2. CINCUENTA PRIMERAS CITAS

Me han dicho que el hombre de mi vida aparecerá cuando menos me lo espere, pero… ¿cuánto tiempo tengo que no esperármelo para que aparezca?

Os seré sincera (un día es un día): me he pasado media vida (quizá más) buscando a un hombre. He compaginado la búsqueda con otras tareas, no os vayáis a creer que ha sido una misión exclusiva en todos estos años, no. Mientras buscaba el Santo Grial también comía, dormía y hasta, por épocas, trabajaba. Sé que estaréis pensando: «Menuda obsesiva es esta mujer». Bien, me alegra que nos vayamos conociendo.

He de decir en mi defensa (suponiendo que haya habido algún ataque, lo que por ahora no me consta) que:

1. Con los años, las cosas han cambiado radicalmente (yo soy muy supermegaextrema).

2. La culpa la tiene la sociedad (expresión conocida también como «echar balones fuera»).

3. La culpa, además de la sociedad, la tiene él, que se ha agazapado en algún lugar recóndito de la geografía mundial para que no lo encuentre.

Lo imagino escondido en una cueva en el Tíbet, alimentándose a base de bayas y durmiendo sobre un lecho de hojas secas. Y todo por miedo a salir de su escondite y ser encontrado por mí, arrastrado hasta mi casa, obligado a convertirse en mi novio formal y a ser el padre de mis hijos (de muchos, muchos hijos), y además rapidito que se nos acaba el tiempo.

Pues mira, si estás leyendo esto (allí en tu cueva), que sepas que ya lo has conseguido. Ya no me interesa encontrarte, así que puedes salir tranquilo izando una bandera blanca. Estás fuera de peligro. (Y yo qué sé, igual cuela).

Un día despiertas y descubres que estás dedicando tu vida a encontrar a tu alma gemela, media naranja, compañero de viaje… (inserte aquí los lugares comunes que falten). En definitiva, un hombre. Pero ¿esto qué es? ¿Cómo nos la han colado así? Que no digo que enamorarse no sea divertido y puede que hasta mágico, pero no es algo que uno pueda perseguir. Y sobre todo, llegar a pensar que la felicidad está directamente relacionada con encontrar a un ser humano que ni siquiera sabemos si existe (en serio, puedes salir de la cueva sin peligro) implica condicionar nuestra vida entera y encorsetar los millones de posibilidades de felicidad que tenemos a nuestro alcance por el simple hecho de estar vivas, sin más, sin necesidad casi de otra cosa.

Y todo esto lo digo con conocimiento de causa, de muchas causas, de un huevo de causas; vamos, creo que he tenido más citas intentando desenmascarar al supuesto hombre de mi vida que casi cualquiera de vosotras. No es que sea competitiva, es que soy constante y han sido muchos años de especialización.

CÓDIGO DE CONDUCTA PARA CITAS A CIEGAS

Hubo un tiempo en el que, ante la falta de expectativas en lo que a hombres se refiere, empecé a decirles a mis amigos, medio en serio, medio en broma, medio bastante en serio, que si conocían a algún chico soltero interesante que creyeran que podía congeniar conmigo, me lo presentaran. Tras meses sin noticias positivas al respecto, les dije que bastaba con que fuera soltero e interesante. Al cabo de casi un año, mis exigencias se habían reducido a que simplemente fuera soltero… o que su mujer viajara mucho.

Fue una época en la que me dediqué a quedar con todo el mundo, sin filtrar demasiado, convencida de que el destino decidiría por mí, cuando lo más probable es que el destino estuviera a otra cosa, sin hacerme ni puñetero caso, de cañas por las tabernas junto con otros destinos, probablemente con los vuestros, que por eso estáis leyendo esto. Fueron tantas las decepciones vividas que acabé confeccionando mi pequeño código de conducta para las citas a ciegas. Pura supervivencia de soltera.

Llamada de emergencia

Consiste en tener a una amiga preparada para llamarte a una hora concreta e inventar una excusa por la que tienes que salir corriendo y abandonar a tu cita. Esto es absolutamente estúpido, cobarde e infantil y yo lo he hecho mucho.

Preparar salida

Ante la duda, tú tienes que irte PRONTO. Diálogo de ejemplo:

—Después de esta cerveza tengo que irme a trabajar.

—¿A estas horas?

—Sí, yo trabajo a estas horas.

—¿En qué?

—Pues en una cosa que sólo se puede hacer a estas horas.

—¿No puedes decirme en qué?

(Pausa dramática).

—No, por tu seguridad es mejor que no lo sepas.

Diálogo de ejemplo 2:

—Después de esta cerveza tengo que irme a cuidar de mi padre.

—¿Y qué le pasa?

—Pues cosas de padres.

En caso de que la cita funcione (cosas más raras se han visto…, aunque no tantas), el asunto se complica:

—¿Tú no tenías que cuidar de tu padre?

—«Mi padre, mi padre…». Hoy en día vete tú a saber si en realidad es mi padre…

Eufemismos

Café: seamos amigos, por el momento.

Caña sencilla: seamos un poco más que amigos, por el momento, pero tampoco mucho más como para pedir una caña doble, que lleva más tiempo beberse.

Caña doble: seamos bastante más que amigos, por el momento, pero no como para lanzarnos a cenar, que lleva mucho más tiempo que beberse una caña doble.

Cenar: alta probabilidad de acabar en la cama (juntos, se entiende).

«Quedamos un día de éstos»: no le gustas. Asúmelo. Ese día nunca llegará.

ESTEREOTIPOS DE HOMBRE

Estaréis de acuerdo conmigo en que reducir a los hombres de mis citas a diez estereotipos sería muy superficial y diría muy poco de mí.

Vamos a ello:

Hablemos de mí

No es que me haya pasado una vez, es que me ha pasado muchas. Quedas con un hombre, pedís un café por esto de que no sabéis si os gustáis, le preguntas algo, él comienza a hablar y cuando te das cuenta han pasado dos horas y media y tú no has dicho ni una palabra.

A veces me siento como un apuntador. Yo doy el pie y el otro suelta el monólogo, y es un monólogo porque lo de menos eres tú. Lo importante es que el otro tenga público. Comienzan a hablar y evitan incluso parar a respirar por si el «interlocutor» aprovecha ese mínimo descanso para intervenir. ¡Prefieren jugarse la vida y quedarse sin aire a ser interrumpidos por tus intrascendencias!

Si en ese momento te levantas y pones a una que pasa por allí en tu lugar, el desgraciado ni se va a dar cuenta, continuará donde lo había dejado porque el discurso no está personalizado. Ya me lo imagino en el altar: «¿Quieres a este hombre por esposo?». Y él: «SÍ, QUIERE, QUIERE». Es como jugar al frontón pero haciendo tú de pared y el otro lanzándote pelotazos a la cara. Te cuenta su trayectoria profesional, luego su historia familiar, a ser posible con muchos detalles prescindibles, después pasa a lo que le gustaría ser en la vida, toca así por encima alguna relación de pareja y, cuando por fin pides la cuenta, el cachondo dice para despedirse eso de: «Oye, me ha encantado hablar contigo». No, perdona, te ha encantado hablar a secas, te ha encantado escucharte, te has encantado tú, tú estás encantado de conocerte. Esto no es hablar conmigo, no, ¡es hablar contra mí!

Digo yo que la gracia de tener a otra persona delante es la comunicación con esa persona y no la demostración de tus supuestas capacidades, teorías o reflexiones. Pero hay mucha gente en la que no percibo ningún interés por quienes la rodean.

Somos figurantes puestos en escena para servir a ese personaje principal que cree estar lo suficientemente realizado como para no necesitar nutrirse de las palabras del resto de la humanidad. Pero es complicado que alguien a quien no le interesen los demás sea una persona interesante.

Este perfil se caracteriza por dos actitudes fundamentales:

Comenzar o terminar las frases diciendo «como digo yo», como si se tratara de una frase célebre.

Añadir las palabras «yo soy muy» en cualquier conversación, tipo «yo soy muy sincero», «yo soy muy fuerte», «yo soy muy generoso», «yo soy muy independiente», «yo soy muy tolerante» o «yo soy muy alegre». Resulta más fácil contarles a los demás cómo nos gustaría ser e intentar que nos crean que dejarles libertad para conocernos y que saquen sus propias conclusiones. Sus conclusiones pueden estar igualmente equivocadas, pero al menos son las suyas y no las nuestras impuestas en otros. Y puestos a inventar un personaje, mejor diseñar a un buen protagonista. No vas a comenzar una conversación con un desconocido diciéndole: «Ya te aviso que yo soy muy mala persona, bastante egoísta, soberbia y carente de sentido del humor, pero hablemos de ti…».

Por eso intento huir de los que sufren un ego desorbitado, de los que están encantados de conocerse, de los que hablan porque les gusta escucharse, de los que no escuchan porque dan por hecho que nadie tiene nada que aportarles. Huyo de todos esos egocéntricos que no hacen más que pensar en ellos mismos en vez de pensar EN MÍ. Y claro, así va todo.

El misterioso

Recuerdo vagamente que el 14 de abril de 1989, a eso de las ocho de la tarde, mi mejor amiga me levantó el chico que me gustaba. No era la primera vez que me pasaba esto y, visto con perspectiva, ¿qué iban a hacer? ¿No enrollarse porque a mí me gustaba él sabiendo que a él claramente la que le gustaba era ella? PUES .

En aquel momento no me di cuenta del porqué de esta repetida TRAICIÓN, pero ahora lo veo claro: yo era simpática, y si de verdad querías ligar no debías ser simpática, tenías que ser MISTERIOSA y esquiva.

El día que estos dos traidores (sin rencor) se conocieron, estábamos en un grupo de amigos charlando, contando anécdotas (yo), riéndonos (conmigo) y pasando un buen rato (gracias a mí) cuando de repente llegó ella, la amiga tímida, que parece tener un mundo interior superinteresante porque la pobre está tan colapsada por el exceso de gente que no puede ni abrir la boca. Pues nada, todos fascinados con su silencio: «¿Tiene novio?», «¿Quién es?». A lo que yo podía haber contestado con toda mi buena intención: «Es una amiga muda, agorafóbica, adicta al crack, con impulsos suicidas, que mató a toda su familia con una catana… Es maja…».

Sin embargo, ese mismo comportamiento «misterioso» que critico alegremente me ha llamado la atención durante años. Se trata de este tipo que tiene cara de mundo interior. Este hombre te mira en silencio mientras hablas, todo lo contrario que el anterior, porque los términos medios no parecen existir. Al principio crees que es tímido, esquivo, celoso de su intimidad, más preocupado de observar el mundo que de participar en él. Y esto nos gusta porque hay algo que conquistar… Aunque al cabo de las horas empiezas a pensar que igual no es mundo interior, que igual es una ameba con barba que no sabe qué decir, cuyas conexiones neuronales apenas cuentan con actividad.

Pero los hay misteriosos de verdad, doy fe. Recuerdo una cita con uno de éstos que me desconcertó para siempre. Salimos del cine y, tras haber mantenido una interesante conversación, que es casi inevitable entre dos personas interesantes, él me besó y a mí se me paró el corazón. No se me paró del todo porque si no difícilmente estaría escribiendo esto, pero ya me entendéis.

Luego me invitó o me invité o yo qué leches sé, el caso es que me quedé en su casa a «dormir». Y, por favor, no penséis que las comillas se deben a eso que todos pensamos cuando se entrecomilla la palabra dormir, porque no. ÉL, con su sangre fría, inapetencia, indiferencia, respeto, cansancio o vete tú a saber qué, me dice una vez dentro de la cama: «Que descanses». Silencio tenso. Se da la vuelta y se dispone a dormir. Así, con un par. ¿PERDONA? ¿Esto qué es? ¡Yo no he venido a descansar! ¿Por qué no estamos teniendo sexo salvaje? Bueno, o no salvaje. ¿Por qué? Pero no dije nada, simplemente me quedé con los ojos abiertos toda la puñetera noche intentando descifrar el tono de su condescendiente frase: «Que descanses».

Y en vez de agarrar el toro por los cuernos y preguntarle por qué me había invitado a su casa y a su cama si no quería tener relaciones sexuales conmigo, callé como una cobarde y me dediqué a especular. Entonces decidí que necesitaba tiempo, que no quería precipitarse y que en el fondo era un romántico. Un romántico que no volvió a dar señales nunca más. En los momentos más optimistas llegué a pensar que si no había dado señales de vida sería que estaba muerto, pero no, era peor que eso: no le gustaba. YO.

Con el tiempo me resigné, claro, qué iba a hacer, y pensé que aquello podría ser «el principio de un hermoso final»; hermoso porque cuando alguien hace que tu vida tiemble un poco hay que agradecérselo siempre… Es más, podría haberle llamado y haberle dicho con un tono muy solemne: «Has hecho que tiemble mi vida». ¿Y qué podría haber contestado él para que el diálogo pareciera sacado de El sueño eterno y no de Sueños de un seductor?

A) «Tú has hecho que tiemble mi alma».

B) «Perdona, ¿quién eres?».

Hagan sus apuestas.

El corderito

Hay hombres que más que pasión lo que te inspiran es adopción inmediata. Los ves tan frágiles y necesitados que tu cuerpo te pide acurrucados en tu pecho y acariciarles la cabeza hasta que se queden dormidos. Y esto no está mal, pero no es lo que una busca en una primera cita.

Una de estas citas empezó bastante bien, yo estaba super-guapa y entre eso y que soy muy simpática pues la cosa arrancaba (es mi versión de los hechos). Sin embargo, al cabo de una hora tomando unos vinos me fui dando cuenta de que todas sus frases contenían la palabra «exnovia». Como soy una tía perspicaz, cuando dijo «ha sido el amor de mi vida» percibí que lo nuestro no iba a poder ser. Así, pillándolas al vuelo.

Podría haber salido corriendo, pero decidí quedarme allí a observar el descenso de mi casi inexistente libido. El caso es que, tras fingir durante casi cinco minutos que le interesaba su interlocutora, o sea yo, por fin se derrumbó y acabamos hablando de su ex. Temazo.

Cuando empiezas una relación, el fantasma de la exnovia sobrevuela el espacio que ocupas con bastante frecuencia. Esta inseguridad es tan delirante que si no la frenas a tiempo puedes llegar a imaginar que todo el mundo te compara con ella. E incluso cuando pasas por delante del portero de su casa crees que comenta con alguna vecina: «La otra chica me gustaba más». A lo que la vecina contesta: «Era mucho más guapa, más lista, más alta, más rubia y con más mundo interior». Tras conocer a su madre en una comida familiar, imaginas que le susurra en la cocina: «¿Estás seguro de que te gusta? Hemos gastado mucho dinero en tu educación, piénsalo bien». El día que te presenta a sus amigos te lanzas a hacer una broma para romper el hielo mientras crees que todos piensan: «Me aburro… La otra era más graciosa». Porque una exnovia lo es para siempre, mientras que el podio de la novia suele tener una permanencia limitada.

Lo malo de los corderitos es que resulta imposible que algo valga la pena si uno de los dos está tocando fondo. Porque no se busca una relación de igualdad, sino una liana a la que agarrarse. Y esto es lícito, pero no con un amante, sino con un amigo. Por eso yo me alejo de todo aquel que me inspire compasión, porque es fácil adquirir un papel mesiánico y desde la condescendencia las cosas no suelen salir bien. Y esto, me temo, lo digo por experiencia.

El que sí pero no

Esto es muy femenino, no lo neguemos. Un tío te puede gustar muchísimo a las cinco de la tarde y a las cinco y media te repugna. Sí. Cada una tiene los límites donde los tiene, ahí no me meto porque sólo conozco los míos, pero me basta una frase, una palabra, un gesto que decido que no, cualquier cosa para que el que podría haber sido el hombre de mi vida no llegue siquiera a ser el hombre de mi tarde.

Yo le doy una importancia excesiva al lenguaje, y a lo largo de los años esto ha conseguido volverme una maniática. Pero hay palabras que me crean un rechazo instantáneo:

Por ejemplo, picha, rabo, pito o pilila, para referirse a los genitales. NO. (Y para referirse a otra cosa pues no sé, no se ha dado el caso).

Si empiezo a sentirme como un bollo suizo, mal: «Qué rica estás», «Estás muy rica», «Hueles tan rico»…

Visitar «el tigre» para «cambiarle el agua al canario». ATRÁS.

El uso reiterado de diminutivos conmigo no va a funcionar: «¿Te preparo una cenita en casita y tomamos una cervecita?».

No estoy diciendo que estos detalles arruinen mis citas, pero vamos, que las complican un poco, eso sí. Y ahora ya estoy mejor de lo mío, pero ha habido épocas extremas en las que incluso estando ya en su casa, de repente el hechizo se rompía y yo salía disparada.

Bueno, esto está bien, no te gusta, te vas… A no ser que te pase como me ha pasado a mí en dos ocasiones. Discutes, te diriges a la salida, antes de dar un portazo sueltas alguna frase así solemne, «y no volverás a verme, tenlo por seguro». Bajas las escaleras muy orgullosa de la escena que acabas de protagonizar, llegas al portal y… ¡tachán! ¡Está cerrado por dentro!

Bien, ¿cómo solucionas este pequeño imprevisto con dignidad? Con lo bien que le has dejado, ¿cómo volver ahora con el rabo entre las piernas para pedirle que te abra? «¡No volverás a verme, tenlo por seguro!»… «Perdona, soy la de antes… ¿Me abres, porfa?».

Una mujer con madurez suficiente sube de nuevo las escaleras y le pide la llave o que baje a abrirle. Pero yo no, qué va. (Era joven, ¿vale?). Una vez me quedé en el portal casi tres horas hasta que apareció un vecino y pude salir de allí. Fue tal mi entusiasmo y liberación cuando le vi que sólo me faltó lanzarme a sus brazos, como el que divisa un barco que va a rescatarle de una isla desierta y salvará su vida. Como el que espera un helicóptero perdido en plena montaña nevada. Como el que está siendo rescatado por una lancha tras pasar horas a la deriva sobre una colchoneta de playa… Como el que… Basta, creo que el concepto ha quedado ya claro.

Las hormonas, o yo qué sé qué, pueden transformar nuestros sentimientos en apenas unos segundos. ¿Por qué le vi tan guapo? ¿Siempre tuvo esa nariz o eso es de ahora? Juraría que antes sus cejas tenían una separación, ¿por qué me está mirando con esa cara de Blas?

Entre correr el riesgo de juzgar erróneamente y el de pasar la noche con alguien que no te convence, aconsejo siempre lo primero. Porque a veces el instinto es más listo que tú y percibes que algo del otro no te va a sentar bien.

El canalla

¿Qué es un canalla? Según yo (y aquí hemos venido a hablar de mí), se trata de esos hombres desaliñados que pasan por la vida pegados a la barra de un bar de copas. Parecen estar de vuelta de todo, a veces de muchas vueltas. Es un crápula al que intuyes un lado sensible que oculta tras una máscara de suficiencia. Es ese hombre que, sin saber muy bien por qué, unas veces te trata bien y otras mal y tú, como eres idiota (quien dice tú dice yo), en el fondo confías en rescatarlo de su propio infierno y de paso sacarlo de los bares de noche para convertirlo en un novio ideal.

Primer error: que tenga canas o barba no siempre significa que sea un hombre interesante. Estos dos factores no implican experiencia, sino aspecto de tener experiencia, que es muy distinto. El mundo está lleno de farsantes que esconden su infantilismo tras una barba canosa. Tenemos que aprender a distinguir a los auténticos hombres interesantes, que los hay (he dicho esto muy rápido).

Segundo error: elegimos un perfil de hombre para poder cambiarlo, pero una vez que hemos conseguido la transformación le perdemos el respeto porque se ha dejado transformar por nuestras exigencias.

Y encima, en esta extenuante búsqueda de pareja hay quien dice cosas como «yo quiero un hombre que cuide de mí», pero luego busca canallas. ¿En qué quedamos? Nos pasamos la vida intentando sacar el lado extrovertido del tímido o el lado romántico del despegado, tratando de rehabilitar al crápula o de convertir al rockero en violonchelista. Adelgazar al gordito, vigorizar al enclenque, insistir en el mundo interior del más plano y simplificar al más complejo. Queremos modernizar al conservador y comprarle corbatas al moderno, retener al escapista y psicoanalizar al atormentado.

En definitiva, nosotras queremos cambiarlos a ellos, pero a menudo ellos pretenden que nosotras no cambiemos. ¿En qué momento nos adentramos en este despropósito?

Tu marido

Existe un tipo de hombre que te besa una noche por primera vez y a la mañana siguiente actúa como si fuera tu marido. Me consta que hay mujeres que adoran esta actitud, pero a mí me produce una angustia vital inenarrable. Es como si nos hubiéramos comido toda la parte espontánea y divertida de la relación para llegar prontito a una vejez matrimonial. Y la vejez matrimonial está muy bien si 1) Eres viejo y 2) Estás casado.

Yo me lié con uno que tras nuestro primer encuentro me envió un SMS a la mañana siguiente: «Buenos días, princesa». Qué mono, pensé.

El siguiente día sonó un SMS a la misma hora que decía lo siguiente: «Buenos días, princesa». Qué tierno, pensé.

Tercer día, nueve de la mañana, envía un mensaje que a ver si consigo recordar qué decía… A ver… Ah, sí, decía: «BUENOS DÍAS, PRINCESA». Qué… insistente, pensé.

Cuarto día: «Buenos días, princesa». Qué… ¡PSICÓPATA!, pensé.

Y fin.

Es la clase de hombre que te llama desde el trabajo para contarte qué ha comido y acto seguido, muy interesado en la respuesta, te pregunta qué has comido tú. Pero ¡esto qué es! ¡Estamos a un paso de relatarnos los detalles de nuestro tránsito intestinal! ¿De verdad vamos a pasarnos nuestras primeras horas de enamoramiento (y puede que las últimas) hablando de filetes de pollo? YO NO. Y sé que es un tema interesante que no recibe la atención que merece, pero no contéis conmigo.

Últimamente he pensado mucho en el origen de mi rechazo a este tipo de relaciones, y en especial a la palabra «novio». Yo era muy lanzada de pequeña, bastante más que ahora, y supongo que se debía a que no poseía memoria acumulada de experiencias negativas, así que no podía tener miedo a que las cosas salieran mal porque nunca habían salido mal.

A mí me gustaba un niño que se llamaba Pablo (y se sigue llamando así, que me he documentado). Tras cultivar nuestra amistad durante meses y mantener trascendentes conversaciones en los recreos sobre si pondrían donuts para merendar, o debatir intensamente acerca de si los profesores nos tenían manía, opté por pedirle que fuera mi novio. La conversación fue memorable. Yo, muy sutil, le propuse: «Que si quieres ser mi novio». Y él contestó un rotundo y decidido: «Bueno».

Tenía nueve años y estaba comprometida. (La vida cambia tanto). A partir de ese momento, en los recreos teníamos la obligación de ejercer de novios, así que en vez de jugar al rescate con los demás niños nos sentábamos en un banco cogidos de la mano y mirábamos al infinito en un tenso silencio. En las excursiones, nuestros compañeros de clase se alejaban asumiendo que como novios serios que éramos querríamos disfrutar a solas de nuestro amor, y en cuanto teníamos que formar equipos para las tareas escolares, siempre acabábamos juntos por aquello de que éramos pareja.

Vivíamos nuestra relación como si no fuera compatible con la vida. Si éramos novios, teníamos que dedicarnos a ello veinticuatro horas y no podíamos hacer nada más. Estábamos demasiado ocupados siendo novios como para disfrutar de nuestra infancia.

Tener novio era lo más aburrido y asfixiante que me había pasado en la vida. Decidí acabar con nuestra farsa, pero Pablo se me adelantó y me dejó por Elena, una niña alta, rubia y bastante desarrollada. Este acontecimiento marcó mi vida sentimental.

Desde entonces, asocio las relaciones de pareja al aislamiento, el aburrimiento, la rutina y, a veces, a la posibilidad de que aparezca una mujer rubia, alta y muy desarrollada que se lleve a mi novio sin darme tiempo a reaccionar.

Amor platónico

Amor platónico: dícese de ese hombre al que tú has decidido otorgar el título de «inalcanzable». Un hombre que, según tú, está por encima del bien y del mal, por encima de ti y por encima de tus posibilidades.

Existe un amor platónico con forma de profesor; un hombre que sabe todo eso que tú desconoces, que te ofrece experiencia y protección. Ese tipo de amor que cuando se hace realidad no vuelve a interesarte nunca más. De repente, no es un hombre maduro, es un viejo; no es un tío experimentado, es un sabelotodo pretencioso; no es protector, es un psicópata obsesivo. (Me sé un montón de adjetivos).

También existe el amor platónico del colegio. En mi caso era ese niño que ni me miraba en clase al que yo, sin ninguna dignidad, iba y le preguntaba: «¿Quién te gusta?». Y él respondía: «Andrea». A lo que yo insistía: «¿Y de segunda?». «Sonia». «¿Y de tercera?». «Gabriela». «¿Y de cuarta?»… Y ya casi por eliminación, el desgraciado acababa diciendo por fin: «Tú». Yo llegaba a casa entusiasmada y se lo contaba eufórica a mi madre: «¡¡¡Mamá, Armando me quiere de cuarta!!!». A lo que mi madre reaccionaba indignada: «¡De cuarta!». Aunque me quedé mucho más tranquila cuando en una fiesta de aniversario del colegio, quince años después, hablamos de lo que para él había sido una simple anécdota y para mí un antes y un después en mi vida amorosa y llegó a confesarme que él realmente llegó a quererme… de segunda.

Para mí fue importante también el amor platónico del verano. El chico que te hace temblar cuando le ves saliendo mojado del mar, que te mira y te derrites y que cuando se le ocurre visitarte en tu ciudad en octubre no acabas de recordar por qué te gustaba tanto y sólo deseas que se vuelva a su pueblo del que nunca debió salir. ¿Por qué te gusta en los futbolines del pueblo y no en la Plaza Mayor de tu ciudad? El misterio del contexto.

Lo malo de lo platónico es que en cuanto se vuelve accesible pierde el encanto. Somos así de pesadas.

El padre

Hay épocas en las que lo que buscas es protección. Es algo ancestral que, tras darle muchas vueltas, he decidido que no tiene por qué ser un comportamiento machista. Entre otras cosas, porque yo también protejo a mis parejas. Se trata de cuidarnos los unos a los otros en la medida de lo posible y teniendo en cuenta nuestras cualidades. Y, dependiendo de cómo estén nuestras hormonas, a veces nos encontramos en los brazos de un macho alfa. Ese hombre capaz de protegerte ante cualquier situación… Aunque en esto también podemos equivocarnos (puestas a equivocarnos, vayamos a por todas). Puede que tenga apariencia de gladiador, pero a la hora de la verdad descubres que si un león estuviera a punto de atacaros en plena selva, este tipo sería capaz de ponerte delante de él para protegerse. ¡Sería capaz de usarte como escudo humano y salir corriendo!

Buscar un papá es un error. Igual que buscar una mamá, igual que asignarnos roles de supervivencia para mantener las farsas afectivas. Pero a veces no podemos evitarlo.

A mí me han dicho más de una vez que tengo complejo de Electra por el insignificante detalle de que en la pantalla de mi móvil se lee «Dios» cuando me llama mi padre. Pero bueno, antes ponía «Papamóvil», que no andaba tan alejado de ese mismo concepto, y nadie se alarmaba.

Cuando era pequeña me tenía impresionadísima que mi padre mostrara el valor de atravesar el pasillo en plena noche para traerme un vaso de agua de la cocina. Ahí iba el tío jugándose la vida por mí y sin que le temblara el pulso. Y no sólo eso, sino que también era capaz de quedarse leyendo solo en el salón mientras en la calle sonaban unos truenos aterradores. Y ni se inmutaba. Mi padre era el hombre más valiente del mundo, y yo llegué a esa conclusión el día que montamos en el tren de la bruja del parque de atracciones.

Nos subimos al cochecito ese que va por unos raíles y atravesamos la amenazante cortina negra. Mientras yo tragaba saliva para controlar mi nivel de pánico, mi padre se mostraba sobrio, seguro de sí mismo. Me pasó el brazo sobre el hombro y me dijo: «Tranquila, no va a pasar nada». Yo le miraba desde abajo y luego a mi alrededor para presumir delante de los otros niños. «Sí, éste es mi padre y es más valiente que el tuyo».

Soy consciente de mi infantilismo, pero quiero un hombre que me impresione, a quien admire, que haga cosas que yo no sé hacer (el listón anda bajo), que sepa cosas que yo desconozco (aquí más bajo todavía). El problema es que si la fascinación radica en que el otro haga cosas que yo no puedo hacer, el enamoramiento es muy frágil y momentáneo (por eso sé que no estoy hablando de enamoramiento sino de algo más vulgar). Basta con aprender todo aquello que él sabe y así dejará de fascinarme.

Para asegurarme un mínimo de constancia en mis relaciones debería entonces ligarme a un físico nuclear o a un traductor de lenguas muertas, de manera que nunca en la vida pueda aventajarlo en conocimiento. Y para ponérmelo más difícil estaría bien que entre las aficiones de mis amantes se encontrasen la caída libre, el barranquismo, la tirolina y el puente tibetano. Y a ser posible que el elegido hablase arameo, que para eso es EL ELEGIDO.

A veces me da por pensar que lo mejor sería un novio médico. Sí, un hombre sensible y capaz de cuidarme cuando esté enferma y que pueda recetarme cosas imposibles en situaciones extremas y así salvarme la vida, pero… Un momento, ¿y si hay un incendio? En ese caso, ¿para qué me sirve un médico? No, lo mejor es un bombero. Sí, un hombre fuerte y con valentía suficiente para rescatarme sin problemas de las llamas o los derrumbamientos (vamos, las catástrofes cotidianas para las que debe uno andar preparado). Pero ¿para qué complicarme la vida con relaciones de pareja si para estos casos se inventó el 112?

Aunque, si os digo la verdad, muchas veces me bastaría con un hombre que me pasara el brazo sobre el hombro y me susurrara al oído: «Tranquila, no va a pasar nada».

El hijo

Lo que distingue a un hombre de un chico no siempre tiene que ver con la edad. Hay chicos de cincuenta años y hombres de veinticinco. Aunque existen claves para diferenciarlos.

Un chico, por ejemplo, tiene sartenes que llevan meses sin ver el agua y su cocina ha conseguido crear un ecosistema propio. Sin embargo, el hombre mantiene la cocina limpia y en su nevera puedes encontrar cosas como apios o puerros. En la del chico puedes encontrar un bote de ketchup y medio limón triste (o contento, esto ya depende del trato que reciba).

La casa del chico huele a ropa podrida por la humedad, y sus toallas especialmente, porque él puso la lavadora una vez pero no lo recuerda. Es muy fácil poner una lavadora, amigos, lo difícil es sacar la ropa y tenderla. El reto está ahí.

El hombre te dejará pasar primero al entrar en su casa, sin miedo a lo que puedas encontrar dentro. El chico te hará esperar fuera mientras recoge (en algunos casos esto podría llevar días). Le ves con la escoba, el recogedor, la fregona… Sólo le falta ponerse la escafandra. «No tardo nada, fumigo la zona y ya nos ponemos con el sexo salvaje y espontáneo».

Si tienes fiebre, el chico te mirará en silencio, con cara de paisaje y sin reaccionar, hasta que seas tú la que baje a la farmacia, haga la cena y lo arrope antes de dormir, no vaya a ser que le bajen las defensas y le contagies algo.

El hombre irá al mercado a comprar carne o pescado fresco para prepararte la cena en casa y utilizará palabras como vichyssoise. El chico sacará una publicidad de pizza a domicilio y te preguntará si tienes algo suelto.

El hombre podría ser el padre de tus hijos. El chico podría ser ese que huye raudo por las calles en cuanto ve el resultado del test de embarazo.

El hombre parece estar aquí para quedarse. El chico parece no estar aquí…

La cosa se complica.

El Espíritu Santo

El Espíritu Santo es el hombre perfecto. Así que en este caso no se trata de un estereotipo real con el que haya tenido alguna cita, sino de un relato de ficción extrema. De ciencia ficción. Y ya sé que la mujer perfecta no existe y que de existir está lejos de ser yo, pero oye, vamos a divertirnos imaginando.

El hombre perfecto debe ser muy hombre, pero además muy sensible. Sexual, pero que no esté obsesionado con el sexo. Cariñoso, no pesado.

Familiar, pero no conservador. Divertido, pero no graciosillo.

Guapo, pero que no te haga sentir fea. Decidido, pero que no abrume. Inquieto, no hiperactivo.

Atento, no agobiante. Independiente, no indiferente. Protector, no paternalista. Creativo, pero cuerdo.

Que sepa estar en cualquier situación, excepto en las que yo no quiero que esté. Fiel, no posesivo.

Que me quiera, pero que yo no sea el centro de su vida. Que yo sea el centro de su vida, pero que cuando me agobie tenga otros centros en su vida.

Leído, pero vivido. Carismático, pero humilde. Inteligente, pero que no vaya de listillo.

Que sepa informática como para arreglarme el ordenador, pero que no esté todo el tiempo metido en Internet. Ligero, no superficial. Profundo, pero no intenso.

Que le guste hablar, pero no todo el rato. Que le guste estar en silencio, pero no todo el rato. Que quiera estar en mi vida, pero no todo el rato.

Que me abrace cuando haga frío, pero no cuando haga mucho calor. Que se mantenga a una distancia prudente en el entretiempo.

Bondadoso, pero no tonto.

Espiritual, pero con los pies en la tierra.

Perfecto, pero humano…

Tampoco pedimos tanto, ¿a que no?

LA PEOR DE LAS CITAS

A veces, las peores citas son las mejores. Es decir, ésas en las que, aparentemente, todo va muy bien. Pero no sólo bien, es que sientes que no podría ir mejor. Te ríes mucho, hablas de todo, él conoce las mismas películas raras que tú, se sabe los discos que escuchabas en la adolescencia… Y luego te despides, convencida de que volverás a verlo… Y NO.

Que el tío no llama. Que no te coge el teléfono, ¡que pasa de ti! Pero vamos a ver, ¿cómo he podido inventarme tanto que habíamos congeniado? ¿O es que en este tiempo ha congeniado con otra tanto como lo ha hecho conmigo? Pero ¿no es eso mucho congeniar? Quiero decir, que ya es complicado congeniar con uno como para congeniar con dos y encima en el mismo fin de semana. Entonces ¿qué ocurre? Y lo peor de todo es que muchas veces han sido ellos los que te han insistido en quedar cuando tú estabas tranquilamente haciendo tu vida.

Y en este «haciendo tu vida», llega un tipo y te ronda. Tú te mantienes escéptica, que para eso tienes ya una edad y has visto de todo. Piensas que está tonteando contigo simplemente porque se aburre y no te arriesgas a un posible rechazo tras haber malinterpretado las señales, como te ha pasado tantas veces. No, estás de verdad tranquila y sin pretensiones.

Te encuentras de nuevo con el tipo y él parece realmente interesado, pero mucho. Te ablandas un poco y decides entrar en el juego y perder el miedo. Le ves una vez más y resulta que algo pasa, hay tema. («Hay tema», ¿por qué escribo así de repente?).

Te dice que le encantas, que qué bien todo, bromea con que a ver si os casáis y tenéis hijos y propone incluso iros un fin de semana juntos. Por fin te dejas de escepticismos.

Al día siguiente de la velada perfecta le envías un mensaje: «Qué bien lo pasé ayer, tengo ganas de verte». Enviar. Sonido de grillos. Ausencia de respuesta.

Bueno, no tiene por qué contestar inmediatamente, estará liado.

Haces como que sigues con tu vida mientras vigilas el móvil. Sales, entras, ves gente, miras la pantalla cada tres o cuatro minutos, miras el correo cada tres o cuatro minutos, miras el Facebook cada tres o cuatro minutos, entras en Twitter cada tres o cuatro minutos… (La tecnología no ha hecho más que empeorar las cosas).

Llega la noche. Más grillos. Bueno, no tiene por qué contestar en el mismo día. Estará liado.

Día dos. Bueno, no tiene por qué contestar en dos días, estará liado… ¡con otra! Porque si no, explícame tú a mí por qué no puede contestar.

¿Qué hago, le llamo directamente? No, eso es demasiado agresivo. Puede estar en el trabajo, o conduciendo, o despidiéndose de su mujer en la puerta de su casa.

Y mientras esperas vas haciendo visitas esporádicas a la nevera en busca de algo que calme tu ansiedad, a ser posible ese tipo de «alimentos» que echan por tierra lo de que «lo que no mata engorda». Al leer los ingredientes intuyes que a la larga primero te engorda y luego ya te mata.

Así que te pasas la semana sin respuesta, intranquila, comiendo todo el rato, preguntándote qué has hecho mal. ¿Por qué ese cambio repentino de un día a otro? ¡Si encima fue él el que insistió!

Cuando le ves de nuevo, él actúa como si os acabarais de conocer. Tú deberías callar dignamente, pero mira, no lo haces porque no te da la gana. Le pides explicaciones y él te viene a decir que no agobies, que vayas más despacio y que estés tranquila. Perdona, yo estaba de lo más tranquila hasta que llegaste tú a ponerme nerviosa.

Es como tener a alguien dándote collejas una hora tras otra mientras tú te repites mentalmente «ya parará, ya parará», pero no para y acabas metiéndole un puñetazo. Y entonces él te dice: «Pero mujer, no te pongas violenta». ¡Pues no me des collejas! Yo no estaba violenta ANTES de las collejas, yo estoy violenta DESPUÉS de las collejas.

Tuve una de éstas hace unos años. Uno muy interesado en mí me busca, yo acepto, quedamos, todo divertido, festival del humor (eso pensé), festival de las hormonas (por lo visto sólo las mías), festival del amor (según yo)… Bueno, pues nunca más se supo, hasta que un día llego al súper del barrio y me lo veo allí. Yo acababa de mudarme y descubrí entonces que éramos vecinos… Ya ves para lo que me iba a servir.

Desde ese momento, hacer la compra pasó de ser una obligación rutinaria de pura supervivencia a convertirse en una estrategia adolescente. Tenía que conseguir coincidir con él como de casualidad y descubrir qué pasaba con el tema.

Si mi vida fuera una comedia romántica, nos habríamos encontrado en la sección de vinos y la escena terminaría mientras elegimos un buen tinto para cenar juntos. Pero echando un vistazo a mi historia era mucho más probable encontrarnos justo cuando acabara de arrasar con todas las existencias de compresas noche, tampax súper y salvaslips ultra.

El caso es que tras dar un par de vueltas siguiendo a mi hombre, me paré a observarlo desde la carnicería y comprobé que él estaba haciendo exactamente lo mismo que yo pero CON OTRA. Me indigné como si fuera algo personal y pensé: «Esto es increíble, yo no he venido aquí a que me humillen». Eh…, no, de hecho, Bárbara, has venido a hacer la compra (me dije a mí misma).

Decidí retirarme de la competición humildemente y me acerqué sigilosa hacia la caja con mi cesta llena de productos prosaicos. Estaba a punto de pagar cuando él se acercó hasta ponerse detrás de mí en la cola. Yo disimulé lo que pude, pero era demasiado tarde. Me reconoció (anda, que no llega a reconocerme…) y me saludó efusivamente, con una efusividad demasiado natural como para interesarle lo más mínimo. Ya estaba claro.

Le hablé como diciendo «me da igual no gustarte, porque tú tampoco me gustas a mí». Nos reímos de tonterías, intenté guardar mis compras rápidamente, me puse nerviosa y terminé por meter dos cosas en una bolsa y diez en otra (de este modo las bolsas estaban igual de equilibradas que yo), y encima puse cara de «¿qué pasa?, yo siempre lo hago así».

LA OTRA se colocó detrás de él y se miraron como idiotas. Yo me despedí, salí apresuradamente y la cajera me gritó con una escobilla de váter en la mano: «¡Te olvidas esto!». Y yo, lejos de actuar con naturalidad (porque todo el mundo tiene escobilla en su casa), le contesté con un hilo de voz: «No, no es mía».

Total, que volví a casa con la autoestima por los suelos, el chico que me gustaba pensando probablemente que estaba fatal y, lo más grave de todo: SIN ESCOBILLA.

Definitivamente, a veces la vida es un drama.

EL TEST DE LAS SOLTERAS

Para iniciar cualquier tipo de relación es importante estar segura de una misma. Y tú, ¿lo estás? ¿Sí? ¿Estás segura de que estás segura? Bien, descubramos a través de vuestras respuestas si sois mujeres con aplomo y confianza. ¿Listas? ¿No? Pues vamos allá.

1. ¿Cuánto tardas en salir de casa?

A. Diez minutos. Me ducho, me pongo cualquier cosita y salgo pitando.

B. Tres horas. Me ducho, me pruebo toda la ropa que tengo, me quejo por no tener más, me aplico muchas capas de maquillaje hasta que el grosor de mi cara aumenta varios centímetros y me cambio de todo en el último momento.

2. ¿Cómo te preparas la noche antes de una entrevista de trabajo?

A. Me relajo leyendo y repasando los temas que puedan surgir en la entrevista; procuro acostarme pronto y dormir al menos ocho horas.

B. Tengo un ataque de pánico, llamo a todos mis amigos para que me tranquilicen, intento posponer la entrevista, vomito y sufro insomnio.

3. Si te gusta un chico en un bar…

A. Me acerco y le invito a una copa para conocerle, y luego… lo que surja.

B. Intento que no se me note, miro para otro lado, disimulo, y luego… él se va con otra.

4. Vas con tu novio a una fiesta y os encontráis con la despampanante exnovia de él.

A. Reacciono con naturalidad, me presento y charlo con ella. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene un pasado.

B. No le suelto la mano a mi novio, la miro de arriba abajo e intento mantener una conversación en la que ella salga desfavorecida. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene un punto débil.

5. La primera noche con un nuevo amante…

A. Intento pasarlo bien, conocer su cuerpo y disfrutar con el mío. El sexo es algo muy natural entre dos personas.

B. Intento apagar todas las luces (incluso las de la calle), le doy un condón antes de tiempo y finjo orgasmos para que crea que ha sido un éxito.

6. Una amiga celebra su cumpleaños en un karaoke…

A. Salgo al escenario la primera a pesar de no saber cantar. Pero ¿qué más da? ¡Lo importante es divertirse!

B. Me niego a salir a cantar y ante la insistencia de todos los amigos finjo una afonía crónica y me voy a mi casa. Pero ¿qué más da? ¡Tampoco eran tan amigos!

7. Los padres de tu novio os invitan a su casa a cenar.

A. Me muestro tal y como soy, comento lo bueno que está todo y entablo conversación para conocerlos mejor.

B. Se me cierra el estómago de la tensión, la madre se siente ofendida porque no como y el padre acaba preguntándole a mi novio qué ha sido de su despampanante exnovia.

Si la mayoría de respuestas han sido B, tienes un grave problema de inseguridad evidente que debes solucionar. Si la mayoría de tus respuestas han sido A, tienes un grave problema de inseguridad encubierta que debes solucionar. Estoy segura de que este test os habrá ayudado a cultivar vuestra autoestima y a reforzar la confianza para afrontar vuestras próximas cincuenta citas… O no, calla, igual no estoy tan segura… Es que no sé.