Estaba el beato Antonio en oración y ayuno cuando el sueño lo venció y soñó que del cielo descendía una voz que le decía que sus méritos no eran aún comparables a los del curtidor José, de Alejandría. Emprendió Antonio la marcha y sorprendió con su respetable presencia al simple. «No recuerdo haber hecho nada bueno declaró el curtidor. Soy siervo inútil. Cada día, al ver rayar el sol sobre esta extendida ciudad, pienso que todos sus moradores, del mayor al menor, entrarán en el cielo por sus bondades, menos yo que por mis pecados merezco el infierno: el mismo malestar me contrista al irme a acostar, y cada vez con más vehemencia.»
«En verdad, hijo mío —observó Antonio—, que tú, dentro de tu casa, como buen operario, te has ganado descansadamente el reino de Dios, su tanto que yo, como indiscreto, gasto mi soledad y aún no he llegado a tu altura.» Con todo, tornó Antonio al desierto; y en su primer sueño tornó a descender la voz de Dios: «No te angusties; estás cerca de mí. Mas no olvides que nadie puede estar seguro del propio destino ni del ajeno.»
Vidas de los Padres Eremitas del Oriente.