Ésta es la historia del valeroso Er, armenio de Panfilia. Muerto en guerra, su cadáver incontaminado fue recogido a los diez días. La pira estaba lista cuando en el día doce despertó y narró lo que había visto en el otro mundo.
Tras abandonar éste, su alma se encaminó con otras hasta un lugar donde había dos agujeros en la tierra frente a dos que estaban en el cielo. Dos jueces emitían los fallos; los justos se encaminaban hacia el cielo por la derecha y los injustos hacia la tierra por la izquierda. Cuando vieron llegar a Er, le dijeron que sería mensajero entre los hombres de cuanto allí ocurría y que prestase atención.
Por el otro agujero de la tierra salían almas sucias y polvorientas; por el otro del cielo, almas enteramente puras. Parecían llegar de un largo viaje. Se reunieron en la pradera y, como viejas conocidas, las de la tierra preguntaban por el cielo y las del cielo por la tierra. Unas lloraban sus padecimientos de un milenio; las otras alababan su bienaventuranza.
Cada alma sufría, por cada daño cometido, otro diez veces mayor, de cien años de duración (tiempo de la vida humana). Las almas piadosas recibían por cada buena acción un premio igualmente mayor.
Algún alma preguntó por la suerte de Ardieo, tirano de Panfilia mil años atrás. Otra respondió que no la habían visto.
Ardieo había asesinado a su padre anciano y a su hermano mayor: para los impíos hacia los dioses y los padres, el castigo era peor que los enunciados.
De pronto, Ardieo y otros grandes pecadores se asomaron por el agujero. La abertura se cerró y mugió y unos seres salvajes envueltos en fuego los precipitaron al abismo. A Ardieo lo ataron de pies y manos, lo desollaron y lo desgarraron contra unos espinos. Pero para los condenados, lo más atroz era el mugido.
Las almas descansaron siete días en la pradera; al octavo, marcharon. Tras cuatro días divisaron una columna de luz como un arco iris pero más brillante; en otra jornada llegaron hasta ella: ocupaba todo el cielo y la tierra. Vieron las cadenas del cielo; la luz era el lazo que unía toda la esfera celeste. Allí estaba, alargado, el huso de la Necesidad que permite girar a todas las esferas; se percibían los ocho cielos concéntricos, cada uno de los cuales encaja en el otro: son como torteras cóncavas cuyos bordes, de distinto color y brillo, forman un mismo plano. Giran con distinta velocidad y en sentido inverso del huso, que atraviesa por el centro al octavo cielo. Presidía cada cielo una sirena que emitía un único sonido de tono invariable; las ocho voces formaban un conjunto armónico: Equidistantes y en sus tronos se hallaban las Parcas, hijas de la Necesidad: Láquesis, Cloto y Atropo. Acompañaban con su canto a las sirenas; Láquesis recordaba los tiempos pasados, Cloto refería los presentes y Atropo preveía los venideros.
Llegadas ante Láquesis, las almas fueron anoticiadas por un adivino que emprenderían una nueva etapa en un cuerpo portador de muerte. «Vosotras elegiréis vuestra suerte, a la que quedaréis unidas; como la virtud no tiene dueño, cada una la poseerá según la honre. La divinidad es inocente.»
Cada una eligió un número de orden, menos Er, y de acuerdo con la precedencia eligieron un modelo de vida. Los había de tiranos, mendigos, desterrados, menesterosos: prestigiosos por belleza, vigor, tenacidad, progenie o prosapia; también, para hombres y mujeres, vidas sin relieve alguno. Riqueza y pobreza, salud y enfermedad se mezclaban. El peligro era grande; se requerían discreción y conocimiento para elegir bien.
Dijo el adivino:
—Aun para la última en escoger habrá dicha si es sensata; no se descuide la primera ni se desanime la última.
La primera se precipitó y optó por ser tirano: su destino incluía devorar a sus propios hijos. Cuando lo supo, culpó a su mala fortuna y a los dioses y maldijo de todo menos de sí misma; era un alma que provenía del cielo y que en su vida anterior había ejercido la virtud. Las que provenían de la tierra eran experimentadas en sufrimientos y elegían con más cuidado.
Por no ser engendrado por mujer, por animadversión al sexo femenino y porque recordaba su muerte, Orfeo optó por ser cisne. Támiras decidió reencarnar en ruiseñor; algunas aves, en seres humanos. El alma a la que correspondió el vigésimo turno quiso ser león: era Ajax; la siguiente optó por ser águila: como es sabido, Agamenón odiaba a la humanidad; Atalanto decidió ser atleta y alcanzar los honores; Epeo resolvió ser artesana. Entre las últimas estaba la de Tersites, revestido de la ridícula forma de un simio: decidió ser Ulises, cuya alma permanecía aislada y olvidada de todos. Por su parte, Ulises había optado por una existencia oscura y sedentaria.
Terminada la elección, cada alma recibió de Láquesis su genio tutelar; Cloto confirmó los destinos y Atropo los tornó irrevocables. Junto con su genio tutelar, cada alma (que ya no podía retroceder) pasó ante el trono de la Necesidad y se dirigió a la llanura del Olvido, donde no había árboles ni nada de lo que la tierra produce y el calor era atroz. Al atardecer fueron hasta el río de la Despreocupación, cuyas aguas ningún recipiente logra contener; quienes bebieron de más, perdieron la memoria. Hacia la media noche todas dormían; la tierra rugió y se movió y las almas fueron lanzadas al espacio como estrellas, hacia sitios diferentes de los de su anterior nacimiento.
A Er no se le permitió beber; reencarnó en su propio cuerpo, alzó los ojos al cielo, vio que era muy de mañana, y hallóse sobre la pira.
Platón, La República.