Referiré el mejor de los sueños, el que soñé en la medianoche, cuando habitaban el reposo los hombres capaces de palabra.
Creí ver un árbol prodigioso que ascendía en el aire entrelazado de luz, el más resplandeciente de los árboles.
Todo el prodigio estaba inundado de oro.
Había piedras preciosas a su pie; cinco había también en la cima, en la juntura de los brazos.
Los contemplaban los ángeles del Señor, todos predestinados a la hermosura.
Ciertamente no era la horca de un malhechor: lo adoraban espíritus celestiales, hombres sobre la tierra y toda la gloriosa Creación.
Prodigioso era el Árbol de la Victoria, y yo manchado de culpas, envilecido de impurezas, vi el Árbol de la Gloria cubierto de vestiduras, brillantes de alegría, cercado de oro. Piedras preciosas dignamente cubrían el árbol del Señor. A través de aquel oro pude entrever una antigua discordia de miserables; vi que por el costado derecho sudaba sangre.
Yo estaba todo atravesado de penas, aterrado por la hermosa visión.
Vi que esa viviente señal cambiaba de ropajes y de colores.
A veces el camino de la sangre lo mancillaba; a veces, lo decoraban tesoros.
Mientras tanto yo durante largo tiempo yacía contemplando afligido el Árbol del Redentor.
Éste se puso a hablar. El más precioso de los leños dijo con palabras:
«Esto ocurrió hace muchos años; todavía me acuerdo, me talaron en la linde de un bosque.
Me arrancaron de mis raíces.
Se apoderaron de mí fuertes enemigos.
Hicieron de mí un espectáculo.
Me ordenaron alzar a los condenados.
Los hombres me cargaron a cuestas y me fijaron en lo alto de una colina.
Ahí me sujetaron los enemigos.
Vi al Señor de los Hombres apresurarse con la voluntad de escalarme.
No me atreví a desacatar la orden de Dios.
No me atreví a inclinarme o a romperme, cuando tembló la faz de la tierra.
Yo hubiera podido aplastar a todos los enemigos, pero me mantuve alta y firme.
Fuerte y resuelto el joven héroe, que era Dios todopoderoso, ascendió a lo alto de la horca, valeroso ante muchos, para salvar a la humanidad.
Me estremecí cuando el varón me abrazó.
No me atreví a inclinarme sobre la tierra; seguí firme.
Cruz fui erigida.
Elevé al poderoso rey, al Señor de los Cielos.
No me atreví a inclinarme.
Con clavos oscuros me atravesaron; quedan aún las cicatrices de las heridas.
No me atreví a dañar a ninguno.
Todos hicieron burla de nosotros.
Me salpicó la sangre que brotó del costado del hombre, cuando éste dio el espíritu.
He padecido muchos males en la colina.
He visto al Señor de los Ejércitos estirado cruelmente. Tenebrosas nubes habían cubierto el cuerpo del Señor.
De aquel claror surgió una sombra, negra bajo las nubes.
La Creación entera lloró la muerte de su Rey.
Cristo estaba en la Cruz.»
Poema anónimo anglosajón del s. IX.