Hace unos diez días me acosté muy tarde. Había estado aguardando despachos muy importantes… Muy pronto comencé a soñar. Parecía envolverme la rigidez de la muerte. Escuché sollozos sofocados, como si varias personas estuviesen llorando. En sueños abandoné el lecho y fui escaleras abajo.
El silencio era quebrado allí por idéntico sollozar, pero los dolientes eran invisibles. Caminé de habitación en habitación. Nadie había a la vista y los lamentos me salían al paso mientras caminaba.
Las salas estaban iluminadas, los objetos me eran familiares, pero ¿dónde estaba esa gente cuyos corazones parecían a punto de quebrarse por la aflicción?
Me invadieron la confusión y la alarma. ¿Qué significaba todo eso? Decidido a encontrar la causa de un estado de cosas tan chocante y misterioso, seguí hasta la Sala Oriental. Me encontré con una sorpresa perturbadora. En un catafalco se hallaba un cadáver ataviado con vestiduras funerarias. En su torno, soldados de guardia, y un gentío que miraba con tristeza el cuerpo yacente, cuyo rostro estaba oculto por un lienzo. Otros lloraban con pena profunda.
—¿Quién ha muerto en la Casa Blanca? —pregunté a uno de los soldados.
—El presidente —me contestó—. Fue muerto por un asesino.
Anotado por Ward Hill Lamon, jefe de policía del distrito de Columbia, quien se hallaba presente cuando Abraham Lincoln narró a un grupo de amigos, en la Casa Blanca, el sueño que había tenido unos días atrás, y unos días antes de ser baleado de muerte en un oído, en el teatro Ford de Washington, el 14 de abril de 1865, por John Wilkes Booth.