Los caminos de que se vale Dios para alimentar el espíritu

Pero, ¿quién puede detallar su primer día en Atenas, cuando los sueños infantiles, casi olvidados, recobran luces y líneas, y parecen confirmarse? Anduvimos entre dioses y turistas, sudamos, bebimos vino; tan pronto quedaba ensimismado o me volvía locuaz, sentía ganas de cantar o enmudecía. Los ojos clausuran lo innecesario, se multiplican para lo eterno. Si me cruzaba con una muchacha que vestía una simple blusa, se trataba de una doncella de los juegos o los oráculos. Pasé junto al Erecteión y sus cariátides casi sin mirar, con un saludo tácito hacia las viejas amigas. En el Partenón, la sabiduría de Ictino se me reveló doble: la perfección del templo, la maestría de su ubicación en el paisaje. ¡El mar que se ve desde la Acrópolis! ¿Por dónde andaba la barca de velas negras que precipitó al viejo Egeo? Y este regalo inesperado: los tomates más ricos que he comido.

Por la noche, me quedé una o dos horas en la terraza del hotel: el Partenón, iluminado a giorno. (¿Sabía yo que sus piedras eran de un amarillo crudo? Pero, ¿cuántas cosas no sabía?)

Me dormí a la espera de visiones influidas por la jornada. No fue así. Soñé los caminos de que se vale Dios para alimentar el espíritu.

Por canales de acrílico (yo no había visto vasos ni tubos de acrílico), amables corpúsculos de luz me llegaban hasta el pecho, en una blanda continuidad de oferta; me pareció un dulce y supletorio sistema cardiovascular, que distribuía gracia. A la vez (Dios no se veía, pero era seguro que estaba), fibrillas que despedían chispas del verbo me transmitían noticias ilustres del espacio y del silencio. La voz de las muchedumbres había cesado. Y todos esos tomines de polvo redentor quedaban en mí, rodeado de una diafanidad, de una paz que nunca hallaré en la vigilia.

Durante el desayuno se lo conté a mi mujer, pero ella (que habría sido mártir en tiempo de persecución religiosa) se limitó a sonreír. ¡Qué hemos de hacerle! Dios nunca podrá ser más de lo que ya es; ni yo, por más redundante que me vuelva, podré ser menos de lo que ya soy. De manera que un día de éstos nos encontraremos.

Gastón Padilla, Memorias de un prescindible (1974).