenía fin?
Las mismas preguntas atemorizadoras se le habían ocurrido a Tonina. Pero ¿ir a un lugar desde donde no podría ver el mar? No, no debía pensar en ello, tenía que concentrarse solo en la misión sagrada para la que la habían escogido.
Mientras supervisaba cómo cargaban agua y comida en la canoa, Huracán también estudió a su nieta. Allí en pie, entre los isleños, ya no parecía una de ellos sino una extraña, como si la transformación ya hubiera empezado.
Era por la ropa.
Mientras trataba de pensar alguna forma de proteger a Tonina una vez llegara a la Costa Firme, Huracán recordó a un comerciante taino que visitaba la isla con regularidad para cambiar algodón por perlas. El hombre le había hablado de las extrañas costumbres de la Costa Firme. «Llevan mucha ropa —había dicho—, sobre todo las mujeres. Son criaturas recatadas. Y es tabú que muestren los pechos.»
A Huracán esto le preocupaba, porque aquella diferencia en el atuendo enseguida delataría a Tonina, y quién sabía lo que aquellos salvajes harían a los forasteros. Así que explicó el problema a Guama, y ésta lo solucionó con las hamacs de fibra de palma que los isleños utilizaban para dormir. Con ayuda de unas conchas afiladas, cortó y cosió dos hamacs de forma que consiguió una blusa amplia que colgaba por encima de una falda hecha también con una hamac. A espaldas de Tonina, las otras mujeres se reían. Decían que parecía un pez gigante atrapado en una red.
Mientras observaba a los hombres que cargaban pez salado y secado al sol, carne curada de tortuga y dulces elaborados con pasta de yuca, recordó otras historias que el comerciante le había contado. «Los salvajes que viven en la Costa Firme no son como nosotros. Los hombres se mutilan los genitales como muestra de valentía. Atraviesan sus miembros con pinchos y fibras para que con los años adquieran un aspecto granuloso y deformado.»
Huracán apartó de su mente aquellas ideas impensables y se aseguró de que los hombres estuvieran preparados para defenderse. Los habitantes de la isla de la Perla no eran guerreros y sus armas eran unas sencillas lanzas de madera y cuchillos de piedra. Huracán se aseguró de que a éstos añadieran varas y unos pocos arcos y flechas.
Finalmente, llegó el momento de partir. Guama entonó unas plegarias a Lokono mientras pintaba en los brazos y el rostro de Tonina signos que la protegieran. Luego le entregó el recipiente hecho de transparencia.
Cuando cerró los dedos de Tonina en torno al frío cristal, Guama sintió el extraño poder de aquel objeto. No podía saber que en aquel importante día en el que Tonina dejaba la isla de la Perla, en el país de donde procedía el vaso aquel ciclo estacional se conocía como año del Señor de 1323. No sabía que, en ese país, al otro lado del mar del este, los hombres de piel clara cubrían su cuerpo con cotas de malla y armaduras, y las mujeres con apretados corpiños y pesados vestidos. Guama nada sabía de reyes y ejércitos que luchaban con ballestas y caballos de batalla y que solo adoraban a un dios; no sabía que, dentro de doscientos años, esas mismas personas de piel clara llegarían a la isla de la Perla y, en nombre de su único dios, cambiarían la vida de los isleños para siempre.
Lo único que Guama fue capaz de decir en ese importante día, junto a la laguna, bajo el disco solar, fue:
—Este recipiente proviene del monstruo marino. Contiene un gran poder. Llévalo contigo, nieta amada, y él hará que vuelvas con nosotros.
La voz de Guama se quebró al decir la mentira, y sintió un agudo dolor en el pecho, pues vio la terrible soledad que sufriría en los días venideros.
Huracán puso una pequeña bolsita de perlas en la mano de Tonina y la miró con intensidad a los ojos.
—En la Costa Firme verás cosas asombrosas —le dijo—. Altas colinas llamadas montañas, corrientes que caen desde lo alto y se llaman cascadas. Cuando vuelvas —dijo con voz tensa—, nos hablarás de todas las cosas asombrosas que veas.
—Lo haré, abuelo —dijo Tonina, emocionada, asustada, preguntándose por qué Macu no había ido a despedirla.
Abrazó a la adorable pareja de ancianos, cuyas cabezas canosas apenas le llegaban a los hombros.
Antes de subir a la canoa. Tonina se inclinó, cogió un puñado de arena y lo metió en la bolsita medicinal, donde llevaba también un pequeño caracol de mar azul y el diente de un delfín, poderosos talismanes que la mantendrían unida a aquel lugar.
—Hoy y aquí te hago una promesa, abuelo querido, encontraré la flor y volveré para que puedas vivir muchos años y proteger de las tormentas a la gente de estas islas. Lo prometo por el espíritu de mi delfín tótem.
Miró a la gente que la rodeaba y vio la expresión de admiración de sus rostros. Por una vez, Tonina se sintió parte de aquella gente. Cuando volviera con la flor curativa, sería por fin aceptada.
Mientras su nieta se despedía abrazando a unos y a otros, Huracán se llevó a un aparte a Yúo, el jefe de los remeros.
—Debo decirte algo en secreto, sobrino —le dijo en voz baja—. Cuando lleguéis a la Costa Firme, acamparéis en la playa la primera noche. Cuando Tonina duerma, tú y tus hombres echaréis la canoa al mar y volveréis enseguida.
Por un momento Yúo pareció sorprendido, pero de pronto, al mirar a los ojos de su tío, comprendió.
—¿Encontrará a su gente? —preguntó, pensando qué extraño destino la esperaría.
Huracán meneó la cabeza.
—No lo sé. Yo he cumplido con mi deber. Ahora está en manos de los dioses. Su tiempo entre nosotros se ha acabado.
Cuando la canoa se alejó por la abertura del arrecife con sus veinte remeros y salió a mar abierto, con Tonina de rodillas en la proa, con el rostro al viento, Huracán se volvió a mirar al este y lanzó una exclamación de sorpresa.
Había estado tan pendiente de la partida de Tonina que había descuidado sus deberes como guardián de las tormentas. Una tormenta se estaba formando. Una gran tormenta. Una terrible tormenta.
Volvió a mirar hacia la pequeña y precaria canoa, con su frágil cargamento, y comprendió horrorizado que no tenía forma de hacerles volver, que no podía advertir a Tonina y a los hombres.
Se acercaba un huracán.