Libro tercero de las Fantasías de Gaspar de da Noche
La noche y sus prestigios

1. La celda gótica

Nox et solitudo plenae sunt diabolo.

Los Padres de la Iglesia.

[De noche, mi celda se llena de diablos.]

¡Oh, la tierra —murmuraba yo de noche— es un cáliz embalsamado cuyo pistilo y estambres son la luna y las estrellas!

Y con los ojos cargados de sueño, cerré la ventana que incrustó la negra luz del calvario en la aureola amarilla de los cristales.

¡Al menos si a medianoche, la hora blasonada de dragones y diablos, no fuese más que el gnomo el que se embriagara en el aceite de mi lámpara!

¡Si no fuese más que la nodriza quien mece con monótono canto, en la coraza de mi padre, aun recién nacido muerto!

¡Si no fuese más que el esqueleto del lansquenete emparedado en el maderamen quien llama con la frente, con el codo y la rodilla! ¡Pero es Scarbó, que me muerde en el cuello y que, para cauterizar mi sangrante herida, hunde en ella su dedo de hierro enrojecido en las brasas del hogar!

2. Scarbó

Dios mío, concédeme a la hora de la muerte, las plegarias de un monje, una mortaja de lienzo, un ataúd de pino, y un sitio seco.

Las letanías del Señor Mariscal.

Que mueras absuelto o condenado —Scarbó me murmuraba esa noche al oído—, tendrás por mortaja una tela de araña, y ya me encargaré de amortajar la araña contigo.

Rojos los ojos de tanto haber llorado, «Oh, dame al menos por mortaja —le contesté— una hoja de álamo en la que me meza el aliento del lago.»

—No —respondió sardónico el enano—: serás pasto del escarabajo que por las tardes sale a cazar los mosquitos deslumbrados por el sol poniente.

—¿Prefieres, pues —le repliqué sin dejar que llorar—; prefieres que una tarántula con trompa de elefante me sorba?

—Bueno: consuélate —añadió—. Tendrás por mortaja las tiras tachonadas de oro de una piel de serpiente, en las que te envolveré como una momia.

«Y desde la tenebrosa cripta de San Benigno, en la que te dejaré de pie contra la pared, podrás oír a tu gusto cómo lloran los niños que están en el limbo.»

3. El loco

Un carolus[5] o, si no,

si lo prefieres, un cordero de oro.

Manuscritos de la Biblioteca del Rey.

La luna peinaba sus cabellos con un escarpidor de ébano que plateaba con una lluvia de gusanos de luz las colinas, los prados y los bosques.

Scarbó, gnomo que poseía abundantes tesoros, acechaba en mi tejado, al rechinar de la veleta, ducados y florines que saltaban cadenciosamente, yendo las monedas falsas a sembrar el suelo de la calle.

¡Cómo se reía el loco que, por las noches, vaga por la ciudad desierta, un ojo en la luna y el otro, ay, saltado!

«¡Maldita sea la luna!», gruñó. «Recogeré las piezas del diablo y me compraré una picota para calentarme al sol.»

Pero era la luna, todavía la luna, la que se ocultaba. Y Scarbó, en la cueva, seguía acuñando ducados y florines a golpes de balancín.

Mientras tanto, con los cuernos por delante, una babosa, perdida en la noche, buscaba el camino en mis vitrales luminosos.

4. El enano

—¡Tú a caballo!

¿Por qué no? Más de una vez he galopado en un lebrel del laird[6] de Lintithgow.

Balada escocesa.

Entre la sombra de las cortinas, desde mi asiento, había capturado la furtiva mariposa surgida de un rayo de la luna o de una gota de rocío.

Falena palpitante por desprender sus alas cautivas en mis dedos, me pagaba un rescate de perfumes.

Súbitamente, el vagabundo animalillo echó a volar. En mi regazo quedó una larva monstruosa y deforme con rostro humano.

—¿Dónde está tu alma? ¿En qué voy cabalgando? —Mi alma, hacanea aspeada por las fatigas del día, reposa ahora en la litera dorada de los sueños.

Y huía de espanto, mi alma, a través de la lívida tela de araña del crepúsculo, por encima de los negros horizontes festoneados de negros campanarios góticos.

Pero el enano, colgado a su fuga relinchante, se enrollaba como un huso a los copos de su blanca crin.

5. El claro de luna

Despertad, gentes que dormís,

Y rogad por los que han fenecido.

Grito del que clama en la noche.

¡Oh! ¡Cuán dulce es, a la noche, cuando las horas tiemblan en el campanario, mirar la luna con su nariz como un carolus de oro!

Dos leprosos se quejaban bajo mi ventana, un perro aullaba en la plazoleta, y el grillo de mi hogar vaticinaba en voz baja.

Mas no tardó en hacerse en mi oído un silencio profundo. Los leprosos se volvieron a sus pocilgas, acudiendo en el momento en que Jacquemart pegaba a su mujer.

El perro se había largado a todo correr entre las alabardas de la noche enmohecida por la lluvia y aterida por el erizo.

Y el grillo se durmió tan pronto como la última chispa apagó su lucecilla última entre las cenizas de la chimenea.

Y me pareció —¡tan incoherente es la fiebre!— que la luna, haciéndome muecas, sacaba la lengua como un ahorcado.

Al Sr. Louis Boulanger, pintor.

6. El corro bajo la campana

Érase un macizo caserón, casi cuadrado, rodeado de ruinas, y cuya torre principal, que aún conservaba el reloj, dominaba todo el barrio.

J. Fenimore Cooper.

Doce magos danzaban en corro debajo de la campana mayor de Saint-Jean. Uno tras otro evocó la tempestad, y desde el fondo de mi lecho conté con espanto doce voces que atravesaban las tinieblas.

Inmediatamente la luna corrió a ocultarse tras las nubes, y una lluvia mezclada de relámpagos y ramalazos de viento fustigó mi ventana mientras las veletas graznaban como grullas apostadas en el bosque, aguantando el chubasco.

Saltó la prima de mi laúd, suspendido el tabique; el jilguero sacudió el ala en la jaula; algún espíritu curioso volvió una hoja del Roman-de-la-Rose que dormía en pupitre.

De repente estalló el rayo en lo alto de Saint-Jean. Los hechiceros, heridos de muerte, cayeron desvanecidos, y desde lejos vi sus libros de magia arder como una antorcha en el negro campanario.

El espantoso resplandor teñía con las llamas rojas del purgatorio y del infierno los muros de la iglesia gótica y prolongaba sobre las casas vecinas la sombra de la estructura gigantesca de Saint-Jean.

Las veletas se oxidaron; la luna atravesó la nube gris perla; la lluvia no caía ya más que gota a gota desde el alero del tejado, y la brisa, abriendo mi ventana mal cerrada, arrojó sobre mi almohada las flores de un jardín sacudido por la tormenta.

7. Un sueño

Eso y mucho más he soñado, pero no

entiendo palabra de todo ello.

Pantagruel, Libro III

Era de noche. Al principio había —lo cuento como lo vi— una abadía con los muros veteados por la luna, un bosque atravesado por senderos tortuosos, y el Marimont[7], repleto de capas y sombreros.

Luego —lo cuento como lo vi— el fúnebre doblar a muerto de una campana al que respondían los fúnebres sollozos de una celda, lamentos de queja y risas feroces ante las que se estremecían cada hoja en su rama, y bordoneo de plegarias de los penitentes negros que acompañaban al criminal al suplicio.

Finalmente —así acabó el sueño, así lo cuento— un monje expiraba en la ceniza de los agonizantes, una muchacha se debatía colgada en las ramas de una encina. Y yo, a quien el verdugo desgreñado ataba a los radios de la rueda.

Don Agustín, el prior difunto, en hábito de franciscano, tendrá los honores de la capilla ardiente, y Marguerite, a quien ha matado su amante, será amortajada con su blanco vestido de inocencia, entre cuatro cirios de cera.

Pero conmigo la barra del verdugo se rompió al primer golpe como si fuese de vidrio, las antorchas de los penitentes se apagaron bajo torrentes de lluvia, la muchedumbre se desparramó como los arroyos desbordados y rápidos —y yo perseguía ya otros sueños al despertar.

8. Mi bisabuelo

En aquella habitación todo permanecía en

el mismo estado de no ser la tapicería, que

estaba completamente desgarrada, y por

las arañas que tejían sus telas en el polvo.

Walter Scott. Woodstock.

Los venerables personajes de la tapicería gótica agitada por el viento se saludaron unos a otros y mi bisabuelo entró en la pieza, —mi bisabuelo, el que pronto hará ochenta años que murió.

¡Ahí! Ahí mismo, ante ese reclinatorio, es donde se arrodilló mi bisabuelo, rozando con su barba el misal amarillo, abierto por donde marca la cinta.

Durante toda la noche estuvo bisbiseando sus oraciones sin descruzar un solo momento los brazos bajo la esclavina de seda violeta, sin siquiera mirar oblicuamente una sola vez hacia mí, su posteridad, acostado en su lecho, su polvoriento lecho de baldaquino.

¡Y me di cuenta con espanto de que sus ojos estaban vacíos aun cuando parecían leer; que sus labios estaban inmóviles, aun cuando yo lo oía rezar; que sus dedos estaban descarnados, aun cuando brillaban de pedrería!

Y hube de preguntarme si velaba o dormía, si era la lividez de la luna o de Lucifer, si era media noche o era el alba.

9. Ondina

… Yo creía escuchar

Una vaga armonía que mi sueño encantaba,

Un susurro cercano, semejante, en el aire,

Al canto entrecortado de uno voz triste y tierna.

Ch. Brugnot. Los dos genios.

—¡Escucha! ¡Escucha! Soy yo, Ondina, que roza con sus gotas de agua los sonoros rombos de tu ventana iluminada por los melancólicos rayos de la luna; y ve ahí, vestida de muaré, la dama del castillo que desde el balcón contempla la hermosa noche estrellada y el bello lago dormido.

«Cada ola es una ondina que nada en la corriente, cada corriente es un sendero que serpentea hacia mi palacio, y mi palacio está hecho de materias fluidas, en el fondo del lago, en el triángulo del fuego, de la tierra y del aire.»

«¡Escucha! ¡Escucha! Mi padre, croando, bate el agua con una rama de aliso verde; y mis hermanas acarician con sus brazos de espuma los frescos islotes de hierba, de nenúfares, de gladiolos, o se burlan del sauce caduco y barbudo que pesca con caña.»

Terminada la canción, me suplicó ponerme su anillo en mi dedo para ser el esposo de una ondina, y visitar con ella su palacio para ser el rey de los lagos.

Y como yo contestase que amaba a una mortal, mohína y despechada vertió algunas lágrimas, soltó una carcajada y se desvaneció en aguaceros que resbalaron blancos a lo largo de mis vidrios azules.

10. La salamundra

Arrojó al hogar de lo chimenea un manojo de muérdago bendito que ardió crepitando.

Ch. Nodier. Trilby

—Grillo, amigo mío, ¿has muerto que permaneces sordo a mi silbido y ciego al resplandor del incendio?

Pero el grillo, por muy afectuosas que resultaran las palabras de la salamandra, nada dijo, ya porque dormía con mágico sueño, ya porque tuvo el capricho de enfadarse.

—¡Oh! ¡Cántame tu canción, como cada noche! Desde tu escondrijo de ceniza y hollín tras la placa de hierro escudada con tres heráldicas flores de lis…

Tampoco respondió el grillo. Y la salamandra, desconsolada, bien aguardaba oír la voz, bien zumbaba con la llama de cambiantes colores rosa, azul, amarillo, blanco, violeta.

—¡Ha muerto mi amigo! ¡Ha muerto, yo también quiero morir! —Las sarmentosas ramas se habían consumido, la llama se arrastró sobre las brasas, dijo adiós a la cremallera, y la salamandra murió de inanición.

11. La hora del aquelarre

¿Qué puede ocurrir en el valle a estas horas?

H. de Latouche. El Rey de los Alisios.

¡Aquí es! Y ya, en la espesura de los matorrales que apenas esclarecía el ojo fosfórico de un gato montés acurrucado bajo ramaje. Entre las rocas que empapaban en la noche de sus precipicios su cabellera de maleza, reluciente de rocío y de gusanos de luz.

Junto al torrente que cae espumoso entre las copas de los pinos y que flota en vapor gris al fondo de los castillos.

Se reúne una muchedumbre innumerable que el viejo leñador, retardado por los senderos, su carga de leño al hombro; oye y no ve.

Y de encina a encina, de otero en otero, se dispersan mil gritos confusos, lúgubres, espantosos: ¡Hum! ¡Hum! ¡Shi! ¡Shi! ¡Cucú, cucú!

¡Ahí está la horca! —Y por allí se ve aparecer, en la sombra, un judío que algo busca entre la hierba mojada, bajo el relámpago dorado de una mano de gloria.

Aloysius Bertrand, Gaspard de la Nuit (1842)