Desde que dejé de ocuparme, durante la vigilia, de la fantasía y sus habituales posibilidades representativas, sus artesanos se agitan autónomamente en mis sueños; y, con una razón aparente y una aparente consecuencia, arman una pintoresca algarabía. Tal como me lo predijo el maestro versado y demente, vi en sueños la ciudad nativa, aldea maravillosamente transformada y transfigurada, pero no pude entrar en ella. Cuando logré hacerlo, me desperté con sensaciones adversas. Volví al dormir y a los sueños. Me acerqué a la casa paterna por sinuosos caminos que bordeaban ríos tapizados de rosales. En la orilla un campesino labraba la tierra con un arado dorado del que tiraban dos bueyes blancos. Los surcos se llenaban de granos que el campesino lanzaba al aire y caían sobre mí como una lluvia de oro.
Gottfried Keller, Enrique el verde (1855).