¿Y si tu vida no se parece en nada a lo que habías planeado? ¿Y si es todavía mejor?
¿Sabes lo que te digo? Que igual estás sola porque quieres. Que quizá todavía no hayas tenido el valor de aceptar que tu vida sin una pareja te gusta. A veces una siente el vértigo cuando comprueba que disfruta de su soledad y de la ausencia de obligatoriedad que implica un novio. Siente el vértigo porque toda la vida se imaginó a sí misma en unas circunstancias que parecían inamovibles y resulta que ahora no responden a la realidad.
Y, por otra parte, es un alivio comprobar que no lo controlamos todo, que suceden cosas más allá de nuestros deseos y que lo que nos queda por recorrer nos depara sorpresas que no forman parte de nuestros estáticos objetivos, formulados en el pasado probablemente desde un esquema social, y no desde una actitud guiada por la inteligencia o la emoción real.
El otro día, viendo un programa de crónica social, me di cuenta del hallazgo de los reporteros, sin que ellos mismos fueran conscientes, cuando le preguntaron a la famosa de turno si su corazón estaba «ocupado». De repente, visualicé mi anatomía como si se tratara de un mapa en plena guerra mundial. Los territorios ocupados están sometidos, la ocupación es una invasión, no sé si me explico. Por eso yo no quiero tener mi corazón OCUPADO por nadie. ¡No quiero a un soldado alemán invadiendo mi Polonia!
Cuando echo un vistazo a mi vida desde la infancia hasta ahora, descubro la importancia que han tenido primero los niños, luego los chicos, luego los hombres y últimamente los señores.
Pero, por mucha vergüenza que me dé reconocer esto (de perdidos al río), en el sexo opuesto no buscaba sólo el amor o lo que fuera eso, sino confirmar mi propia valía a través de los demás. Así es como funcionan a veces tanto las amistades como las relaciones de pareja. Y sabemos que no es la forma más sana de relacionarnos, pero estamos en un estado un poco primario emocionalmente hablando (disculpad el mayestático, pero así me siento acompañada).
Por eso nos parece tan importante contar con la aprobación —y a ser posible la admiración— de los demás. Aunque esto tiene el riesgo de convertirnos en unas egocéntricas que utilizan el mundo para observar su propio reflejo. Yo, otra cosa no, pero de egocentrismo sé bastante. Yo, yo, yo sé bastante de egocentrismo.
Ahora creo o espero estar mejor de lo mío, pero hubo una época en la que cuando escuchaba una canción me dedicaba a imaginarme a mí misma como cantante, guitarrista, bajista o batería del grupo, el instrumento que más relevancia tuviera, claro, que para eso era mi fantasía. Creo recordar que era adolescente (o eso quiero pensar). Pero eso no es lo peor (que ya es), es que también imaginaba quiénes asistían al concierto, y solían ser esos hombres a los que me hubiera gustado conquistar y otros que quedaron en el camino, tipo exnovios o chicos que me habían rechazado.
Otras veces protagonizaba mentalmente un acto heroico en presencia del tío que me gustaba. Esta fantasía iba orientada a salvar a alguien de las llamas, evitar un atropello o reanimar a un desconocido tras un terrible accidente. Imaginaba cómo despejaba el círculo de curiosos que se había creado alrededor (formado por varios hombres atractivos, como si fuera una secuencia de Rebeldes) y soltaba frases tipo: «Dispérsense, aquí no hay nada que ver», mientras le salvaba la vida al enfermo con una mano y con la otra me encendía un cigarro. Y todos fascinados CONMIGO, por supuesto.
En la adolescencia era bastante voluble, y si veía Dirty Dancing soñaba con llegar a una discoteca donde la gente hacía hueco para que yo bailara y entonces me colocaba en el centro de la pista y comenzaba una coreografía perfecta. Los asistentes murmuraban, me admiraban, y luego yo me marchaba como si nada porque en el fondo era humilde y no le concedía importancia a mi protagonismo.
Y si veía Karate Kid quería hacer karate simplemente para dejar atónitos a mis compañeros de clase y a mi orgulloso entrenador oriental. El deporte en sí me importaba un pito, lo que buscaba era reconocimiento.
Lo grave es que esta estupidez egocéntrica todavía parece funcionar a veces: uno mola en función de que los demás piensen que molas (sí, tengo cuarenta años y sigo utilizando el verbo molar).
Y creo que ésta es una de las claves de desear con tantas fuerzas un novio a nuestro lado, una persona, supuestamente incondicional, que nos confirme que valemos la pena. Es estúpido y ruin. Sobre todo, porque así acabamos relacionándonos todos con todos por puro utilitarismo. «Yo te valoro a ti si tú me valoras a mí. ¿Hay trato?».
Sé de amigas que a estas alturas se acuestan con desconocidos porque no quieren dormir solas. Amigos que mantienen relaciones muertas, aterrados ante la idea de quedarse solos. Amigos que alimentan supuestas amistades por miedo a pasar los días solos. Personas que llaman a otras simplemente porque se aburren. Personas usadas por otras personas incapaces de gestionar su soledad.
La soledad más intensa es precisamente la que más se esconde, la soledad disfrazada de vida social, de relación sentimental, de cómplice que nunca llegará a ser amigo. En la intimidad de nuestro pensamiento más sincero, ¿cuántas relaciones mantenemos por comodidad? ¿Cuántas por conveniencia? ¿Cuántas por miedo? ¿Cuántas de ellas por compasión? ¿A cuántas personas utilizamos y por cuántas de ellas somos igualmente utilizados? Usar a los demás como un medio para conseguir nuestros fines es una práctica tan cotidiana que uno ya no se detiene a distinguir entre las verdades y las mentiras de su propia vida.
Hay relaciones que duran diez años en las que habría bastado con cinco. Relaciones de seis años en las que habría bastado con dos, relaciones de una noche en las que habría bastado con una caña, e incluso relaciones en las que habría bastado con no relacionarse. Creo que uno en el fondo sabe cuándo permanece en una historia por compasión o dependencia, y creo también que a todos nos da miedo estar solos, y acabar solos, y ante eso preferimos sumergirnos en un sucedáneo de vida y hacer como que todo va bien. Pero no somos tan imbéciles. (Bueno, hay quien sí. Yo, sin ir más lejos, a veces lo soy un poco… Y si voy más lejos ya lo soy bastante). Sabemos lo que hacemos, y si decidimos indagar un poquito, sabemos los porqués. Pero ¿cuántas experiencias estamos ignorando? ¿Cuántas cosas podrían estar sucediendo si camináramos libres y sin escudos de protección?
UN NOVIO PARA BARBIE
Lo malo es que los escudos los vamos poniendo desde pequeños; es más, siempre hay algún adulto que te dice eso de que tienes que estudiar para «defenderte en la vida». ¿Defenderme por qué? ¿Por qué damos por hecho que nos van a atacar? Con el modelo familiar tradicional ocurre lo mismo: cuanto más se parezca nuestra vida a la idea convencional instaurada en la sociedad, más protegidos nos sentiremos.
De pequeña, mi objetivo cuando jugaba a las muñecas era que éstas tuvieran un novio. Me encantaba hacerle trajes de papel de aluminio a la Barbie para sus fiestas e inventarle reuniones de trabajo, pero su mundo no estaba completo si no le encontraba pronto alguien con quien descubrir las relaciones de pareja. Yo sabía que en aquella época tener una Barbie ya era un lujo, aunque luego descubrí que el problema no era la época sino nuestra economía familiar. Mis padres no podían cargar con los gastos que suponía enriquecer la vida sentimental de mis muñecas, así que decidí pasar a la acción y hacer lo que haría cualquiera en una situación límite: robar.
Estaba yo en el patio del colegio cuando de repente me fijé en un coche de juguete que conducía un solitario Madelman. Era un muñeco atractivo, con barba poblada y cara de hombre interesante y de mucho mundo interior. No lo dudé y empecé a tirar del muñeco para sacarlo del coche y llevárselo como ofrenda a mi Barbie. Yo tiraba fuerte, pero el muy cabezón se resistía a venirse conmigo. Finalmente me salí con la mía y me llevé el Madelman, aunque sus piernas se quedaron en el coche. No era mi intención lisiarlo, pero no me dejó otra opción. A partir de ese momento, mi Barbie tuvo un novio herido en Vietnam. Pero lo esencial estaba cubierto: TENÍA NOVIO.
También recuerdo cómo en el colegio jugábamos a «parejas y unidades». Las parejas perseguían a las unidades, y al alcanzarlas éstas eran eliminadas. Las unidades, sin embargo, sólo podían huir. Mal empezamos. ¿Es la pareja más fuerte que la unidad? Por lo visto, sí. ¿Y por qué? ¡Porque son más! ¿Sólo por eso? Que sí, que sí. Que las parejas son más poderosas que las unidades. ACABÁRAMOS.
Los juegos infantiles son, claramente, un reflejo del funcionamiento social. Recuerdo aquella canción que cantábamos las niñas cogidas del brazo, «al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya, a ver si me encuentro un novio, el más bonito de España».
Uno: ¿por qué limitar la búsqueda a España? ¿Acaso no tenemos derecho a un novio extranjero?
Dos: ¿la alegría está estrictamente ligada a encontrar novio? Eso nos cuentan.
Éstas son las cosas que llevamos oyendo desde los cinco años, y ahora resulta complicado quitárselas de la cabeza y pensar que la pareja es una opción más, pero no la única.
UNO MÁS UNO
No estar en pareja no es un fracaso social, porque la pareja no es nada. No somos dos, somos uno más uno. Puede que te apoyes en otro, que te acompañes, que cuentes con el otro, pero la vida sigue siendo un camino personal. Estar con otro puede hacerte el día a día más fácil, o más difícil. Puede empujarte a aprender, o a agazaparte para siempre y no sacar la cabeza de tu nidito de «amor».
Estar con otro puede ser una experiencia maravillosa, pero estar solo también. Las emociones son individuales, incluso el amor es un sentimiento personal que se comparte, pero no por eso deja de ser individual.
Hay una frase de Antoine de Saint-Exupéry que dice así: «Amarse no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección».
Todos hemos pasado por alguna ruptura en la que tus amigos, en pareja, intentan consolarte (curiosamente, suelen sentarse juntos al otro lado de la mesa, evidenciando tu soledad) y te dicen que no debes preocuparte, «seguro que encuentras a otra persona». Sin embargo, a nadie se le ocurre decirte: «No te preocupes, sola puedes estar estupendamente». ¿Por qué? ¿Por qué no asumimos de una vez que en el jardín de la alegría no hay sólo novios nacionales esperando nuestra llegada sino experiencias más allá del modelo social?
Animo enérgicamente a que le echemos un poco de valor y salgamos de la ficción social y el espejismo afectivo. Salgamos del escondrijo vital y pongámonos a prueba en nuestra soledad.
Para mí este discurso es peligroso porque, como dicen algunas amigas, me he convertido en una adicta a romper. No soy una psicópata (creo), simplemente siento que cada relación que termina me indica que estoy haciendo lo que debo, y estar haciendo lo que debo me produce satisfacción. ¿Quiere decir esto que hay que romperlo todo? No, pero si me detengo a reflexionar sobre las relaciones que he tenido, casi podría afirmar que sólo una o dos han sido positivas para ambos. Y cuando digo positivas me refiero a que nos hemos impulsado, a que ha habido más cariño y alegría que inseguridad y resignación. Me refiero a hombres que no han tratado de retenerme por encima de todo y a los que yo no he intentado manipular en función de mis intereses. Porque cuando nuestros sentimientos están tan relacionados con los del otro, ¿cómo de real puede ser eso? ¿De verdad puedo llamar amor a algo que si no es correspondido se transforma en odio?
Imagino que no soy la única a la que le ha pasado eso de enamorarse de alguien que no se enamora de ti. ¿No? Si a vosotros no os ha pasado, que sepáis que a mí tampoco… Era por hablar de algo…
Centrémonos entonces en esos pobres desgraciados que se han visto atrapados en un desencuentro emocional alguna vez. Lo que de verdad quiero saber es el porqué del sufrimiento al no ser correspondido. Más allá del despecho, el ego, la rabia, la humillación, la tristeza, el vacío… Vale, igual no hay que ir mucho más allá para entenderlo, pero insisto: ¿qué sucede en el fondo? Pues lo de siempre; el terror a la soledad, que en cada rechazo aumenta y se hace más palpable.
¿Y sabéis por qué creo que ese terror es la base de todo esto? Porque nos aliviaría mucho saber que, a pesar de que la relación no prospere, ese individuo insensato que ha osado rechazarnos —¡a nosotros!— en realidad sí nos ama, pero (comienza aquí el Greatest Hits de excusas para no asimilar un rechazo): «Es muy tímido y no es capaz de expresar lo que siente, tiene un bloqueo emocional y no es capaz de expresar lo que siente, tiene miedo al compromiso, está en un momento muy distinto al tuyo, es que es muy infantil, acaba de salir de una relación tormentosa, tiene demasiado trabajo, es que le das miedo…». (Me niego a creer que yo le dé miedo a ningún hombre a no ser que le persiga con un picahielos por la casa…, que todo se andará).
O sea, que nos aliviaría mucho saber que, aunque la compañía no sea física, hay alguien ahí para nosotros. Por eso creo que necesitamos más que nos quieran a querer, por eso creo que necesitamos más que deseen estar con nosotros a desear estar con los demás. Cualquier cosa para evitar esa amenazante soledad, que tememos nos esperará sonriendo con sadismo y acariciando un gato persa en un sillón de orejas al final de nuestro camino.
TU ÚLTIMO TREN
Yo me pongo enferma cuando las cosas no fluyen, tengo esa enorme capacidad de somatización. Por eso, cuando alguien me pregunta cómo puedo ser tan insensible después de mis rupturas, tras las que paso página con bastante facilidad, contesto que, además de la experiencia (ya tengo muchas rupturas a mis espaldas), éstas me suponen una liberación. No porque el otro me tenga secuestrada, pobre, no es el caso, sino porque me tengo secuestrada a mí misma. Tengo una parte de mí depositada en otra persona que no está siendo capaz de gestionarla, al menos no como yo necesitaría que lo hiciera. Y no le puedo pedir más, cada uno hace lo que puede, pero al menos sí puedo intentar encontrar la valentía para enfrentarme a mí misma y descubrir si mantengo la relación por «amor» o por miedo. ¿Miedo a qué? A que cada hombre que aparece más allá de los cuarenta años porte un cartel que rece SOY TU ÚLTIMO TREN.
La sensación que me produce la expresión «el último tren» es casi anacrónica. Imagino cómo espero en el andén con mis maletas de cuero mientras me sujeto la pamela para evitar que el viento la arrastre (la imagen es tipo Orient Express, que mola más). Llega el tren y subo a duras penas con mi equipaje. El revisor, con un bigote muy Hércules Poirot, toca el silbato y mete prisa a los viajeros. Me sitúo junto a la ventanilla mientras algunos pasajeros recorren todavía los pasillos en busca de su asiento.
A mi lado se acomoda una señora muy grande que me mira de arriba abajo con suspicacia. En el vagón restaurante ceno sola y observo a la gente comer en silencio. No se oyen risas, no percibo miradas amables y los camareros me sirven con brusquedad. Se me cierra el estómago. Hay algo en el ambiente que me hace dudar. ¿Es éste el tren en el que quiero viajar? Y si lo es, ¿por qué siento este desasosiego?
Pero no pasa nada, pienso, si no deseo continuar el viaje basta con bajarme en la próxima estación. El revisor, que ha escuchado mis pensamientos, me advierte de los riesgos que corro. Los pasajeros dejan de comer y me escudriñan. Entre todos intentan convencerme de que quizá no exista otro tren. Debería conformarme con éste y dejar de buscar, porque me arriesgo a quedarme en tierra mientras los demás continúan su camino.
El convoy se detiene. La gente sigue mirándome con curiosidad. Trago saliva. El revisor hace sonar el silbato sin perderme de vista. Todos confían en que no voy a bajar, es lo más sensato. De repente, un arrebato me conquista y salgo corriendo, dejando incluso mi equipaje en el compartimento. Por las ventanillas veo los rostros atónitos de los pasajeros; algunos me dedican una mirada de condescendencia, dando por hecho que voy a quedarme sola en el andén, a la espera de un tren que jamás llegará.
No existe un último tren, y parece que este absurdo sólo fomenta que nos enganchemos a quien se ponga a tiro para evitar quedarnos abandonados en una gélida y remota estación.
Hay un huevo (lamento la expresión, pero así rebajo trascendencia un momento) de emociones y personas por descubrir, en forma de relación de pareja o en forma de encuentros, de amantes o de amigos. Y llegarán, no se sabe cuándo ni dónde, pero nada indica que mantener nuestras exigencias con respecto a los demás sea sinónimo de renunciar a las caricias, palabras o impulsos de esas personas que todavía no han aparecido. Y hasta que aparezcan, este andén se puede transformar en una etapa de nuestra vida en la que nos quedan muchas cosas por hacer.
Pasan trenes todos los días, pero eso no significa que tengamos que cogerlos.
MANTENER EL EQUILIBRIO
Sin embargo, parece que estar solo se ha estigmatizado.
Yo aprendí tarde a montar en bicicleta, y además lo hice bajo una enorme presión; esa que se siente cuando has oído cientos de veces que montar en bicicleta es muy sencillo y puede hacerlo cualquiera. ¿Y si podía hacerlo cualquiera menos yo? Me sucedió algo parecido cuando escuché que el ajedrez era un juego para gente inteligente. A partir de ese momento me bloqueé para siempre y llegué a ser vapuleada incluso por niños insoportablemente hábiles de siete años. Para mí, lo de la bici era igual. Yo era la única niña del camping en el que veraneaba que no iba en bicicleta. Aquello tenía que terminar, aunque fuera por mantener la reputación de la familia, que nunca supe muy bien cuál era pero tenía que haber una.
Tuve que lanzarme al vértigo de prescindir de los ruedines con los que aprenden los niños. No teníamos tiempo. Debía aprender rápido y poner cara de veterana para pasar desapercibida.
Mi abuela empujaba mi diminuta bicicleta por las sendas rodeadas de caravanas y tiendas de campaña mientras yo me agarraba al manillar con tanta fuerza que podría haberlo destrozado. Me sudaban las manos y mi cuerpo estaba tan rígido como una armadura medieval. La vista se me iba nublando y el paisaje pasaba frente a mí a cámara lenta. Algunos vecinos observaban el acontecimiento interesados y me animaban a pedalear.
Tras unos metros recorridos satisfactoriamente, cometí el gran error de mirar hacia atrás. Ese instante de flaqueza podía haberme convertido en una estatua de sal, como la mujer de Lot, pero lejos del castigo bíblico lo que me esperaba en aquel momento era la soledad absoluta.
No había nadie cubriéndome las espaldas. Un silencio seco se incrustó en mis pupilas y el pánico se apoderó de mí: mi abuela ya no me empujaba. Era yo la que avanzaba sola sobre la bicicleta. Yo era la única responsable de que aquel vehículo se mantuviera en pie.
Y entonces se produjo el desastre. El miedo me hizo perder el equilibrio y me estrellé contra una tienda de campaña y un contenedor. Me lo llevé todo por delante y terminé con la cabeza en el suelo, junto a varias bolsas de basura. Con mi trayectoria como humorista involuntaria, no me extrañaría nada que en aquel momento se encontrara observando la escena uno de mis múltiples amores platónicos del verano.
El caso es que no fui capaz de mirar a mi alrededor para comprobarlo. Con las rodillas ensangrentadas, la cabeza hundida y la dignidad desollada, cogí lo que quedaba de aquel objeto diabólico y me marché.
Para mí, aquello fue una metáfora de lo que me esperaba. Era mi entrada en la vida adulta. Tenía diez años, pero ya había aprendido las claves que rigen la existencia de los mayores.
En la vida estás solo. Como mucho hay alguien para darte un empujón, pero la responsabilidad de mantenerte en pie y avanzar es exclusivamente tuya.
EL TEST DE LAS SOLTERAS
Está claro que somos exigentes con los demás, pero ¿estamos a la altura de nuestros requisitos? ¿Qué nivel de autocrítica tenemos nosotras?
Tu novio o amante te dice:
1. Eres muy egoísta, sólo piensas en ti.
A. No caigo, ¿en quién más podría pensar?
B. A partir de ahora pensaré en los dos.
2. Eres tan inmadura…
A. ¡Y tú más!
B. Dame tiempo y aprenderé a madurar.
3. Eres muy posesiva.
A. Le sueltas la mano, amoratada por la presión, y le dices: «¿Qué quieres, que te deje suelto en esta jungla?».
B. Es porque te quiero, pero no es mi intención agobiarte.
4. Eres demasiado dominante.
A. Calla y sigue masajeándome los pies.
B. Gradas por abrirme los ojos, es un rasgo de mi carácter que deseo eliminar.
5. Estás demasiado a la defensiva.
A. ¿Estás intentando dejarme?
B. Lo siento, he estado muy estresada últimamente, no volverá a ocurrir.
6. Eres muy celosa.
A. ¿Hablas conmigo o con esa camarera a la que no le quitas ojo?
B. Aprenderé a confiar más en ti.
7. Eres muy controladora.
A. No, cariño. Sólo te llamo para saber dónde estás, con quién y qué haces exactamente.
B. Es sólo miedo a perderte, pero haré un esfuerzo por relajarme.
8. Eres demasiado superficial.
A. Cómo se nota que a ti no se te ha roto una uña.
B. Mañana mismo me leo Crítica de la razón pura de Kant y empezamos de nuevo.
Si la mayoría de tus respuestas han sido A, estás abocada a un fracaso inevitable. Si por el contrario has elegido B, tienes toda mi admiración; eres respetuosa, solidaria, comprensiva… En definitiva, eres una extraterrestre.