Con el deseo de venganza en el corazón, Macu salió en busca de la joven que había humillado a su hermano.
Fingiendo que le interesaba como posible esposa, preguntó por Tonina en la aldea. Le dijeron que la encontraría en la orilla de la laguna occidental, donde las buscadoras de perlas estarían sacando su captura de ostras del día.
El hermano de Macu, que en aquellos momentos estaba en el otro lado de la isla con su canoa, le había suplicado que no fuera. Ya era bastante malo que una simple jovencita le hubiera superado en una carrera a nado; la venganza de su hermano solo empeoraría las cosas.
—Ella es mejor nadadora —había dicho Awak—. No puedes ganar, hermano.
Pero a sus veintidós años, Macu, de la cercana isla de la Media Luna, era orgulloso y vanidoso y detestaba a las jóvenes que se creían mejores que los hombres.
La isla de la Perla era un punto diminuto y verde en medio de un mar turquesa en el extremo occidental de la extensión de tierra que un día se conocería como Cuba, y solo podía accederse a ella por dos lugares: la laguna occidental y una ensenada en el extremo norte, que Macu y sus amigos habían logrado cruzar con su canoa entre bancos de arena pedregosos hasta tocar tierra finalmente en una minúscula playa. Desde allí, un sendero discurría por un tupido bosque y llevaba a un poblado animado y bullicioso donde los niños jugaban, las mujeres removían sus guisos en los cazos y los hombres trabajaban en los cobertizos donde secaban el tabaco.
Macu avanzó por el asentamiento y enfiló en dirección a la playa seguido por un bullicioso grupo de personas. Pero no hacía caso de sus parloteos; él se limitaba a apretar los puños y a jurar para sus adentros que tendría su venganza. Caminó con determinación por las arenas blancas y calientes, espantando a su paso a garcetas y pelícanos; los hombres, que estaban ocupados reparando canoas y redes, levantaban la vista sorprendidos. Los niños desnudos que extraían almejas de las aguas tranquilas y templadas de la laguna seguían con curiosidad el paso de aquel extraño.
Macu era de piel tostada, robusto, musculoso, y su cuerpo estaba cubierto de cicatrices, de símbolos y tatuajes. Sus largos cabellos negros estaban sueltos, lo que significaba que no estaba casado, y, aparte del taparrabos de fibra de palma entretejida, llevaba numerosos collares y amuletos para protegerse. El tatuaje de su clan que lucía en la frente lo delataba como extranjero. El grupo que le seguía bajo el cálido sol tropical, dando traspiés por la amplia franja de arenas que separaba la laguna verdosa de la exuberante jungla del interior, estaba formado por los jóvenes que le habían acompañado desde la isla de la Media Luna y por unos pocos lugareños que habían abandonado sus tareas porque intuían que aquella tarde habría diversión.
¡Un hombre mostraba interés por la pobre y sencilla Tonina!
Las buscadoras de perlas estaban concentradas en el extremo de la playa, donde un acantilado se alzaba frente al mar. Sus edades iban de los doce a los veintitrés años, y sus cuerpos oscuros relucían por el agua de mar. Estaban descargando las redes de ostras de sus canoas entre risas y bromas, y echaban las conchas sobre la arena, a la sombra de los cocoteros. Aunque Macu nunca había visto a la joven a la que quería desafiar, enseguida supo quién era.
—No es guapa —le había dicho su hermano—. En realidad, es bastante fea. —Y luego la describió, de modo que en aquel instante los ojos de Macu fueron directos a la joven con falda de hierba llamada Tonina.
Su hermano tenía razón. Aunque Tonina llevaba los cabellos sueltos y decorados con numerosas conchas, y aunque en su rostro y sus brazos llevaba pintados una miríada de símbolos y dibujos blancos, no era atractiva. Con razón no se había casado. En ella todo estaba mal. Tenía la piel demasiado clara, las caderas demasiado estrechas, la cintura demasiado fina y, por todos los dioses, Awak tenía razón, era alta. De no ser por sus pechos, dorados y húmedos aún, habría pensado que era un hombre.
Macu saludó cordialmente con una mano y dijo:
—¡Hola!
Las jóvenes se volvieron y, al ver a aquel mozo tan atractivo, adoptaron enseguida una actitud coqueta.
Al principio, Tonina no prestó atención —los hombres nunca la miraban—, hasta que comprobó con sorpresa que aquella sonrisa encantadora iba dirigida a ella. Se preguntó por qué le sonreía; ella no sabía que aquél era el hermano del joven al que había superado en una carrera a nado hacía unos días.
Mientras observaba a aquella joven sencilla y alta, Macu pensó en su astuto plan para desquitarse por lo que le había hecho a Awak. Su plan incluía el fantasma de un viejo monstruo marino.
Todas las islas cercanas conocían la leyenda de la bestia que dormía en una zona prohibida de la laguna de la isla de la Perla, cerca de donde la barrera de arrecife se abría y las aguas tranquilas se encontraban con un mar agitado. Se decía que el esqueleto de un enorme monstruo marino yacía en el fondo marino y que su fantasma rondaba por aquellas aguas.
Nadie nadaba allí, nunca.
Macu no había crecido en la isla y por eso no temía al espíritu del monstruo. Sin embargo, sabía que Tonina se había pasado la vida oyendo hablar del fantasma y que le aterraría la idea de nadar cerca. Bajo el cálido sol de la tarde, mientras los vientos alisios susurraban entre las palmeras y las gaviotas volaban en círculos en lo alto, Macu interpretó su papel a la perfección.
—¿Eres la que llaman Tonina? —preguntó.
Tonina sonrió con timidez, porque no estaba acostumbrada a recibir las atenciones de los hombres. A los chicos no les gustaban las jóvenes más altas que ellos, pero Macu tenía su misma estatura, así que quizá no le importaba.
Mientras las buscadoras de perlas los rodeaban con curiosidad, Macu se presentó y alardeó de su habilidad y pericia en la pesca con arpón, como era costumbre al iniciar el cortejo. Exageró sus proezas, preparando con tiento su trampa. En el ritual de cortejo de las islas cada miembro de una potencial pareja debía demostrar sus habilidades.
Satisfecho por su inteligencia, Macu clavó sus ojos en Tonina y dijo:
—¿Te atreverías a nadar conmigo hasta el lugar encantado y traer uno de los huesos del monstruo?
—¡Guama! ¡Hay un mozo de la isla de la Media Luna que está interesado en Tonina!
La abuela de Tonina, que estaba en la choza del tabaco, liando hojas para hacer puros, levantó la vista, sobresaltada.
—¿Qué? ¿Un mozo? ¿Estás seguro?
—Están en la laguna. ¡Y la ha desafiado a una carrera!
Guama pestañeó. ¿Un mozo interesado en su nieta? Tonina tenía veintiún años y aún no se había casado. Cada primavera, cuando los jóvenes y los hombres de las otras islas iban a la isla de la Perla a buscar mujer, pasaban por alto a Tonina. ¿Quién era ese joven de la isla de la Media Luna que de pronto demostraba interés? ¿Había sucedido por fin lo imposible?
Guama rezó para que así fuera. La joven debía casarse, de otro modo ¿qué tipo de vida le esperaba? Sin hijos que criar, sin un marido para quien cocinar, ¿qué sentido tenía la vida de una mujer? Tonina era una excelente buscadora de perlas, de las mejores, pero las buscadoras de perlas no duraban mucho.
Mientras seguía al pequeño hasta la playa, Guama recordó la competición a nado de hacía unos días, cuando Tonina superó a todos los chicos, aunque Guama siempre le decía que había que dejarles ganar. Por desgracia, Tonina había sido maldecida con una sinceridad inflexible que no le permitía hacer trampas.
—¿Qué tipo de carrera? —preguntó Guama con recelo.
—Nadar hasta los huesos del monstruo del mar.
—¡Guay! —exclamó la anciana, expresando su disgusto con una palabra que, en la lengua de los isleños, transmitía dolor, sorpresa o inquietud. Y corrió, tan rápido como le permitieron sus viejas piernas.
Para sorpresa de Macu, Tonina aceptó el desafío.
Los curiosos se inquietaron. Celebraban competiciones de profundidad y resistencia a diario; las aguas profundas, la violencia del oleaje y la resaca no asustaban a los isleños, pero nadar en aguas encantadas era otra cosa. Macu esperaba que Tonina rechazara el desafío y le diera de ese modo la victoria.
Pero lo que Macu no sabía era que Tonina no temía a los monstruos marinos ni sus fantasmas. En el mar, nada la asustaba. Macu no sabía qué hacer. Todos los ojos estaban puestos en él; debía tomar una decisión. Él había planteado el desafío, no podía echarse atrás, así que no le quedó más remedio que seguir adelante con aquella competición en la que no esperaba participar.
Su ira volvió a encenderse, pero sonrió y disimuló.
—¡Muy bien! —dijo.
Tonina llevaba la falda de hierbas que las nativas utilizaban cuando empezaban a menstruar. Se la quitó y se quedó vestida únicamente con el sencillo delantal, sujeto por una cuerda en torno a su cintura. Mientras seguía a Macu hasta el agua, la multitud observaba inquieta. Nadie se había acercado nunca a los huesos del monstruo. ¿Volverían Macu y Tonina con vida?
Guama llegó demasiado tarde. Impotente, se quedó en la playa, viendo cómo los dos se zambullían y nadaban hacia el arrecife.
Los cabellos blancos de Guama estaban recogidos en un intrincado moño, anudados con cuerda de fibra de palma, pero unos largos mechones se habían soltado y, movidos por la brisa tropical, azotaban su rostro. La mujer se apartó los cabellos sin quitar los ojos de los nadadores, temiendo que aquélla fuera la señal fatal. La señal que llevaba seis días esperando, desde que los delfines habían llegado. Por eso se preguntó, y no por primera vez, si el hecho de que Tonina siguiera soltera no sería un mensaje de los dioses; si nunca estuvo destinada a quedarse en la isla.
¿Por eso los dioses habían sido tan crueles con ella? ¿Por eso la habían creado de forma que resultara desagradable a los ojos de los hombres? Aunque Tonina era pronta a la risa y tenía un espíritu afable y confiado, su piel tenía un desafortunado tono dorado, sus extremidades eran largas y las caderas estrechas. A lo largo de los años, Guama había intentado adaptar a su nieta de adopción a los cánones de belleza de la isla: había frotado su piel conjugo de tabaco para oscurecerla, la había engordado con raíz de yuca para que fuera más rolliza. Pero el moreno del tabaco se iba, y la grasa enseguida desaparecía. Cada año, en el barbicu que celebraban para escoger esposa, ningún hombre miraba a Tonina, y por eso seguía llevando el cinturón de conchas de cauri de las doncellas. En las más jóvenes aquello era un símbolo de honor que no debía quitarse hasta la noche de bodas… pero al llegar a cierta edad, el cinturón de la pureza se convertía en símbolo de vergüenza, porque era como cantar a los cuatro vientos que a los veintiuno seguía siendo virgen, que ningún hombre la quería.
Guama miró hacia el acantilado que se elevaba por encima de la laguna y vio a su marido en lo alto, buscando señales en el viento, el cielo y el mar, buscando indicios de la llegada de huracanes. Era un anciano barrigón, con su taparrabos de fibra de palma y el cuerpo color marrón nuez cubierto con los símbolos de su oficio sagrado; era el hombre más importante de la isla, más incluso que el jefe.
Era imposible saber cuándo se acercaba un huracán, imposible prepararse, esconderse; por ello estos vendavales habían hecho desaparecer tribus enteras. Pero la isla de la Perla había sido bendecida con un hombre que descendía de un largo linaje de guardianes de tormentas, hombres con la habilidad de intuir la llegada de un huracán más allá del horizonte, de saber lo fuerte que sería y cuándo tocaría tierra.
Sin embargo, Guama vio que la atención de su marido no se centraba en el horizonte, sino en los jóvenes de abajo. Y cuando vio la persistencia con que miraba, supo que era por los delfines.
Desde entonces, los habían visto jugueteando al otro lado del arrecife; Guama y Huracán habían estado buscando señales y portentos que les ayudaran a entender la voluntad de los dioses. ¿Querían recuperar a Tonina? ¿Su estancia en la isla era solo temporal? Y, se preguntó Guama con un temor repentino, ¿estaban a punto de arrebatársela ahora que nadaba hacia las aguas tabú?
La laguna era profunda y cálida, con suaves corrientes y un agua cristalina que dejaba ver el fondo arenoso, donde habitaban erizos y estrellas de mar. Tonina y Macu nadaron el uno al lado del otro sin decir palabra. La playa quedaba atrás, el arrecife de coral estaba cada vez más cerca. La acción de las olas era más fuerte, y habían aparecido lechos de algas. Espoleado por la ira, Macu se adelantó, buscando en su cabeza la forma de humillar a aquella joven que se consideraba mejor que los hombres. Se sumergió bajo las algas y reapareció enseguida por el otro lado.
Tonina dejó de nadar y se mantuvo a flote agitando las piernas mientras lo observaba. Estaba recordando las numerosas ocasiones en que Guama le había aconsejado que dejara ganar a los jóvenes en las competiciones. Esta vez decidió hacerle caso. Le gustaba la sonrisa de Macu y las atenciones inesperadas de aquel hermoso desconocido despertaban nuevas emociones en su corazón. Quizá, si le dejaba ganar, volvería a la isla de la Perla y la cortejaría hasta que se casaran.
Entonces sería como los demás y por fin la aceptarían.
Finalmente, se sumergió y desapareció de la vista. Pero en vez de pasar bajo el lecho de algas para seguir en dirección a las aguas encantadas, nadó hacia una zona iluminada por el sol en el arrecife lleno de vida.
Allí, Tonina nadó con alegría, acompañando a los bancos de peces de colores que se movían veloces aquí y allá. Flotó ociosamente sobre corales y lechos de esponjas, y sonrió a un pez dorado que pasaba por allí. De pronto, se sentía feliz. ¡Macu la había mirado, la había elegido! Y ella, que había sido una marginada toda su vida y se avergonzaba de su escaso atractivo, conocía por fin la felicidad de recibir las atenciones de un hombre.
Se puso boca arriba en las plácidas aguas y miró hacia la superficie, donde los rayos del sol jugaban y relucían. Dejaría pasar otro instante, luego nadaría al otro lado del lecho de algas y saldría ante Macu, y le dejaría ganar.
Macu había llenado sus pulmones de aire antes de sumergirse. Ahora, ante sus ojos, veía un mundo maravilloso. El coral vivo bailaba y se ondulaba bajo un sol tamizado y veía pasar veloces a los peces de colores. Ante él vio el inmenso esqueleto, levemente iluminado por la luz que se filtraba en el agua, y sintió un apretón en los intestinos. El monstruo existía de verdad. ¡Y era enorme! Se acercó nadando con cautela. La columna del gigante yacía en el fondo arenoso y sus costillas se curvaban hacia arriba adoptando extrañas formas. Curiosamente, los huesos eran marrones.
El miedo de Macu se convirtió en curiosidad y le hizo acercarse. Colocó las manos sobre una costilla. ¡Era de madera!
Sus ojos se abrieron desmesuradamente. Aquello no era una criatura marina, sino una canoa de dimensiones increíbles. Pero no era una canoa ahuecada como la de los isleños. Aquélla estaba hecha con piezas de madera independientes que luego se habían unido, como había visto en algunas canoas de guerra. Sin embargo, aquélla no se parecía a ninguna de otras islas que él conociera. ¿Quién la había hecho? ¿Cuándo se había estrellado contra el arrecife?
Vio un destello en la arena. Parecía una medusa, y sin embargo tenía una extraña forma y estaba cubierta de cicatrices de un intenso verde y azul. Macu la cogió y descubrió que era dura como la roca, pero transparente.
Empezó a sentir una fuerte presión en los pulmones. Había llegado la hora de volver a la superficie. Una corriente lo envolvió y Macu dejó que llevara su cuerpo hacia el costado de la embarcación. Cuando vio aquella temible cabeza que se alzaba sobre ella al final de un cuello largo y arqueado, con las fauces abiertas, mostrando sus dientes afilados, comprendió que en realidad sí estaba ante un monstruo marino.
Invadido por una repentina sensación de pánico, trató de huir. Sujetando aún el objeto que había recogido del fondo arenoso, nadó ciegamente al interior del lecho de algas. Agitó brazos y piernas, tratando de respirar y con un intenso dolor en el pecho, pero quedó atrapado en la densa maraña de algas.
Guama observaba desde la playa, tensa y nerviosa. Qué necedad que el joven hubiera desafiado a Tonina a nadar por las aguas tabú. Y qué ingenuo por parte de Tonina haber aceptado. Guama sabía que su nieta no tenía miedo del mar y, si bien era cierto que estaba bajo la protección de los delfines, todo tenía un límite.
Cuando vio que Tonina salía a la superficie en el extremo del lecho de algas, suspiró con alivio. Pero Macu aún no había salido. El tiempo pasaba, y de pronto Tonina volvió a sumergirse.
Tonina encontró a Macu enredado entre las algas, inconsciente, flotando con los ojos abiertos y fijos, el pelo ondeando suavemente con las aguas. Tonina lo liberó de las hojas y los zarcillos que lo atrapaban y lo arrastró a la superficie; luego nadó de vuelta a la orilla, llevándolo consigo.
Guama estaba esperando; era una experta en ahogamientos. En cuanto arrastraron a Macu hasta la arena, ella se arrodilló y apoyó las manos en su pecho. No respiraba, pero el corazón aún latía. Lo empujó para que quedara de costado y le golpeó la espalda con el puño. Luego le abrió la boca, le echó el mentón hacia abajo y volvió a golpearle en la espalda. Gritó los nombres de varios dioses, invocando su misericordia y su poder, mientras todos esperaban en un angustioso silencio.
El tercer golpe en la espalda le hizo toser. El cuarto hizo que expulsara agua por la boca y tosiera, tratando de respirar.
Cuando sus amigos le ayudaron a levantarse, todos se apartaron para dejarles pasar; luego, miraron en silencio cómo se alejaban por la playa dando traspiés. Entonces los jóvenes isleños se volvieron para mirar a Tonina, que también respiraba con dificultad y chorreaba agua de mar.
Lentamente, empezaron a retroceder. Tonina había nadado por las aguas tabú. El monstruo marino había tratado de reclamar a Macu pero Tonina le había desafiado.
Guama vio con pesar que su gente se apartaba de Tonina haciendo signos de protección en el aire, y supo que aquélla era la señal que había estado esperando, que había llegado el momento de que la joven dejara la isla. Aquella preciosa niña que había llevado la alegría a su casa.
Mientras todos volvían al poblado, Tonina, como había hecho tantas veces desde hacía años, desapareció en la jungla para estar sola. El sol se estaba poniendo y en la playa empezaba a refrescar. Guama ya se iba cuando los dedos de su pie notaron algo duro en la arena. Bajó la vista y vio una medusa muerta, encogida. Frunció el ceño. No, no era una medusa. La recogió y le limpió la arena.
El objeto aún estaba mojado. Seguramente habría llegado a la playa con Macu y las algas. No sabía qué podía ser. Era duro, pero no era ni de piedra ni de arcilla. Era transparente, con intensos colores que lo surcaban, de tal manera que parecía una burbuja de agua petrificada con una planta aprisionada en el interior. Y sin embargo sus formas le resultaban familiares, porque el objeto reposaba en su mano como un mate.
Guama no sabía que aquel asombroso material transparente se llamaba cristal, ni que había sido soplado y hecho a mano en el otro extremo del mundo, en una tierra con un clima frío llamada Alemania. No imaginaba que la copa había pasado de un amo a otro hasta convertirse en la preciada posesión de un explorador de barba roja que lo llevó consigo en su barco (con un mascarón en forma de dragón) a un nuevo hogar llamado Vineland.
Guama no sabía nada de todo esto, ella solo sabía que Macu apretaba en su mano aquel extraño recipiente cuando Tonina lo llevó a la orilla. Y, puesto que todo sucede por alguna razón —Guama estaba convencida de ello—, intuyó que el objeto estaba ligado de algún modo al destino de Tonina. Por eso decidió conservarlo y entregárselo a su nieta.
Pero, cuando echó a andar hacia el poblado, Guama suspiró con tristeza y por enésima vez se recordó a sí misma que en realidad Tonina no era su nieta. No era la nieta de nadie.
Tonina ni siquiera era humana.