Los idus de marzo

A lo que parece, no fue tan inesperado como precavido el hado de César, porque se dice haber precedido maravillosas señales y prodigios. Por lo que hace a los resplandores y fuegos del cielo, y las imágenes nocturnas que por muchas partes discurrían y a las aves solitarias que volaban por la plaza, quizá no merecen mentarse como indicios de tan gran suceso. Estrabón el filósofo [y geógrafo] refiere haberse visto correr por el aire muchos hombres de fuego, y que el esclavo de un soldado arrojó de la mano mucha llama, de modo que los que lo veían juzgaban que se estaba abrasando, y cuando cesó la llama se halló que no tenía la menor lesión. Habiendo César hecho un sacrificio, se desapareció el corazón de la víctima, cosa que tuvo a terrible agüero, porque por naturaleza ningún animal puede existir sin corazón. Todavía hay muchos de quienes se puede oír que un agorero le anunció aguardarle un gran peligro en el día [15] del mes de marzo que los romanos llamaban los idus. Llegó el día, y yendo César al senado saludó al agorero y como por burla le dijo: «Ya han llegado los idus de marzo»; a lo que contestó con gran reposo: «Sí, pero no han pasado.» El día antes lo tuvo a cenar Marco Lépido, y estando escribiendo unas cartas, como lo tenía de costumbre, recayó la conversación sobre cuál era la mejor muerte, y César, anticipándose a todos, dijo: «La no esperada». Acostado después con su mujer, según solía, repentinamente se abrieron todas las puertas y ventanas de su cuarto, y turbado por el ruido y la luz, porque hacía luna clara, observó que Calpurnia dormía profundamente, pero que entre sueños prorrumpía en voces mal pronunciadas y sollozos no articulados, y era ésta la visión que tuvo la mujer de César, sino que estando incorporado en su casa un pináculo que, según refiere Livio, se le había decretado por el senado para su mayor decoro y majestad, lo vio entre sueños destruido, sobre lo que se acongojó y lloró. Cuando fue de día rogó a César que si había arbitrio no fuera al senado, sino que lo dilatara para otro día; y si tenía en poco a sus sueños, por sacrificios y otros medios de adivinación examinara qué podría ser lo que conviniese.

Plutarco, Vidas Paralelas, Cayo Julio César, LXIII (c.100).