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Aquél era el lugar favorito de Tonina cuando quería estar sola, una zona rocosa cubierta de mangles. Pocos eran los que visitaban aquel remoto lugar, porque no tenía playa, y con los años había acabado por convertirse en su refugio.

Allí era donde, hacía veintiún años, había empezado su vida en la isla de la Perla.

El esposo de Guama, Huracán, había avistado un par de delfines que parecían estar jugando con algo. Un pequeño objeto marrón se mecía entre ellos, mientras saltaban y volvían a caer en el agua, gritando y chillando, como si trataran de llamar la atención del avistador de tormentas. Bajó precipitadamente a la orilla lóbrega y vio que los delfines guiaban el objeto hacia tierra; entonces, como si hubieran decidido que la corriente podía hacer el resto, dieron un último salto en perfecta sincronía y se alejaron mar adentro.

Cuando el objeto estuvo más cerca y quedó atrapado entre las raíces nudosas de los mangles a Huracán le pareció oír llorar a un animal. Se metió en el agua y vio que el objeto que se mecía en ella era una canasta impermeable con una tapa; la criatura que había dentro gimoteaba. No acababa de fiarse, pero la curiosidad hizo que siguiera acercándose, hasta que reconoció el llanto de un bebé.

Levantó con cuidado la cubierta de la canasta, miró y vio que una criatura, envuelta en una tela bordada, berreaba, con el rostro enrojecido y arrugado. Huracán volvió corriendo al poblado con su precioso descubrimiento y lo llevó directamente a Guama. Ella sabría qué hacer. Había parido seis hijos, y había sobrevivido a los seis. Desde que la última hija que les quedaba había muerto, Guaina solo quería dormir y no volver a despertar. Entonces le pusieron a aquella criatura llorona en los brazos y fue como si volviera a la vida.

Llamaron a la pequeña Tonina, que en la lengua de las islas significaba «delfín» y, como su piel no era oscura como la de los demás isleños sino del color de la arena dorada, para sus adentros Huracán y Guama creyeron que era la hija de un dios marino. También creían que los dioses, en su misericordia, les habían enviado a la pequeña para que les brindara consuelo en su vejez.

Sin embargo, cuando la niña empezó a crecer, su extraña apariencia hizo que la gente se hiciera preguntas, y no tardaron en convertirla en una marginada. Los niños le gastaban bromas crueles, le decían que su familia la había tirado al mar porque no querían una niña tan fea.

El misterio siempre había formado parte de su vida. Por ejemplo, ¿cuál era el significado del amuleto que llevaba alrededor del cuello cuando Huracán la encontró? ¿Quién se lo había puesto, a qué gentes la vinculaba? Tiempo atrás, Guama había tejido una pequeña funda de fibra de palma para cubrir el amuleto, de modo que nadie lo había visto, aparte de ella y Huracán. Ni siquiera Tonina, aunque le habían dicho que la piedra mágica era de un intenso rosa, translúcido si lo mirabas a la luz del sol, con símbolos mágicos. Guama le había dicho que no debía sacarlo de su funda hasta que no sintiera que había llegado el momento. Y ella había tenido la tentación de mirar muchas veces, pero se había contenido. Aquel talismán de un «extraño material y misteriosos grabados» solo habría servido para aislarla más de los demás.

También estaba la curiosa tela que cubría el cuerpo del bebé, de delicioso algodón, un material raro en las islas. Otra conexión con gente desconocida.

Pensó en Macu. Tonina no se había enamorado tanto de él como de lo que representaba: la posibilidad de pertenecer por fin a un lugar, como siempre había soñado. Si se casaba con Macu tendría un sitio en la tribu, se relacionaría con otra gente, no volvería a estar sola.

Cuando se puso en pie, su mano rozó la cuerda de fibra que colgaba de su cintura, con conchas de cauri ensartadas, símbolo de su virginidad. Le colocaron el cinturón cuando empezó a menstruar, y se quedaría allí hasta la noche de su boda, cuando el marido ejerciera el privilegio de retirarlo.

Tonina levantó la cuerda de cauríes a la escasa luz y se preguntó con pesar si algún día alguien se lo quitaría.

En el otro lado de la isla, un grupo de jóvenes estaban sentados en silencio en torno a una hoguera, de mal humor. Las llamas iluminaban sus rostros chatos y morenos, mientras intentaban no pensar en la oscuridad.

Un suceso místico había tenido lugar, un suceso relacionado con monstruos marinos y casi una muerte, y cada uno de ellos, en su simplicidad, trataba de encontrarle un sentido. Macu se había ahogado, Tonina lo había llevado a la orilla. Y la anciana lo había devuelto a la vida. ¿Había intentado el fantasma del monstruo marino robar el alma de Macu? Ante aquel misterio insondable, los jóvenes no tenían palabras.

En cambio, a Macu no le interesaba el sentido místico de haber estado a punto de morir y haber vuelto a la vida. Él había ido a la isla para dar una lección a aquella muchacha, pero también había acabado humillado.

Sus pensamientos eran negros. Durante toda la velada, mientras cocinaban y comían el pescado, con cada amargo bocado los malignos pensamientos de Macu habían ido en la misma dirección: tenía que castigar a Tonina.