Ayer llegamos de Teherán. Quinientos kilómetros de arenales, pueblos muertos, caravansare derruidos, formas caprichosas de la meseta irania. Estábamos cansados; estábamos excitados. Un baño y un buen té en el Shah Abbas, y salimos a caminar. Jardines, avenidas, cúpulas, minaretes. En Isfaján la noche es feérica, el cielo es perfecto.
Cuando regresamos al hotel, abrumados y felices, conversamos hasta que el sueño nos rindió.
Soñé que en el centro de la prodigiosa cúpula de la mezquita Lutfullah había oculto un rubí de virtudes mágicas. El discreto que se para justamente debajo, guarda silencio y contiene la respiración, recibe la visión de un tesoro escondido y el lugar donde se halla. Su existencia no puede ser difundida ni su posesión puede intentarse porque uno se convierte en madera y la madera en nube y la nube en piedra y la piedra se rompe en mil pedazos. El rubí otorga deleite o estupor pero no autoriza el enriquecimiento.
Esta mañana fuimos otra vez a la Meidam-e-Shah. Visitamos el palacio Alí Qapú desde los corredores últimos hasta la sala de música. Me sorprendieron las escaleras de escalones demasiado altos e increíblemente angostos. Alguien explicó que era para impedir la irrupción de cabalgaduras enemigas.
Mientras Melania se demoraba en la terraza que da a la antigua cancha de polo (la plaza más hermosa del mundo), no pude más. Crucé hasta la Lutfullah, me situé bajo el centro mismo de la cúpula, guardé silencio, contuve la respiración. Una luz ocre se tamizaba de matiz en matiz. De pronto, ¡Dios mío! El tesoro era sorprendente, de innumerables riquezas; estaba cerca, fácil de obtener, entre las ruinas de una de las antiguas torres de gorriones o palomares o casas de placer de las afueras de la ciudad. La visión me fue concedida en un interminable segundo de vertiginoso esplendor.
Regresé al Alí Qapú. Recorrimos la Mezquita de los Viernes, cruzamos el viejo puente de treinta y tantos arcos…
¿Terminaré estos apuntes o me dispersaré en la piedra?
Roy Bartholomew.