La soberana virtud de este clima isleño[17] reside en lo que el médico de Molière llamara su «propiedad dormitiva». Sólo durmiendo es como puede uno reponerse de tanta ociosidad. El famoso precepto de la escuela salermitana (sex horas dormire…), aunque expresado en excelente latín de cocina, nos sabría a chiste de mal gusto. ¡Seis horas de decúbito! Admitamos el mínimum de ocho o nueve, en gracia de la pedagogía, y supuesto que no falta cada tarde su siestita de guardar. Tampoco hay que temer las consecuencias; las reservas de sueño son aquí tan inagotables como las ondas del Paraná: después de cuatro golpes de remo, a modo de hipnótico, mucho será que podáis ir tirando hasta el toque de queda. De mí sé decir que con este régimen he dominado los peores insomnios los que trae el viento norte al amanecer sin recurrir al remedio extremo, y siempre peligroso, de las lecturas prohibidas, quiero decir tediosas. Este ambiente vegetativo es una bendición para los nervios: paréceme a ratos que me estoy volviendo sauce…
A manera de exvoto al dios Morfeo, consagraré, pues, esta charla dominical al tema sedante que el título anuncia; y no se dirá por esta vez que no poseo mi asunto. Estudiada debidamente la materia, o sea entre duerme y vela, no resultaría tan baladí como parece. El sueño no es el paréntesis de la vida, sino una de sus fases más curiosas, como que nada en el misterio y confina en lo sobrenatural. Por eso, los poetas lo entienden mejor que los fisiólogos. En tanto que los segundos vienen discutiendo sobre si el estado cerebral, durante el sueño, corresponde a la anemia o a la congestión, sin que el problema tenga respuesta definitiva: los primeros, desde Homero hasta Tennyson, entrevén la verdad a través del prisma irisado de la ilusión. El más grande de todos ha dejado caer esta palabra profunda, que llega hasta donde no penetran sondas ni psicómetros: «Somos hechos del mismo tejido que nuestros sueños…» Y un héroe de Musset, comentando a su modo al divino Shakespeare, canta deliciosamente:
La vie est un sommeil, l’amour en est le rêve…
Pero ¡qué delicado instrumento psicológico el nuestro! ¡Qué moderna y matizada lengua, ésta que, bajo el solo rótulo de sueño, sigue metiendo en las alforjas de Sancho toda la familia de sommeil, somme, songe, rêve, rêverie, etc., reduciendo la gama entera a esa única nota del trombón!
No soy un extremo soñador durmiendo, se entiende. Suelo pasar noches consecutivas sin probar este devaneo de la «cerebración inconsciente», que para otros es sinónimo de dormir. Y como me consta que ni en actos ni en ademanes soy somnámbulo, debería admitir según la teoría corriente, que, las más de las veces, si no me acuerdo de mis sueños, es porque no los tengo. Veremos pronto cómo también en esto hay que distinguir, siendo la realidad un poco menos simple que la teoría. Sea como fuere, he reflexionado bastante sobre esta singular disociación orgánica, que representa un como divorcio periódico del alma y del cuerpo. Acaso, en razón misma de su poca frecuencia, mis sueños conserven mayor fijeza que los de otros. De mi lejana infancia me han quedado cuatro o cinco, casi tan lúcidos como el de anteanoche, que precisamente ha sido ocasión de estas líneas y luego resumiré. Otros tengo anotados en mis cuadernos: algunos de carácter tan extraño o pavoroso que, hoy mismo, me basta releer el apunte para resucitar la sensación primitiva en su paroxismo de angustia y terror.
Además, he observado en mis prójimos, y muy de cerca a veces, los accidentes exteriores del sueño, especialmente de la pesadilla. Por cierto que mi existencia tan movida me ha suministrado materia observable. En la promiscuidad de los viajes, desde los tambos de Bolivia hasta los camarotes de buques y los sleeping cars, he presenciado más de lo necesario los dramas y comedias de la humanidad durmiente. Pero ninguna experiencia ulterior ha sido tan completa y continua como la primera, que voy a referir por tratarse de un sujeto desaparecido. Ha sido ésta la base de mi pequeña teoría personal acerca del sueño: a ella he referido invenciblemente mis observaciones posteriores, y hasta las afirmaciones de los libros, para comprobar su exactitud. Muchos años han transcurrido, y puede que tenga hoy más aguzado el instrumento analítico; con todo, subsisten para mí los resultados de aquella larga iniciación juvenil, y encuentro que la piedra de toque no ha envejecido.
Vivía yo en Salta, hace veintitrés años, en casa de un comerciante tucumano. Jóvenes e íntimos amigos, dormíamos en el mismo cuarto para charlar de cama a cama, aunque sobraban habitaciones desocupadas en nuestro caserón colonial, capaz de albergar cómodamente a la familia de Noé. Nos recogíamos casi siempre juntos; pues, cuando por gran casualidad no fuera común el programa nocherniego, el primero que caía al redil solía esperar al otro en el vecino «Billár de Lavín». Como yo tuviese ya la pésima costumbre de leer acostado, quedábame una o dos horas velando el sueño de mi amigo. Éste, que despierto no rompía un plato, dormido se tornaba un mauvais coucheur. Cuando más tranquilo, roncaba como un trompo alemán, hasta despertarse asustado por su propio trompeteo. Pero no era éste su peor exceso. Mi compañero soñaba en voz alta, padeciendo crueles pesadillas que me tenían con el… Jesús en la boca si así puede llamarse lo que con la impaciencia se me salía. Cuando palpé los inconvenientes de la cohabitación, era muy tarde para remediarlos. Primero me detuvo el cariño; luego la curiosidad, o mejor dicho, un interés creciente por ese drama cerebral que a mi vista, o si se quiere a mis oídos y a telón bajado, se representaba, y en cuyo desempeño pasé insensiblemente de testigo mudo a entendido colaborador.
No insistiré en los detalles que concuerdan con la teoría clásica, y que mi propia experiencia de varios meses ha confirmado, limitándome a señalar los rasgos que la contradicen abiertamente. Lo que más suele echarse de menos en los tratados de medicina, y desde luego en la psiquiatría la más conjetural y arriscada de estas ciencias en mantillas es precisamente el verdadero espíritu científico, que no se paga de magister dixit ni de fórmulas convencionales. Se nos advierte, por ejemplo, que las alucinaciones del gusto, y sobre todo las del olfato, son mucho más raras que las de los otros sentidos; la observación carece de alcance, supuesto que en el estado normal las sensaciones del gusto y del olfato no son representativas: nos es imposible imaginar el olor del jazmín con su carácter propio, y distinto, v. g., del de la violeta. En cuanto al gusto, cuyas sensaciones están indisolublemente unidas a las del tacto, su vaga o supuesta representación en el sueño ha de ser ilusoria y debida a dicha asociación.
El voluminoso tratado de Brierre de Boismont está lleno de casos pueriles, tan desnudos de crítica como los de Lombroso; así, el clásico de la famosa sonata de Tartini que, según decía el compositor, le fue «dictada por el diablo». La interpretación psiquiátrica, que atribuye aquella obra a un fenómeno de cerebración inconsciente, revela en el diablo una potencia de credulidad igual a la del músico, si no mayor: por mi parte, prefiero aún la leyenda en bloque, con el diablo y sus cuernos.
Más graves todavía me parecen las anécdotas relativas al somnambulismo, y que los autores se transmiten piadosamente, aunque choquen con sus propios principios teóricos. Tal es la célebre historia del monje, traída por Fodéré y reproducida por todos sus sucesores. Refiere un prior de la gran Cartuja cómo cierta noche, en que quedara escribiendo en su celda, vio entrar a un joven religioso, tieso, con los ojos fijos y las facciones contraídas. El somnámbulo se dirigió a la cama del prior, felizmente vacía, y hundió tres veces en ella un gran cuchillo que traía abierto… Al día siguiente, el prior interrogó al fraile, y éste le refirió punto por punto la escena, agregando que había sido impelido al crimen imaginario por un sueño en que viera a su madre asesinada por el prior…
Sin discutir el caso mismo, que puede ser real, no parece dudoso que, fuera de otros detalles evidentemente apócrifos, toda la confesión del paciente haya sido fraguada. El hombre que sigue durmiendo, después de un acceso de somnambulismo, no conserva, al despertar, memoria alguna de sus actos, mucho menos del sueño que le hubiera impulsado: la amnesia es absoluta[18]. No sucede así en los casos de pesadilla que se interrumpen bruscamente por una causa exterior; y esta diferencia, que creo fundamental, se verá confirmada por mi caso tucumano, o salteño.
No parece que la pesadilla debe distinguirse psicológicamente del sueño ordinario, ni acaso del somnambulismo parcial; si bien es muy sabido que, entre éste y aquélla, las diferencias patológicas quedan características. El somnabulismo espontáneo es una entidad mórbida: una neurosis; en tanto que el cauchemar puede ser un accidente aislado, el episodio de una indigestión, o el síntoma de una afección distante de los centros nerviosos. Vistos por defuera, ambos estados no difieren únicamente por el contraste que ofrece la impotencia física del sujeto en el uno, con la motilidad que le caracteriza en el otro y le ha dado su nombre, sino también por su terminación. Habitualmente, basta la misma angustia de la pesadilla para traer el brusco despertar; por el contrario, el acceso somnambúlico sigue su evolución tranquila —salvo accidente exterior— hasta refundirse en el sueño ordinario. Vueltos a la realidad uno y otro sujetos, el soñador conserva muy vivo el recuerdo del sueño; el somnámbulo lo ha olvidado completamente. Y aquí vienen las observaciones personales que anuncié.
Mi amigo de Salta no era propiamente somnámbulo, aunque en dos o tres ocasiones le vi incorporarse dormido y comenzar a vestirse; pero sus sueños angustiosos eran casi cotidianos. Padecía una afección crónica del estómago, y, desde luego, cuando le ocurría cenar la pesadilla era infalible. Ésta llegaba con el primer sueño, revistiendo casi siempre una misma forma exterior, como que correspondía a un drama interno poco variable, que veinte veces me hice referir. Omitiendo detalles, era casi siempre una reyerta con hombres emponchados, peones o artesanos (mi amigo poseía un ingenio azucarero) que le injuriaban; el dormido se indignaba, profiriendo amenazas que me anunciaban la inevitable catástrofe; a poco, un breve quejido, acompañado de gemidos prolongados: había recibido una puñalada en el epigastrio y se sentía morir…
Mi pobre compañero me relataba la escena con una lucidez y un colorido conmovedores. Como tengo dicho, ésta no variaba sino por ciertos rasgos secundarios. A poco, llegué a saberla tan de coro como el cuento de Barba Azul. Lo que al principio me sorprendía, era la fantástica rapidez de las peripecias que, contadas, parecían que durasen horas, y en realidad se sucedían y agolpaban en pocos segundos. Ya familiarizado con el incidente, y casi siempre despierto en ese momento, lograba a menudo prevenir el ataque cambiando la postura del soñador. Otras veces, yo intervenía en la escena, fingiendo prestar ayuda al agredido, poniéndome a su lado, mostrándole a sus enemigos en fuga, o tendidos por el suelo a nuestra arremetida heroica. Esta sugestión solía ser eficaz, y como, a más de benéfica, era para mí divertida, di en usarla pródigamente, buscando efectos nuevos.
Cuando el paciente despertaba en el acto de mi intervención, me refería de mí mismo hazañas tales que yo quedaba pasmado: mis cuatro gritos reales eran un breve y burdo cañamazo que el ensueño convirtiera en fantástica epopeya. Empero, si ocurría que, dominada la crisis y facilitada la digestión, mi amigo entrara sin despertarse en el dormir normal, no conservaba por la mañana el menor recuerdo de su pesadilla frustrada. Esta doble observación, que he repetido muchas veces y que en otras circunstancias he confirmado, me permite establecer, contrariamente a lo que en varias partes he leído: 1.º, que la sugestión puede ser tan eficaz en el sueño normal (la pesadilla no es psicológicamente otra cosa) como en el somnambulismo; 2.º, que la amnesia consecutiva a la pesadilla ininterrumpida obedece probablemente a la misma causa que el olvido tan frecuente de los sueños ordinarios. Esta causa no es otra que la superposición de nuevas imágenes sobre las antiguas. Se ha dicho que la hora más propicia para los sueños es la que precede al despertar de la mañana, abriéndose entonces de par en par la puerta de la fantasía. Lo que sin duda ocurre es que los últimos sueños subsisten solos, porque cubren o borran a los anteriores; del propio modo que, de una tropa en marcha, sólo las últimas filas dejan en el camino huella perceptible.
Respecto de la completa independencia de algunos ensueños, de su nacimiento y desarrollo sin relación aparente con nuestra vida diaria, de su fantástica incoherencia, por fin, sería también el caso de formular distinciones. No me parece que los observadores profesionales hayan parado mientes en un hecho psicológico de primer orden; y es que, para la elaboración del ensueño, no son elementos o materiales precisos las cosas mismas, sino su representación actual, cuando presentes —o su evocación, cuando pasadas—. La imagen de Rosas, que una lectura me sugiriera ayer, y el paseo en bote por el río de las Conchas, que realizaba a la propia hora, eran para mí acontecimientos intelectuales del mismo orden y perfectamente contemporáneos, siendo así que se imprimían conjuntamente en la placa sensible del cerebro. Si la atención ha fijado en el mismo plano sus imágenes al modo que el hiposulfito fija en la placa fotográfica a la imagen viva junto al cuadro antiguo de la pared podrá el sueño asociarlas y combinarlas con aparente incoherencia, pero en realidad con innegable lógica.
Referiré en cuatro palabras el sueño pueril y trágicamente absurdo que tuve anteanoche, y que como dije, fue el punto de partida de esta charla soñolienta. Me encontraba en el Cabildo de Buenos Aires, en presencia de Rosas que ordenaba mi prisión y ejecución inmediata: yo era Maza[19], sin dejar de ser Groussac. Lograba huir, y me hallaba de pronto en la azotea de San Francisco, rodeado de mi familia, que no era la real. Después de veinte escenas delirantes, se traía a la azotea un caballo, con el cual debía escaparme a las provincias del Norte, atravesando el Río de la Plata, etc. Ahora bien, todas estas insanias obedecían, según me lo mostrara la reflexión, a este hilo lógico: el mismo día, y casi a la misma hora, me acordé de nuestra estancia de Santiago, viendo pasar a un gaucho a caballo; luego tuve la idea de ir en bote hasta la isla que por aquí poseen los franciscanos; por fin, durante el trayecto, pensé largamente en un episodio del año 40, referido en un estudio sobre Rosas del marino francés Page, y que se desarrolla precisamente en las márgenes del Paraná.
We are such stuff as dreams are made on…
Repito las palabras profundas que Shakespeare pone en boca de Próspero, en la más bella, en la más poética y mortalmente triste de sus comedias. Somos hechos de la misma tela que nuestros sueños: es decir que, recíprocamente, tejemos nuestros sueños con nuestra propia substancia. La instintiva inquietud del poeta, pues, parece que penetraba a mayor hondura que el saber de los sabios, el cual gira hace siglos en torno de la sospechada verdad, sin atreverse a darle fórmula positiva. ¿No será porque, lejos de arrojar al pozo del misterio la sonda experimental que sólo enturbia sus ondas, el poeta, al inclinarse sobre la tersa superficie, acierta a divisar el cielo reflejado que contiene la gran explicación?…
El sueño absorbe una porción considerable de nuestra vida, y, por otra parte, no parece dudoso que el soñar sea una forma intermitente de locura, un delirio periódico más o menos caracterizados. Delirar, según la raíz etimológica, significaría propiamente: «sembrar fuera del surco». Esta idea no implica que sea el surco mal trazado o la semilla averiada, sino simplemente el hecho de la impropiedad, de la dirección errada. Tal es el delirio en su forma más común: una serie de actos o de palabras incoherentes, desprovistos de consecuencias y apropiación; sin que ello obste a que, aisladamente, cada acción pudiera ser razonable y cada palabra correcta. ¿Acaso sería otra la definición del ensueño?
Lo que se ha llamado «inestabilidad mental» no es un accidente, sino nuestro modo de ser fisiológico. Para quien estudia el cuerpo humano, parece un milagro de cada instante la persistencia de la salud: ¿qué diremos de nuestro aparato cerebral, que cada veinticuatro horas penetra en el cono de sombra de su razón eclipsada? ¿No es prodigioso que cada mañana, con la buena y santa luz del sol, emerja también la inteligencia intacta de sus tinieblas y fantasmas nocturnos?
Sin duda: el hogar, la familia, los rostros conocidos y amados, el trabajo, la sucesión regular de los actos habituales, han de ser otros tantos jalones y puntos de repère que mantienen en equilibrio la razón precaria. Ellos la guían por el laberinto de escollos donde pudiera zozobrar: a manera de la navegación antigua, que se movía prudentemente de cabo a cabo, buscando en la costa siempre visible su tímida orientación. Al fin, vino para el navegante la brújula tutelar, que le permitió surcar de noche como de día el mare tenebrosum. Efímeros exploradores de lo infinito: ¿dónde hallaremos la nuestra, si todo lo que antes llamábamos así se ha declarado vetusto y se arroja al desecho?
Paul Groussac, El viaje intelectual (1904)