Llegué el 18 de marzo de 1949, para incorporarme como becario a El Colegio de México. Los compañeros que me habían ido a recibir, entre ellos Sonia Henríquez Ureña, me llevaron hasta una pensión de estudiantes y se despidieron. Ordené mis magras pertenencias (que incluían un diccionario de latín) y me dispuse a dormir. Tras un viaje de treinta y cuatro horas, estaba cansado. Soñé que habían pasado los meses. En vísperas de mi regreso a Buenos Aires, Alfonso Reyes me invitaba un fin de semana a un hotel de Cuernavaca y, a manera de despedida, me leía su traducción de los primeros nueve cantos de la Ilíada, traducción que yo había visto avanzar, sábado a sábado, en las inolvidables y apartadas tardes de la «Capilla Alfonsina» de la entonces calle Industrias. ¡Alfonso Reyes, leyendo para mí, solo, a Homero, y la meseta de Anáhuac en torno! (¿No afirmó Pedro Sarmiento de Gamboa haber hallado en tierra mexicana huella de la planta de Ulises?) Le obsequié la edición de poesías completas de Lugones, que incluía sus versiones homéricas.
Por la mañana me desperté muy temprano. El Colegio quedaba a poco más de una cuadra, en la calle de Nápoles número 5. Llegué cuando las puertas estaban cerradas. Compré Novedades y me puse a leer. A poco lo vi a Raimundo Lida. Subimos hasta el segundo piso, al salón de filología. Una hora después me dijo Lida: «Don Alfonso lo espera.» Bajé: «Roy, déme usted sus dos manos. Desde hoy, ésta es su casa. Siéntese.» Y, sin más demora: «Hábleme de Pedro.» Me puse a hablar. Desordenado. Los recuerdos me abrumaban. Reyes (oh, él había sido su amigo más íntimo, desde cerca y desde lejos, durante cuarenta años) no ocultó su emoción. El recuerdo de Pedro Henríquez Ureña, fijo como las estrellas, cálido como la amistad, nos unía.
Pasaron los meses.
Algunos días antes de mi regreso a Buenos Aires, Alfonso Reyes me invitó a un fin de semana en un hotel de Cuernavaca, junto con doña Manuela. Imaginé lo que iba a ocurrir: llevé el tomo de Lugones. Durante dos días (¡oh dioses, para mí solo!) don Alfonso me leyó su traducción rimada de los primeros nueve cantos de la Ilíada.
Entonces soñé que llegaba al aeropuerto de la capital azteca y que los compañeros que me habían ido a recibir, me llevaban hasta una pensión de estudiantes y se despedían. Ordené mis magras pertenencias (la verdad, poco ocupé el diccionario de latín) y a la mañana siguiente, ya en el Colegio, Raimundo Lida me dijo: «Don Alfonso lo espera.» Bajé: «Roy, déme usted sus dos manos. Desde hoy, ésta es su casa. Siéntese.» Y, sin más demora: «Hábleme de Pedro.» Comencé a hablar. El recuerdo de Henríquez Ureña nos unía.
Roy Bartholomew.