Creso expulsó a Solón de Sardes porque el famoso Sabio despreciaba los bienes terrenales y sólo atendía al fin último de las cosas. Creso se creyó el más feliz de los hombres. Los dioses decidieron su castigo. Soñó el rey que su bravo hijo Atis moriría de herida producida por punta de hierro. Mandó guardar lanzas, dardos y espadas en los cuartos destinados a las mujeres y decidió la boda de su hijo. En eso estaban cuando llegó un hombre con las manos tintas en sangre: Adrastro, frigio de sangre real, hijo de Midas. Pidió asilo y purificación, pues involuntariamente había dado muerte a un hermano y había sido expulsado de entre los suyos. Creso le otorgó ambas mercedes.
Entonces apareció en Misia un terrible jabalí que todo lo destrozaba. Aterrados, los misios pidieron a Creso que enviara al valiente Atis y a otros jóvenes, pero el rey explicó que su hijo era recién casado y debía atender sus asuntos privados. Atis lo supo y le rogó que no lo humillara. Creso le contó el sueño. «Entonces, dijo Atis, nada debemos temer, pues los dientes de jabalí no son de hierro.» Convino el padre y pidió a Adrastro que acompañase a su hijo; a lo que el frigio asintió, no obstante su luto, por lo obligado que estaba con Creso. Durante la cacería, Adrastro, tratando de lancear al jabalí, dio muerte a Atis. Creso aceptó el destino que el hado le había adelantado en sueños y perdonó a Adrastro; pero éste se degolló sobre la sepultura del infortunado príncipe. Así lo cuenta Herodoto en el primero de los Nueve libros de la historia.