Sueña el hidalgo de la torre

I

Gonzalo, que detestaba aquella leyenda (la silenciosa figura degollada vagando las noches invernales entre las alamedas de la torre con la cabeza en las manos), se apartó del balcón y detuvo la crónica magna:

—Videiriña, tocan a acostarse. Pasan de las tres. ¡Vea! Titó y Gouveia comen aquí el domingo, en la torre. Venga con la guitarra y una canción menos siniestra…

Tiró el puro, cerró los cristales de la vieja sala, cubierta de renegridos y tristones retratos de los Ramírez que él llamaba desde niño las caretas de los abuelos. Todavía oyó sonar en el silencio de los campos bañados por la luna, las rimadas hazañas de los suyos:

¡Ay! En aquella gran batalla,

don Sebastián, el buen rey,

al menor de los Ramírez

que era paje y de la ley…

Tras persignarse rápidamente, el hidalgo a la torre se durmió. En la alcoba comenzó una noche agotadora y pavorosa. Andrés Cavalleiro y Juan Gouveia brotaron de la pared revestidos de cotas de malla ¡montados en horrendas tencas asadas! Lentamente, guiñando un ojo maligno, embestían contra su pobre estómago, haciéndolo gemir y retorcerse en el lecho de caoba. Después, en la Calzadita de Villa Clara, el horroroso Ramírez muerto con la osamenta crujiendo dentro de la armadura y el rey don Alfonso Segundo rechinando unos dientes de lobo lo arrastraban hacia las Navas de Tolosa. Él se resistía, clavado en las lozas, ¡llamando a Rosa, a Gracita, a Titó! Pero don Alfonso le asestaba en los riñones tan duro puñetazo con el guantelete que lo trasladaba desde la taberna de Gago hasta Sierra Morena, al campo de batalla, brillante de pendones y armas. Inmediatamente su primo español Gómez Ramírez, maestre de Calatrava, inclinado desde el corcel negro, le arrancaba los últimos pelos entre la mofa de la hueste sarracena y el llanto de la tía Louredo, ¡transportada en andas a hombros de cuatro reyes!… Por último, extenuado, sin sosiego, cuando el alba clareaba en las rendijas de la ventana y las golondrinas piaban en los aleros, el hidalgo arrojó las sábanas, saltó al suelo, abrió las maderas y los cristales y aspiró deliciosamente el reposo de la quinta. Pero ¡qué sed! ¡Una sed angustiada, que le acorchaba los labios! Recordó la famosa fruit salt y corrió al comedor en camisa. Jadeante, echó dos cucharadas en una copa de agua de Vica-Velha y la vació de un trago.

—¡Ah! ¡Qué consuelo! ¡Qué rico consuelo! Volvió sin aliento a la cama y en seguida se adormeció muy lejos, sobre la espesa hierba de un prado africano, bajo cocoteros que murmuraban, entre el aroma apimentado de flores radiantes que brotaban entre piedras de oro. De aquella perfecta beatitud lo sacó al mediodía Benito, inquieto «con el retraso del señor doctor».

—Es que he pasado una noche atroz, Benito. Pesadillas, terrores, riñas, esqueletos… Han sido los malditos huevos fritos con chorizo… y el pepino, ¡sobre todo el pepino! Una ocurrencia de ese animal de Titó… Después de la madrugada tomé esa fruit salt, ¡y estoy magnífico, hombre!… ¡Estoy estupendo! Hasta me siento capaz de trabajar. Lleva a la biblioteca una taza de té verde, muy cargado… Y lleva también unas tostadas.

II

Los pensamientos de Gonzalo volaron irresistibles hacia doña Ana, su descote, la lánguidos baños en que leía el periódico. ¡En fin, qué diablos!… Aquella doña Ana tan honesta, tan perfumada, tan espléndidamente bella, sólo presentaba, como esposa, un feo defecto: el papá carnicero. Y luego la voz, aquella voz que tanto lo estremeció en la Bica Santa… Pero Mendoza aseguraba que aquel timbre grueso y arrastrado, en la intimidad descendía fino, casi suave… ¡Por otra parte, unos meses de vida común acostumbraban a las voces más desagradables! ¡No! Mancha contumaz, realmente, era sólo la del padre carnicero. Pero ¿quién hay que entre sus miles de abuelos hasta Adán no tenga algún abuelo carnicero? Él, buen hidalgo, de una casta de la que irradiaban dinastías, removiendo el pasado tropezaría con un Ramírez carnicero: ya sobresaliese desde la primera generación con parroquia, ya se esfumase a través de los densos siglos entre los trigésimos abuelos, ¡allí estaba, con el cuchillo y el tajo y las tajadas de carne y el brazo sudoroso con manchas de sangre! El pensamiento no lo abandonó hasta la torre ni después, ya en el balcón de su cuarto, cuando terminaba el puro oyendo el canto de las cigarras. Estaba acostado, se la cerraban los párpados, y aún sentía que sus pasos se dirigían hacia atrás, hacia el oscuro pasado de su casa, buscando el carnicero por las marañas de la historia… Ya estaba más allá de los confines del Imperio visigodo, donde su barbudo antepasado Recesvinto reinaba con un globo de oro en la mano. Jadeante, traspuso las ciudades, penetró las florestas habitadas por el mastodonte. Se cruzó con vagos Ramírez que porteaban, gruñendo, reses muertas y haces de leña. Otros surgían de cubiles humeantes, rechinando dientes verdosos, para sonreír al nieto que pasaba. Después, entre tristes eriales y silencios, llegó a una laguna neblinosa. A orillas del fango, agachado entre los cañaverales, un hombre monstruoso, peludo como una fiera, partía su recios golpes de su hacha de piedra, trozos de carne humana. Era un Ramírez. Por el cielo ceniciento volaba el azor negro. Y en seguida, desde la neblina de la laguna, Gonzalo hacía una seña hacia Santa María de Craquede, hacia la hermosa y perfumada doña Ana, vociferando por encima de los imperios y los tiempos: «¡Encontré a mi abuelo carnicero!»

III

Gonzalo rumió la amarga certeza de que siempre —¡casi desde el colegio de San Felipe!—, no había dejado de sufrir humillaciones. Y todas le venían de intenciones sencillas, tan seguras para cualquier hombre como el vuelo para cualquier ave: ¡sólo para él terminaban siempre en dolor, afrenta o desdicha! Al entrar en la vida escogió un confidente que trajo a la quieta intimidad de la torre, ¡y en seguida aquel hombre se apoderó fácilmente del corazón de Gracita y la abandonó con ultraje! Concibió después ese deseo tan corriente de intervenir en la vida política, ¡y en seguida el azar lo obligó a rendirse y a acogerse a la influencia de aquel mismo hombre, ahora autoridad poderosa! Después abrió al amigo, reanudada la amistad, la puerta de los Cunhaes, confiado en el rígido orgullo de su hermana, ¡en seguida ella se entregaba al antiguo burlador, si lucha, en la primera sombra propicia de un pabellón! Pensó ahora en casarse con una mujer que le ofrecía una gran belleza y una gran fortuna, y de seguida un camarada de Villa Clara venía a secretearle: «¡La mujer que escogiste, Gonzalito, es una pelandusca llena de amantes!» No amaba a aquella mujer con noble y grande amor; pero había decidido situar entre sus hermosos brazos su suerte insegura. Con opresora puntualidad, le llegaba la humillación.

Cayó en el vasto lecho como en una tumba. Hundió la cara en la almohada enternecido de piedad por aquella suerte tan desvalida. Recordó los presuntuosos versos de Videiriña:

¡Vieja casa de Ramírez,

honra y prez de Portugal!

¡Decaída prez! ¡Mezquina honra! ¡Y qué contraste entre este último Gonzalo, metido en su agujero de Santa Irene, y aquellos grandes antepasados, los Ramírez cantados con Videiriña, todos ellos (si la Historia y la leyenda no mentían) de vidas triunfales y sonoras! ¡No! Ni siquiera había heredado de ellos la tradición y fácil valentía. Su padre había sido un buen Ramírez intrépido, que en la famosa revuelta de la romería de la Riosa avanzó con un quitasol frente a tres carabinas. Pero él había nacido con el defecto, aquella irremediable flaqueza de la carne que, ante una amenaza, un peligro, una sombra, lo obligaba a retroceder, a huir… A huir de Casco. A huir de un bergante de patillas rubias que, en una carretera y después en una venta, lo insultaba sin motivo, para ostentar bravuconería y befa.

Y el alma… ¡la misma flaqueza que lo entregaba cualquier influencia, como una hoja seca en la ráfaga! Porque su prima María enterneció una tarde sus avispados ojos y, por detrás del abanico, le aconsejó que se interesase por doña Ana, él, de inmediato, rebosante de esperanza, levantó sobre el dinero y la belleza de doña Ana una presuntuosa torre de ventura y lujo. ¿Y la elección? ¿Aquella desdichada elección? ¿Quién lo empujó hacia ella y hacia la indecorosa reconciliación con Cavalleiro y a los disgustos que se siguieron? ¡Gouveía! ¡Con sencillas argucias murmuradas por la calle! Pero ¿qué? ¡Si hasta dentro de su misma torre era manejado por Benito, que se le imponía con superioridad sobre gustos, paseos, dietas, opiniones, corbatas! Un hombre así, pos más dotado que esté de inteligencia, es una masa inerte, a la que el mundo imprime formas sucesivas, diversas y contradictorias. Se sepultó bajo la ropa. Daban las cuatro. A través de los párpados cerrados, percibió caras antiguas, de desusadas barbas ancestrales y feroces cicatrices, que sonreían en el fragor de la batalla o en la pompa de una gala, dilatadas por la soberbia costumbre de mandar y vencer. Desde el borde de la sábana, Gonzalo reconocía a los antiguos Ramírez. Emergían los fortísimos cuerpos con cotas de malla mohosas, arneses de acero, clavas godas erizadas de puntas, o espadines de baile.

Desde sus dispersas tumbas, sus abuelos acudían a la casa nueve veces secular pare reunir asamblea majestuosa de la raza resurgida… El de brial blanco y cruz bermeja era Gutierre Ramírez el de Ultramar, que corrió al asalto de Jerusalén; el viejo Egas Ramírez, ¡se negaba a acoger en la pureza de su solar al rey don Fernando y la adúltera Leonor! El que cantaba y agitaba el pendón de Castilla, ¿quién sino Diego Ramírez el Trovador, en la radiante mañana de Aljubarrota? Y Payo Ramírez, que se armaba para salvar a San Luis, rey de Francia. Ruy Ramírez sonreía a las naves inglesas que huían de la proa de su capitana por el mar portugués. Pablo Ramírez, paje del guión del rey en los campos fatales de Alcacer, sin yelmo y rota la coraza, inclinaba hacia él su rostro niño con grave dulzura de abuelo enternecido… Gonzalo sintió que su ascendencia toda lo amaba y que acudía a socorrerlo en su debilidad, y que le alcanzaban la espada que combatió en Ourique, el hacha que derribó las puertas de Arcilla. «¡Oh, abuelos! ¿De qué me sirven vuestras armas si me falta vuestra alma?»

Despertó temprano, embrollado, y abrió los cristales a la mañana. Benito quiso saber si el señor doctor había pasado mala noche…

—¡Malísima!

Eça de Queiroz, La ilustre casa de Ramírez (1897).