Sueño parisién

I

Esta mañana todavía me maravilla la imagen viva y lejana del terrible paisaje que jamás vieran ojos mortales.

¡El sueño está lleno de milagros! Por singular capricho había desterrado del espectáculo al irregular vegetal, y, pintor orgulloso de mi genio, saboreaba en la tela la embriagadora monotonía del metal, el mármol y el agua.

Lleno de fuentes y cascadas que caían sobre el oro mate o bruñido, era un palacio infinito, babel de arcadas y escaleras. Cortinas de cristal, las pesadas cataratas se suspendían deslumbrantes de las murallas metálicas.

No árboles sino columnatas rodeaban los estanques dormidos, donde gigantescas náyades se miraban como mujeres.

Entre los muelles rosas y verdes, durante millones de leguas, las aguas azules se expandían hasta los confines del universo.

Había piedras insólitas, olas mágicas; había espejos deslumbrados por cuanto reflejaban. Desde el firmamento, ríos taciturnos y descuidados vertían el tesoro de sus urnas en abismos de diamante.

Arquitecto de mis sortilegios, bajo un túnel de pedrería hacía pasar a mi antojo un océano domado. Y todo: hasta el color negro parecía bruñido, claro, irisado: el agua engarzaba su gloria en el rayo de cristal.

Ningún astro hasta los confines del cielo, ningún resto de sol que iluminase los prodigios de fuego propio.

Y sobre estas móviles maravillas (atroz detalle: ¡todo para los ojos, nada para los oídos!) flotaba un silencio de eternidad…

Charles Baudelaire, Las flores del mal (1857)