El sueño del juicio final o el sueño de las calaveras

AL CONDE DE LEMOS, PRESIDENTE DE LAS INDlAS.

A manos de vuecelencia van estas desnudas verdades, que buscan no quien las vista, sino quien las consienta; que a tal tiempo hemos venido, que con ser tan sumo bien, hemos de rogar con él. Prométese seguridad en ellas solas. Viva vuecelencia para honra de nuestra edad.

Don Francisco Gómez de Quevedo Villegas.

Discurso

Los sueños, señor, dice Homero que son de Júpiter[9] y que él los envía; y en otro lugar se han de creer[10]. Es así, cuando tocan en cosas importantes y piadosas, o las sueñan reyes y grandes señores, como se colige del doctísimo y admirable Propercio en estos versos:

Nec tu sperne piis venientia somnia portis:

Quum pia venerunt somnia, pondus habent[11].

Dígolo a propósito que téngolo por caído del cielo uno que yo tuve estas noches pasadas, habiendo cerrado los ojos con el libro del beato Hipólito, de la Fin del mundo y segunda venida de Cristo, lo cual fue causa de soñar que vía el juicio final.

Y aunque en casa de un poeta es cosa dificultosa creer que haya cosa de juicio (aun por sueños), le hubo en mí por la razón que da Claudiano en la prefación del libro segundo del Rapto, diciendo que todos los animales sueñan de noche cosas de lo que trataron de día. Y Petronio Arbitro dice:

Et canis in somnis leporis vestigia latrat[12].

Y hablando de los jueces:

Et pavido cernit inclusum corde tribunal[13].

Parecióme, pues, que vivía un mancebo que, discurriendo por el aire, daba voz de aliento a una trompeta, afeando en parte con la fuerza su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oídos en los muertos; y así, al punto comenzó a moverse toda la tierra, y a dar licencia a los güesos que anduviesen unos en busca de otros. Y pasando tiempo (aunque fue breve), vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos, con ansias y congojas, recelando algún rebato; y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza.

Esto conocía yo en los semblantes de cada uno, y no vi que llegase el ruido de la trompeta a oreja que se persuadiese que era de juicio. Después noté de la manera que algunas almas huían, unas con asco y otras con miedo, de sus antiguos cuerpos; y diome risa ver la diversidad de figuras y admiróme la providencia de Dios en que, estando rajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Sólo en un cementerio me pareció que andaban destrocando cabezas, y que vi a un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya para descartarse de ella.

Después, ya que a noticias de todo llegó que era el día del Juicio, fue de ver cómo los lujuriosos no querían que los hallasen sus ojos, por no llevar al tribunal testigos contra sí; los maldicientes, las lenguas; los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos. Y volviéndome a un lado, vi un avariento que estaba preguntando a uno (que por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas no hablaba, porque aún no habían llegado) si pues habían de resucitar aquel día todos los enterrados, sí resucitarían unos bolsones suyos.

Riérame, si no me lastimara a otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas, deseando no las llevar, por no oír lo que esperaban; mas solos fueron sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones; que por descuido no fueron todos. Pero lo que más me espantó fue ver los cuerpos de dos o tres mercaderes que se habían calzado las almas del revés, y tenían todos los cinco sentidos en las uñas de la mano derecha.

Yo veía todo esto de una cuesta muy alta, al punto que oigo dar voces a mis pies que me apartase; y no bien lo hice, cuando comenzaron a sacar la cabeza muchas mujeres hermosas, llamándome descortés y grosero porque no había tenido más respeto a las damas (que aun en el infierno están les tales sin perder esta locura). Salieron fuera, muy alegres de verse gallardas y desnudas entre tanta gente que las mirase, aunque luego, conociendo que era el día de la ira, y que su hermosura las estaba acusando en secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos más entretenidos. Una que había sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra de ellas, que había sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le habían olvidado dos muelas y una ceja, y volvía y deteníase; pero al fin llegó a vista del teatro, y fue tanta la gente de los que había ayudado a perder y que señalándola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareciéndole que aquélla no era gente de cuenta aun en aquel día.

Divirtióme de esto un gran ruido que por la orilla de un río venía de gente en cantidad tras un médico, que después supe que lo era en la sentencia. Eran los hombres que habían despachado sin razón antes de tiempo, por lo cual se habían condenado, y venía por hacerle que pareciese, y al fin, por fuerza le pusieron delante del trono. A mi lado izquierdo oí como ruido de alguno que nadaba, y vi un juez, que lo había sido, que estaba en medio de un arroyo lavándose las manos, y esto hacía muchas veces. Lleguéme a preguntarle por que se lavaba tanto; y díjome que en vida, sobre ciertos negocios, se las había untado, y que estaba porfiando allí por no parecer con ellas de aquella suerte delante de la universal residencia.

Era de ver una legión de espíritus malos con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres, zapateros y libreros; que de miedo se hacían sordos; y aunque habían resucitado, no querían salir de las sepulturas. En el camino por donde pasaban, al ruido, sacó un abogado la cabeza y preguntóles que adónde iban; y respondiéronle «que al justo Juicio de Dios, que era llegado».

A lo cual, metiéndose más adentro, dijo:

—Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más abajo.

Iba sudando un tabernero de congoja, tanto que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo un demonio:

—Harto es que sudéis el agua y no nos la vendáis por vino.

Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir:

—¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre?

Y los otros le decían (viendo que negaba haber sido ladrón) que qué cosa era despreciarse de su oficio.

Toparon con unos salteadores y capeadores públicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los diablos cerraron con ellos, diciendo que los salteadores bien podrían entrar en el número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos de campos. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros; y al fin, juntos llegaron al valle.

Tras ellos venía la locura en una tropa, con sus cuatro costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena de este día. Pusiéronse a un lado, donde se estaban mirando los sayones judíos y los filósofos. Decían juntos viendo a los sumos pontífices en sillas de gloria:

—Diferentemente se aprovecharon de las narices los papas que nosotros, pues con diez varas de ellas no olimos lo que traíamos entre manos.

Andaban contándose dos o tres procuradores las caras que tenían, y espantábanse que les sobrasen tantas, habiendo vivido tan descaradamente. Al fin vi hacer silencio a todos.

Hacíale también un silencio de catedral, con más peluca que perro lanudo, dando tales golpes con su bastón campanilo, que acudieron a ellos más de mil calóndrigos, no poco racioneros, sacristanes y dominguillos, y hasta un obispo, un arzobispo y un inquisidor, trinidad profana y profanadora que se arañaba por arrebatarse una buena conciencia que acaso andaba por allí distraída buscando a quien bien le viniese.

El trono era obra donde trabajaron la omnipotencia y el milagro.

Dios estaba vestido de sí mismo, hermoso para los santos y enojado para los perdidos; el sol y las estrellas colgando de su boca, el viento tullido y mudo, el agua recostada en sus orillas, suspensa la tierra, temerosa en sus hijos, de los hombres.

Algunos amenazaban al que les enseñó con su mal ejemplo peores costumbres. Todos en general pensativos: los justos, en qué gracias darían a Dios, cómo rogarían por sí, y los malos, en dar disculpas.

Andaban los ángeles custodios mostrando en sus pasos y colores las cuentas que tenían que dar de sus encomendados, y los demonios repasando sus copias tarjas y procesos.

Al fin, todos los defensores estaban de la parte de adentro, y los acusadores de la de afuera. Estaban los diez mandamientos por guardas de una puerta tan angosta, que los que estaban a puros ayunos flacos, aún tenían algo que dejar en la estrechura.

A un lado estaban juntas las desgracias, peste y pesadumbres, dando voces contra los médicos. Decía la peste que ella los había herido; pero que ellos habían despachado. Las pesadumbres, que no habían muerto ninguno sin ayuda de los doctores; y las desgracias, que todos los que habían enterrado habían ido por entrambos.

Con esto los médicos quedaron con cargo de dar cuenta de los difuntos; y así, aunque los necios decían que ellos habían muerto más, se pusieron los médicos con papel y tinta en un alto con arancel, y en nombrando la gente, luego salía uno de ellos, y en alta voz decía:

—Ante mí pasó, a tantos de tal mes…

Comenzóse la cuenta por Adán, y por que se vea si iba estrecha, hasta de una manzana le pidieron cuenta tan rigurosa, que le oí decir a Judas:

—¿Qué tal la daré yo, que le vendí al mismo dueño un cordero?

Pasaron todos los primeros padres, vino el Testamento nuevo, pusiéronse en sus sillas al lado de Dios los apóstoles todos con el santo Pescador. Luego llegó un diablo y dijo:

—Éste es el que señaló con toda la mano al que San Juan con un dedo, que fue el que dio la bofetada a Cristo.

Juzgó el mismo su causa, y dieron con él en los entresuelos del mundo.

Era de ver cómo se entraban algunos pobres que entre media docena de reyes que tropezaban con las coronas, viendo entrar las de los sacerdotes tan sin detenerse.

Asomaron sus cabezas Herodes y Pilatos, y cada uno conocía en el Juez, aunque glorioso, su ira. Decía Pilatos:

—Esto merece quien se dejó gobernar por judigüelos.

Y Herodes:

—Yo no puedo ir al cielo, pues al limbo no se querrán fiar más de mí los inocentes con las nuevas que tienen de eso otros. Ello es fuerza de ir al infierno, que en fin es posada conocida.

Llegó en esto un hombre desaforado, lleno de ceño; y alargando la mano, dijo:

—Ésta es la carta de examen.

Admiráronse todos: preguntaron los porteros que quién era; y él, en altas voces, respondió:

—Maestro de esgrima examinado y de los más ahigadados hombres del mundo; y porque lo crean, vean aquí los testimonios de mis hazañas.

Y fue a sacarlos del seno con tanta prisa y cólera, que por mostrarlos se le cayeron en el suelo. Luego al punto arremetieron dos diablos y un alguacil a levantarlos; y vi que con mayor presteza levantó el alguacil los testimonios de los diablos. Llegó un ángel y alargó el brazo para aislarle y meterle; y él, retirándose, alargó el suyo, y dando un salto, dijo:

—Esta de puño es irreparable, y pues enseñó a matar, bien puedo pretender que me llamen Galeno; que si mis heridas anduvieron en mula, pasaron por médicos malos; si me queréis probar, yo daré buena cuenta.

Riéronse todos, y un fiscal algo moreno le preguntó qué nuevas tenía de su alma. Pidiéronle cuentas de no sé qué cosas y respondió que no sabía tretas contra los enemigos de ella. Mandáronle que se fuese por línea recta al infierno, a lo cual replicó diciendo: que le debían de tener por diestro de los del libro matemático, que él no sabía qué era línea recta. Hicierónselo aprender, y diciendo «Entre otro», se arrojó.

Y llegaron unos despenseros a cuentas (y no rezándolas), y en el ruido con que venía la trulla, dijo un ministro:

—Despenseros son.

Y otros dijeron:

—Sisón.

Y dioles tanta pesadumbre la palabra sisón, que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo un diablo:

—Ahí está Judas, que es apóstol descartado. Cuando ellos oyeron esto, volviéndose un otro diablo, que no se daba manos a señalar hojas para leer, dijeron:

—Naide mire, y vamos a partido, y tomemos infinitos siglos de purgatorio.

El diablo, como buen jugador, dijo:

—¿Partido pedís? No tenéis buen juego.

Comenzó a descubrir, y ellos, en viendo que miraba, se echaron en la baraja de su bella gracia.

Pero tales voces como venían tras de un mal aventurado pastelero no se oyeron jamás de hombres hechos cuartos; y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles; y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado y respondió que sí, a Dios y a la buena ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre; tanto de güesos, y no de la misma carne, sino advenedizos; tanto de oveja y cabra, caballo y perro; y cuando él vio que se les probaba a los pasteles haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé (porque en ella no hubo ratones ni moscas, y en ellos sí), volvió las espaldas y dejólos con la palabra en la boca.

Fueron juzgados los filósofos, y era de ver cómo ocupaban sus ciencias y entendimiento en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fue muy de notar, que de puro locos querían hacer creer a Dios que era Júpiter, y que por él decían todas las cosas. Virgilio andaba con sus Sicelides musae[14], diciendo que era el nacimiento de Cristo; mas saltó un diablo, y dijo no sé qué de Mecenas y Otavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que no los traía por ser día de fiesta: contó no sé qué cosas. Y en fin, llegando Orfeo (como más antiguo) a hablar por todos, le mandaron que volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir; y a los demás, por hacerle camino, que le acompañasen.

Llegó tras ellos un avariento a la puerta, y fue preguntado qué quería, diciéndole que los diez mandamientos guardaban aquella puerta de quien no los había guardado; y él dijo que en cosas de guardar era imposible que hubiese pecado. Leyó el primero: Amar a Dios sobre todas las cosas; y dijo que él sólo guardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. No jurar su santo nombre en vano; dijo que él, aun jurando falsamente, siempre había sido por muy grande interés; y que, así, no había sido en vano. Guardar las fiestas; éstas, y aun los días de trabajo, guardaba y escondía. Honrar padre y madre: «Siempre les quité el sombrero.» No matar; por guardar esto no comía, por ser matar la hambre comer. No fornicar:

—«En cosas que cuestan dinero, ya está dicho.» No levantar falso testimonio.

—Aquí —dijo un diablo— es el negocio, avariento; que si confiesas haberle levantado, te condena, y si no, delante del Juez te le levantarás a ti mismo.

Enfadóse el avariento, y dijo:

—Si no he de entrar, no gastemos tiempo.

Que hasta aquello rehusó de gastar.

Convencióse con su vida, y fue llevado adonde merecía. Entraron en esto muchos ladrones, y salváronse de ellos algunos ahorcados. Y fue de manera el ánimo que tomaron los escribanos que estaban delante de Mahoma, Lutero y Judas (viendo salvar ladrones), que entraron de golpe a ser sentenciados, de que les tomó a los diablos muy gran risa.

Los ángeles de la guarda comenzaron a esforzarse y a llamar por abogados a los evangelistas.

Dieron principio a la acusación los demonios, y no la hacían en los procesos que tenían hechos de sus culpas, sino con los que ellos habían hecho en esta vida. Dijeron lo primero:

—Éstos, Señor, la mayor culpa es ser escribanos.

Y ellos respondieron a voces (pensando que disimularían algo) que no eran sino secretarios.

Los ángeles abogados comenzaron a dar descargo.

Unos decían:

—Son bautizados y miembros de la Iglesia. No tuvieron mucho de ellos que decir otra cosa, que se acabó en:

—Es hombre, y no lo harán otra vez, y alcen el dedo.

Al fin se salvaron dos o tres, y a los demás dijeron los demonios:

—Ya entienden.

Hiciéronles del ojo, diciendo que importaban allí para jurar contra cierta gente.

Y viendo ellos que por ser cristianos les daban más penas que a los gentiles, alegaron que el ser cristianos no era su culpa, que los bautizaron cuando eran niños, y que los padrinos las tenían.

Digo en verdad que vi a Mahoma, a Judas y a Lutero tan cerca de atreverse a entrar en juicio, animados con ver salvar a un escribano, que me espanté de que no lo hiciesen. Y sólo se los estorbó un médico, porque forzado de los demonios y los que le habían traído, parecieron él, un boticario y un barbero, a los cuales dijo un diablo que tenía las copias:

—Ante este doctor han pasado los más difuntos, con ayuda de este boticario y barbero, y a ellos se les debe gran parte de este día.

Alegó un ángel por el boticario, que daba recaldo de balde a los pobres; pero dijo un demonio que hallaba por la cuenta que habían sido más dañosos dos botes de su tiempo que diez mil de pica en la guerra, porque todas sus medicinas eran espurias, y que con esto había hecho liga con una peste y destruido dos lugares.

El médico se disculpaba con él, y al fin el boticario se desapareció, y el médico y el barbero andaban a daca mis muertes y toma las tuyas. Fue condenado un abogado porque tenía todos los derechos con corcovas; quedó descubierto un hombre que estaba detrás de éste a gatas porque no lo viesen, y preguntado quién era, dijo que cómico; pero un diablo, muy enfadado, replicó:

—Farandulero es, Señor, y pudiera haber ahorrado aquesta venida sabiendo lo que hay.

Juró de irse, y fuese al infierno sobre su palabra.

En esto dieron con muchos taberneros en el puesto, y fueron acusados de que habían muerto mucha cantidad de sed a traición, vendiendo agua por vino. Éstos venían confiados en que habían dado a un hospital siempre vino puro para las misas; pero no les valió, ni a los sastres decir que habían vestido niños jesuses; y así, todos fueron despachados como siempre se esperaba.

Llegaron tres o cuatro genoveses ricos, muy graves, pidiendo asientos, y dijo un diablo:

—¿Aun con nosotros piensan ganar en ellos? Pues esto es lo que les mata. Esta vez han dado mala cuenta, y no hay donde se asienten, porque ha quebrado el banco de su crédito.

Y volviéndose a Dios, dijo un diablo:

—Todos los demás hombres, Señor, dan cuenta cada uno de lo que es suyo; más éstos de lo ajeno y todo.

Pronuncióse sentencia contra ellos: yo no la oí bien, pero ellos se desaparecieron.

Vino un caballero tan derecho, que al parecer quería competir con la misma justicia que le aguardaba; hizo muchas reverencias a todos, y con la mano una ceremonia usada de los que beben en charco. Traía un cuello tan grande, que no se le echaba de ver si tenía cabeza. Preguntóle un portero, de parte de Dios, que si era hombre; y él respondió con grandes cortesías que sí, y que por más señas se llamaba don Fulano, a fe de caballero. Rióse un diablo, y dijo:

—De cudicia es el mancebo para el infierno.

Preguntáronle qué pretendía y respondió:

—Ser salvado.

Y fue remitido a los diablos para que le moliesen; y él sólo reparó en que le ajarían el cuello. Entró tras él un hombre dando voces, y decía:

—Aunque las doy, no traigo mal pleito; que a cuantos santos hay en el cielo, o a lo menos a los más, he sacudido el polvo.

Todos esperaron ver un Diocleciano o Nerón, por lo de sacudir el polvo, y vino a ser un sacristán que azotaba los retablos; y se había ya con esto puesto en salvo, sino que dijo un diablo que se bebía el aceite de las lámparas y echaba las culpas a unas lechuzas, por lo cual habían muerto sin ella; que pellizcaba de los ornamentos para vestirse; que heredaba en vida las imágenes, y que tomaba alforzas a los oficios.

No sé qué descargo se dio, que le enseñaron el camino de la mano izquierda.

Dando lugar unas damas alcorzadas, que comenzaron a hacer melindres de las malas figuras de los demonios, dijo un ángel a Nuestra Señora que habían sido devotas de sus nombres aquéllas; que las amparase. Y replicó un diablo que también fueron enemigas de su castidad.

—Sí, por cierto —dijo una que había sido adúltera.

Y el demonio la acusó que había tenido un marido en ocho cuerpos; que se había casado de por junto en uno para mil. Condenóse esta sola, y iba diciendo:

—Ojalá yo supiera que me había de condenar, que no hubiera oído misa los días de fiesta.

En esto, que era todo acabado, quedaron descubiertos Judas, Mahoma y Martín Lutero; y preguntado un diablo cuál de los tres era Judas, Lutero y Mahoma dijeron cada uno que él; y corrióse Judas tanto, que dijo en altas voces:

—Señor, yo soy Judas, y bien conocéis vos que soy mucho mejor que éstos, porque si os vendí remedié al mundo, y éstos, vendiéndose a sí y a vos, lo han destruido todo.

Fueron mandados quitar de delante; y un ángel que tenía la copia halló que faltaban por juzgar los alguaciles y corchetes. Llamáronlos, y fue de ver que asomaron al puesto muy tristes, y dijeron:

—Aquí lo damos por condenado; no es menester nada.

No bien lo dijeron cuando cargado de astrolabios y globos entró un astrólogo dando voces y diciendo que se habían engañado, que no había de ser aquel día el del juicio, porque Saturno no había acabado sus movimientos, ni el de crepitación el suyo. Volvióse un diablo, y viéndole tan cargado de madera y papel, le dijo:

—Ya os traéis la leña con vos, como si supiérades que de cuantos cielos habéis tratado en vida, estáis de manera, que por la falta de uno solo, en muerte, os iréis al infierno.

—Eso no iré yo —dijo él.

—Pues llevaros han.

Con esto se acabó la residencia y tribunal.

Huyeron las sombras a su lugar, quedó el aire con nuevo aliento, floresció la tierra, viose el cielo, y Cristo subió consigo a descansar en sí los dichosos, por su pasión. Yo me quedé en el valle, y discurriendo por él oí mucho ruido y quejas en la tierra.

Lleguéme por ver lo que había, y vi en una cueva honda (garganta del Averno) penar muchos, y entre otros un letrado, revolviendo no tanto leyes como caldos, y un escribano, comiendo solo letras que no habían querido leer en esta vida. Todos los ajuares del infierno, y las ropas y tocados de los condenados, estaban allí prendidos, en vez de clavos y alfileres, con alguaciles; un avariento, contando más duelos que dineros; un médico penando en un orinal, y un boticario en una jeringa.

Diome tanta risa ver esto, que me despertaron las carcajadas; y fue mucho quedar de tan triste sueño más alegre que espantado. Sueños son éstos, señor, que si se duerme vuecelencia sobre ellos, verá que por ver las cosas como las veo, las esperará como las digo.

Francisco de Quevedo, Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños de los oficios y estados del mundo (1627)