8. ARIZONA BABY

Mi reloj biológico estallará en cualquier momento. No sé si cortar el cable rojo o el azul.

Decía una ministra hace un tiempo que «la falta de varón no es un problema médico». Pese al cinismo de esta afirmación, es cierto, aunque algunos traten a las solteras como a enfermas («tú lo que necesitas es un hombre que cuide de ti»). Pero ¿qué se supone que puede hacer una mujer que no tiene pareja si desea tener un hijo? Según andan las cosas, gastarse una pasta que no todas tenemos. Por mucho que queramos —o simplemente hayamos asumido— permanecer solteras en este momento, con el tema de la maternidad todo se complica. Y no digo que en pareja la maternidad no sea complicada, pero al menos ya tienes claro con quién quieres tener un hijo. Las demás nos encontramos con unos cuantos problemas:

La cuenta atrás

Llega un punto en el que, si no lo tienes claro, es tu biología la que se encarga de elegir el momento. Porque tú has estado esperando a que apareciera el padre ideal y ahora, rondando o superando los cuarenta, descubres que ese hombre puede que no exista, o no exista para ti, o te estés quedando sin tiempo para seguir buscándolo. Y lo del padre ideal es bastante infantil, como lo es el hombre ideal y pensar que nosotras seríamos madres ideales o parejas ideales, pero yo qué sé, existe tanta intoxicación cultural que quizá hayamos perdido demasiado tiempo en elucubraciones absurdas.

El candidato

La imagen que tuve durante años del padre ideal podría pertenecer perfectamente a un anuncio de seguros. Yo, que me las doy de moderna, de mujer de mi tiempo y de liberada, me encontraba fantaseando con un hombre de pelo canoso y jersey de lana que le tiraba la pelota a un perro labrador en un muelle y sujetaba a mi hijo de los brazos para darle vueltas mientras ambos reían. Yo observaba la escena desde lejos con una sonrisa; una sonrisa de madre sabia, con experiencia y con la tranquilidad de que mi hijo estaba en buenas manos.

Lo que ya no me tranquilizaba tanto era: ¿por qué lanzarle una pelota al perro en un muelle? Creo que mezclo recursos publicitarios: ¿no es un poco peligroso que la pelota caiga al mar y el perro vaya detrás? Antes de que el perro acabe ahogado y mi hijo se convierta en un niño conflictivo por no haber podido superar el trauma del muelle, sería mejor llevar el plan del perro y la pelota a la playa. Sí, siguiente fantasía estúpida: los tres con los pantalones remangados riéndonos y jugando a perseguirnos por la orilla.

También me gusta la escena del padre en la bici llevando a mi hijo detrás; una imagen que veo a menudo. Sin embargo, cuando me paro a pensar qué hubiera pasado si alguno de mis exnovios la hubiera llevado a cabo, se me corta la respiración de golpe. Creo que todos ellos se habrían estampado en algún bordillo a los diez metros de salir de casa, y no es que insinúe que no me fío de los hombres con los que he salido, es que lo afirmo rotundamente.

Otra situación que me fascina es la del padre contándole un cuento al niño en la penumbra de una acogedora habitación con pósters de animales, lámparas con dibujos, una alfombra de colores y flores en el balcón (la decoración que he elegido podría generar un trastorno psicológico a ambos debido al exceso de estímulos visuales).

Otras veces sueño con llegar a casa y encontrarme al padre de mis hijos haciendo una tarta sorpresa para mí con el delantal manchado de caramelo y nuestro hijo pequeño en brazos, mientras la niña mayor termina de dibujar un enorme corazón de chocolate. Y encima ha hecho la cena para todos, ha limpiado la cocina, ha puesto la lavadora y ha planchado (y todo esto con el niño pequeño en brazos). Y luego cenamos los cuatro para celebrar mi vigésimo quinto cumpleaños (es mi fantasía y cumplo la edad que me da la gana).

Tampoco pido tanto, ¿no? Sólo busco a un hombre que sepa lanzar una pelota, montar en bici, leer, ponerse un delantal y coger a un niño en brazos. Ni siquiera hace falta que lo haga todo a la vez, no estoy exigiendo que lea un cuento en bici con el niño en brazos mientras lanza una pelota con el delantal puesto.

Cuando en el fondo lo que estás buscando es un padre para tus hijos, cada detalle acaba por parecerte decisivo. De pronto, todo gira en torno a esos hijos que no tienes y ese padre que no existe, pero como buena madre preventiva que eres no hay que despistarse.

Pongámonos en situación:

Salgo a cenar con un tío encantador que sufre de alopecia. A mí no me supone ningún problema la falta de pelo, pero ¿es hereditaria? Ya estoy oyendo a mis hijos, calvos con veinte años, recriminándome: «Qué, ¿no podrías haberte enrollado con uno que tuviera pelo? ¡Mira lo que nos has hecho!». Cuando ya nos hemos sentado a una romántica mesa, a la luz de las velas, en vez de preguntar «¿pedimos un vino blanco?» me sale «¿la alopecia es hereditaria?». Y tras la cena y la típica charla de primera cita, con temas tipo «¿hay casos de esterilidad en tu familia?», «¿alguna enfermedad genética que recuerdes?» y preguntas así, cotidianas, para ir conociéndonos, decidimos marcharnos.

Salimos del restaurante, él lo hace primero y deja caer la puerta al pasar. Yo no doy crédito: ha dejado caer la puerta en lugar de sujetármela. ¿Qué clase de padre haría eso? ¿Y si la puerta les cae a mis hijos en la cara? ¿Qué pasará cuando lleve a urgencias a mis hijos calvos porque la puerta se les ha incrustado en la cara? Al contemplar el panorama llamarán a los servicios sociales y me dirán: «¿Cómo se ha atrevido a tener hijos con un hombre que deja caer la puerta sin sujetarla? ¿Qué clase de madre es usted? Lo siento, pero nos vemos obligados a retirarle la custodia».

El entorno

Es curioso cómo cuando comento con algunas personas mi deseo de ser madre soltera, muchos me dicen que si no tengo pareja podría adoptar, «que hay un montón de niños huérfanos en el mundo». Y es verdad. Pero por ese mismo motivo también podrían adoptar ellos en vez de tener hijos biológicos, ¿no? Has tenido un hijo y ahora quieres tener otro… Adóptalo. ¿O es que eso está reservado para las que queremos tener hijos sin pareja? Adoptar desde luego que es una opción, pero no necesariamente reservada para las solteras, amigos, también para vosotros. Que parece que estáis diciendo que los niños que «sobran» porque no tienen padres son para las mujeres que «sobran» porque no tienen maridos. No sé si intuís la condescendencia que destila este argumento sobre un tema tan serio como es la orfandad.

Si cada mujer tuviera que dar una explicación convincente de por qué quiere ser madre antes de serlo, no nacería nadie. Pero claro, ese tipo de preguntas capciosas se guardan para las mujeres solas que queremos ser madres. Si tienes pareja es lógico que quieras procrear, a nadie se le ocurre preguntarle a un matrimonio por qué quiere un hijo; sin embargo, a nosotras sí, y además muchas veces como diciendo: «¿Por qué te empeñas? ¿No ves que no viene a cuento?».

Entonces ya empiezan a sugerir que lo importante es pensar en el niño y no en tus deseos, como dando por hecho que en pareja SIEMPRE se hace así pero que tú emprendes la aventura casi por aburrimiento, por no estar sola, por tener un tema de conversación con tus amigas madres. Si no tienes pareja, querer tener un hijo es egoísta. Si tienes pareja, nadie se va a plantear si estás siendo o no egoísta. Os juro que la próxima vez que me encuentre en esta situación pienso reforzar los prejuicios de quienes me cuestionen:

—¿Y tú por qué quieres tener hijos?

—No sé, pues por hablar de algo, ¿no? Veo a todas las madres tan entretenidas en los parques que me he dicho: YO TAMBIÉN QUIERO UNO.

Y a mí lo que me preocupa de todo esto es el mensaje social que reivindica un único modelo familiar, y que ensalza una elección de vida sobre todas las demás.

También hay quien te trata con condescendencia cuando les hablas de la inseminación, porque por lo visto la inseminación artificial es, efectivamente, artificial, y la inseminación a través del coito es inseminación auténtica. Algunos todavía se lamentan por no tener un hijo en pareja, como si tenerlo «sola» fuera una especie de traición a la naturaleza y tenerlo con tu marido fuese moralmente más digno. ¿Estamos diciendo con esto que todas las relaciones entre hombres y mujeres son auténticas? ¿En serio? ¿Y si hacemos memoria y recordamos algunos de nuestros encuentros sexuales seguiremos pensando lo mismo? Lo dudo.

Porque el sexo puede depararnos grandes experiencias, pero algunas veces se convierte en la respiración asistida de relaciones que murieron tiempo atrás, en una estrategia para ser aceptados, en una intención de manipulación, un desahogo hormonal estrictamente personal, un trámite para ahuyentar la soledad, una lucha de poder, el invento de un deseo que ya no tienes para mantener una relación que ya no existe, o en parches que cubran nuestras carencias a costa de las de los demás. (Para más información, consúltese el capítulo «Sexo en Nueva York»).

Esta sensación de ir por detrás del ritmo supuestamente natural de la mujer no sólo la alimento yo, no, también tengo amigos con una gran sensibilidad y psicología que al enterarse del último embarazo me dicen cosas como «que te estás quedando sola, que sólo faltas tú, que ya tienes una edad…». Sí, tengo una edad y el año que viene tendré otra, y es asunto mío lo que haga con ellas.

El problema que encuentro en mi entorno es que los hijos de mis amigas han nacido prácticamente a la vez y así serán amigos y jugarán juntos. El mío estará solo, sin amigos de su edad, y al ser el más pequeño los otros niños no le harán caso. Entonces, el pobre sufrirá un terrible trauma por sentirse desplazado y tendrá que acudir a una terapia. Y entre las clases extraescolares a las que acudirá, que serán muchas porque abarcarán todas las actividades que yo no pude realizar en mi infancia, más el psicólogo, me saldrá carísimo.

Dios mío, tengo un hijo traumatizado antes de quedarme embarazada. Pero ¿qué clase de madre soy?

La obsesión

Lo malo es que, si esto se tornase en pensamiento obsesivo, yo sería perfectamente capaz de experimentar un embarazo psicológico. Pero no me quedaría ahí, no, no soy de ésas. Si tuviera un embarazo psicológico, iría con ello hasta el final y con todas sus consecuencias. Una vez concebido el futuro bebé psicológico, tendría dos opciones. Podría decidir ser una madre soltera tranquilamente o empezar a buscar un padre para mi hijo nerviosamente. Esto último en caso de que decidiera que mi hijo imaginario necesitase un padre real, porque también podría escoger un novio psicológico, que es lo que llevo haciendo toda la vida… Por eso suelo estar aparentemente sola.

Al supuesto padre le contaría la noticia de que estoy embarazada, pero no entraría en minucias acerca de si el embarazo es psicológico o no, porque no se trata de abrumarle con detalles absurdos. Como soy muy responsable y una excelente madre en potencia, asistiría desde el principio a clases de parto sin dolor. Puede que alguien piense que me precipito en esto, pero digo yo que cuanto antes empiece mis clases menos me dolerá después, ¿no? Así debe de ir la cosa.

Luego hablaría con otras madres en los parques para tantear cuáles son las mejores guarderías, visitaría unas cuantas y hablaría con todos los profesores, muy preocupada por la educación de mi hijo psicológico. Todo esto alternado con trastornos hormonales, emocionales y alimenticios, náuseas, dolor de espalda, hinchamiento de tobillos y cansancio permanente (visto así se le quitan a una las ganas). En los días en los que me encontrara mejor físicamente me lanzaría a comprar cucos, cunas, carritos, complementos y todo lo necesario e innecesario (porque está claro que la mitad de las cosas, siendo sinceras, sobran) para el mantenimiento de cualquier niño, sea psicológico o no, que no es plan de discriminar a nadie. En el momento oportuno solicitaría la baja por maternidad. Eso contando con que estuviera contratada en alguna empresa para entonces, que no tiene por qué ser el caso. Claro que, si mi embarazo fuera psicológico, mi trabajo también podría serlo; la psicología no tiene límites y por lo visto yo tampoco.

Y para rematar cambiaría de casa y alquilaría un piso más grande con un bonito y luminoso dormitorio para el bebé que decoraría con todos los peluches que me han regalado mis ingenuos amigos y familiares creyendo que estoy embarazada.

Pero vamos, yo sé que no me conviene agobiarme con este tema. Voy a tener que relajarme (tic-tac) y esperar el momento adecuado para hacerlo (tic-tac). Cada cosa a su tiempo (tic-tac). Si tiene que ser, será (tic-tac). Espero no estar volviéndome loca (tic-tac). Vosotras también lo oís, ¿no?

UNA CASA EN EL CAMPO CON MUCHOS CABALLOS

En los últimos años, mis fantasías sobre maternidad ya no iban dirigidas a tener hijos en pareja sino sola y, visto lo visto, tiene toda la pinta de que va a acabar siendo así. Pero esto no evita que, aunque haya dejado de fantasear con el padre ideal, lo haga igualmente con un «yo ideal» o con una vida supuestamente ideal que no tiene nada que ver con la mía.

Por ejemplo, la idea romántica de vivir fuera de Madrid me gusta mucho y, aunque soy enfermizamente urbana, en el fondo hay una parte de mí que se ve sin problemas en una bonita casa de campo con desván, jardín, chimenea y una cocina rústica.

Me imagino a mí misma con un jersey de lana de cuello alto color crudo que me queda muy bien, unas botas camperas, las mejillas sonrosadas por la vida sana y el pelo ondulado al viento en mis paseos por la huerta. Por las mañanas voy con mis hijos (que no tengo) a hacer la compra a una tiendecita que regenta una entrañable pareja de ancianos en mi cuatro por cuatro (que tampoco tengo), y saludo con la mano a los simpáticos vecinos del pueblo que tanto me aprecian.

También tengo un perro (que me dan miedo) grande, y una guitarra (que no sé tocar) con la que amenizo las reuniones de amigos frente a la chimenea (que no sé encender), cantando canciones de Dylan y de Simón & Garfunkel (porque inglés sí que sé).

En mi fantasía sé reconocer a primera vista los distintos tipos de árboles y plantas, voy a por setas en los días lluviosos, distingo a los pájaros por su plumaje, y al caer la noche despliego todo mi conocimiento en astrología (que en realidad consiste en saber que la Osa Mayor tiene forma de cazo) y les hablo a mis hijos de las constelaciones antes de dormir.

Tengo una huerta, tengo una granja, tengo caballos, tengo pollos, tengo vacas (tengo un estrés de la leche, y yo que me vine al campo para vivir relajadamente…) y tengo una escopeta por si acaso se acercan los lobos y se comen a mis gallinas. Es cierto que no sólo no sé usar una escopeta, sino que ni siquiera he visto nunca una de cerca; pero bueno, eso los lobos no lo saben.

En las tardes de primavera me quedo tranquilamente en la mecedora del porche tallando madera y canturreando un blues, mientras espero a que mi marido vuelva de trabajar duramente en el campo porque de repente, no sé cómo, me he convertido en una granjera de Luisiana. Yo lo único que quería era una discreta casita en la sierra y estoy a un paso de lanzarme a recoger algodón en compañía de otras esclavas negras.

MADRES

Inevitablemente, cuando deseas ser madre te paras a pensar (aunque hay quien lo piensa en marcha, y así va el mundo) en si serás el tipo de madre que ha sido la tuya y en la relación que tienes con tus padres.

Llega un día en el que te das cuenta de que tus padres no son invencibles; no son los que más saben y tampoco son perfectos. Ese día que le regalas un ordenador portátil a tu madre y le tienes que explicar que puede moverlo de la mesa, porque es PORTÁTIL. Lo mismo sucede con el teléfono móvil, que no tienes que pararte en seco cuando te llaman porque es, como su propio nombre indica, ¡MÓVIL!

Cuando descubrí de verdad que mi padre no era Superman yo tenía diez años. Estábamos juntos en el parque de atracciones y a mí me daba terror subir en la montaña rusa, pero él insistió en que montáramos a fin de que le perdiera el miedo de una vez por todas. Subimos los dos, me divertí mucho y efectivamente les perdí el miedo a las alturas y al movimiento del gusano gigante aquél. Cuando bajamos de allí yo insistí en montar de nuevo, pero cuando me di cuenta mi padre estaba vomitando discretamente detrás de un árbol. Ahí lo vi claro: mi padre no es Superman. Y si mi padre, que es el hombre más importante de mi vida, no es Superman, ¿qué puedo esperar del resto de los hombres? Supongo que si mi padre hubiese intuido que ésa sería mi conclusión y mi condena tras la anécdota del parque de atracciones, habría optado por llevarme al cine o a alguna otra actividad sencilla, para así conservar mi nivel de fascinación.

Pero a estas edades ya las ves venir, ya sabes que algún día tomarás el relevo de la familia. Que no vas a ser siempre hija, que te va a tocar ser madre, en el mejor de los casos, aunque a este paso igual soy directamente abuela… ¿Se puede hacer eso? Que según dé a luz la comadrona me diga: «¡Enhorabuena, señora, ha tenido usted a su nieto!».

Creo que me siento dispuesta para el relevo cada vez que, atentos a la estupidez del día, consigo hacer un plato de cuchara. Ahí me veo yo muy ama de casa, muy capaz, muy resuelta. Como si poner cosas en una olla me convirtiera en una mujer madura, con decisión y una enorme capacidad de liderazgo. Hago un buen cocido y me digo: «Bien, Bárbara, ya puedes ser la cabeza de una familia numerosa si te da la gana». Me imagino a mí misma vestida con un delantal y un pañuelo en la cabeza sirviendo platos en el patio de una villa siciliana, con una mesa de veinte personas gritando y yo encargándome de todo; el vino, la comida, la conversación, los negocios familiares (no me preguntéis cómo he llegado a ser el protagonista de El padrino, porque esto me pasa a menudo y yo también me pierdo en el camino). Y ahí ya me agobio, hombre, porque una cosa es hacer un cocido para familiares o amigos y otra montar un restaurante o encabezar la Mafia italiana.

De todas maneras, sin ser ningún desastre para la casa y la cocina, reconozco que no me interesan nada estas tareas y que soy una inútil en algunas de ellas. Por ejemplo, odio hacer la compra.

Cuando las otras clientas me observan en el mercado, siempre creo que estoy pidiendo mal; mal la mercancía, mal las cantidades, mal la pronunciación de los alimentos, mal. Si compro mandarinas, me parece estar escuchando a mis espaldas: «¿A quién se le ocurre pedir mandarinas? ¡Si todo el mundo sabe que no es época de mandarinas!». Entonces tartamudeo en cada frase, lo que no agiliza precisamente las compras e impacienta todavía más a las clientas. Estas señoras se pasan la mañana contándoles su vida a los tenderos, ¿qué más les dará que dude un minuto antes de pedir unas pechugas de pollo? (¿Será época de pechugas de pollo?).

Tampoco retengo los precios, y como quiero hacerlo todo muy rápido para volver a casa cuanto antes, soy capaz de pagar lo que me digan sin haberlo calculado:

—Un kilo de tomates, dos lechugas y un plátano. Son trescientos euros.

—Bien, cóbrese.

Y a mí no se me puede decir eso de «¿qué más te pongo?», porque tiendo a seguir añadiendo alimentos por miedo a decepcionar al frutero. Pero cuando sigue insistiendo tras haberme vendido fruta y verdura como para alimentar a todo mi distrito, me dan ganas de increparle:

—¿Cómo que qué más? ¿Es que eres insaciable? ¿Tengo que pedirte un órgano para que dejes de preguntar? Venga, pues ponme un riñón y acabemos con esto.

A veces, para fingir seguridad y evitar que las señoras se nos cuelen, algunos nos lanzamos a pedir cantidades que hemos oído pero que no sabemos cuánto son:

—Ponme cuatrocientos gramos de jamón de york.

Observas horrorizada al charcutero mientras sigue cortando, porque sabes que nunca te dará tiempo a comerte todo ese jamón, pero ya no puedes echarte atrás por dignidad.

Y si sólo fuera esto… Pero no. Cuando mi hijo hipotético esté a punto de perder un botón, me acercaré corriendo a cámara lenta gritando «noooooooo» en plano cenital, para evitar que se desprenda del todo, simplemente porque ¡tampoco sé coser!

Hay una cosa en la que todas las hijas coincidimos y es que, por mucho que queramos a nuestras madres, sabemos que tienen una especial habilidad para sacarnos de quicio con el mínimo esfuerzo posible. No hay más que oír cómo se contesta a una madre por teléfono:

Riiiiiiiing.

DIME.

Si mi madre me llama y no contesto, ella me imagina atropellada por un coche. Si me llama por segunda vez y tampoco contesto, me imagina atropellada por un camión. Y si no contesto una tercera vez me imagina bajo las ruedas de un coche, seguido de un camión, seguido de un tren de alta velocidad que pasaba por allí.

Hace no mucho me fui con unos amigos a una casa aislada en la montaña. La gracia era ésa: estar aislados en la montaña. Pero mi madre no podía resistir que no tuviera cobertura y acabó pidiéndome el teléfono fijo y el nombre del pueblo más cercano, y si me descuido es capaz de investigar los centros de salud de los alrededores, el número de la Guardia Civil (me refiero al móvil particular de cada miembro) y los currículum de los médicos de guardia. Pero, tras echarle la bronca por la exageración, me encuentro preguntando en el bar del pueblo cuál es el número de emergencias de la zona ante la mirada atónita de mis amigos. Aun así, no puedo culparla porque reconozco que tengo gran parte de responsabilidad en su preocupación. La de veces que la pobre ha recibido una llamada desde un hospital y los disgustos que le he dado lo explican todo bastante bien.

Quizá por todos esos disgustos que van acumulando, las madres son expertas en inculcar nuevos temores a sus hijos. Por ejemplo, si te ven entrar en un coche con un fular largo te recordarán que Isadora Duncan murió estrangulada cuando su fular se enganchó en las ruedas del coche. Da igual que tú te estés metiendo en un Seat Panda, ellas tienen esa imagen clara y te la repetirán hasta que seas tú misma la que se meta con temor en el coche, no vaya a ser…

Ya sabéis ese clásico de la madre preguntando a su hijo si lleva una muda limpia por si tiene un accidente, ¿no? Y hombre, que esta señora piense que su hijo pueda tener un accidente cada día, ya mal, pero que lo que más le preocupe sea que el equipo médico compruebe que ante todo es un herido limpio, es surrealista.

En la cocina también he adquirido el comportamiento de pasiva agresiva típico de las madres, que consiste en decir las cosas sin decirlas. Si mi novio de turno está cocinando y hace algo de forma diferente a como lo haría yo (es decir, si lo hace MAL), en vez de decir abiertamente «pon un poco más de aceite», comento «¿sólo le pones ese aceite?». Y por no decirle «echa cebolla», le miro por encima del hombro y farfullo «ah, que tú no le echas cebolla…».

Tengo una amiga que tras tener su primer hijo recibió la visita de su madre en el hospital. Lo primero que ésta le dijo fue: «Estás gordísima, ¿no?». Ella se indignó, obviamente, pero unos días después se encontró a sí misma diciéndole a su novio: «Vaya tripa estás echando, ¿eh?».

PUES EL MÍO YA CASI ANDA

Las visitas a los bebés de mis amigas también son un tema. Es curioso pero todos son muy especiales, o eso dicen sus madres. Yo no puedo contradecir sus argumentos porque en el fondo a mí también me lo parecen, pero nadie habla objetivamente en estas circunstancias. Así que ellas están casi convencidas de que han dado a luz una reencarnación de Buda y que los demás niños son de lo más vulgar.

«Los niños no ven cuando acaban de nacer, pero EL MÍO SÍ ME VE».

«Los niños apenas tienen fuerza en las primeras semanas, pero LA MÍA YA CASI SE PONE DE PIE».

«Es verdad que tardan un poco en hablar, pero oye, mi hijo YA DICE COSAS».

Sólo les falta decir: «Ya sé que los seres humanos no pueden realizar este tipo de actividades, pero… MI HIJO SOBREVUELA LA CIUDAD POR LAS NOCHES SIN NECESIDAD DE CAPA NI NADA».

Sé que seré una madre con defectos, porque soy un ser humano con muchos de ellos, aunque confío en tener una versión mejorada de mí misma para cuando llegue el momento de tener a mis hijos (por falta de tiempo NO VA A SER).

Y hasta que llegue ese momento, aquí sigo, a mis cuarenta años, sin apenas certezas, pero con un montón de dudas, un montón de preguntas y, sobre todo, un montón de lonchas de jamón de york en la nevera.

EL TEST DE LAS SOLTERAS

En este capítulo dedicado a la maternidad es necesario pasar un test que nos demuestre cuán preparadas estáis para afrontarla. Entendedlo, es por el bien de vuestros hijos hipotéticos.

1. ¿Quieres ser madre?

A. Sí, pero sin obsesionarme.

B. Sí, pero en plan muy obsesivo.

2. ¿Por qué quieres ser madre?

A. No lo sé, es un sentimiento demasiado íntimo como para expresarlo en palabras.

B. Para que mi entorno deje de preguntarme que «yo para cuándo».

3. ¿Qué tipo de madre piensas que serías?

A. Responsable pero relajada.

B. De las que cuando sus hijos les llevan la contraria dicen «ay, qué ganas tengo de morirme», y luego lloran en un sillón.

4. ¿Cuál crees que será la decisión más importante que deberás tomar como madre?

A. Decidir qué educación quiero darles a mis hijos.

B. Decidir a qué internado debo mandarlos en cuanto aprendan a andar.

5. ¿Qué sientes cuando coges a un bebé en brazos?

A. Un amor infinito.

B. Una contractura inminente.

6. ¿Qué estarías dispuesta a sacrificar por la maternidad?

A. Lo que sea necesario.

B. Nada. ¿Por?

¿Qué más se puede añadir?