No recordaba haberse sentido nunca tan inútil. Por encima de todo, le urgía hablar con Henrietta, y eso era justo lo que no podía hacer, pues ignoraba su paradero y tampoco se le ocurría cómo averiguarlo. Era como hallarse en plena encalmada en un mar de cristal cuando había que llegar desesperadamente a puerto. Uno pasaba contemplando el horizonte cada segundo, el firmamento, rezando para sorprender indicios de viento, aunque no fuera más que un céfiro. Alguien en una situación semejante se limitaba a desear que soplara el viento, empresa fútil donde las hubiera, pensó Hayden.
Si Elizabeth Hertle accediera a recibirlo… Pero era en vano. Ni siquiera estaba seguro de si aún permanecía en Londres (¿tal vez estaría haciendo compañía a Henrietta?). Aunque no le cabía duda de que Robert sí lo escucharía, pues la larga amistad que los unía le daba al menos derecho a ello, su amigo se encontraba en alta mar, así que por el momento no podía acceder a él.
Aunque sabía que era necesaria la mediación de una amistad mutua, no podía recurrir a las dos personas a quienes conocía lo bastante bien para pedirles semejante favor. Su frustración era insoportable.
De resultas de ello se limitó a escribir un patético surtido de cartas suplicantes. No pensaba que la señora de Robert Hertle estuviera dispuesta a leer nada remitido por él, pero no le quedaba más remedio, pues sabía que transcurrirían semanas, incluso meses, antes de que Robert recibiera cualquier misiva, y no estaba dispuesto a esperar tanto tiempo. Podía escribir a la residencia de la familia de Henrietta, pero no había garantía alguna de que ella se hallase allí, o de que aceptara abrir su carta en caso de recibirla. E incluso su familia tal vez se la ocultara por temor a que cualquier noticia de Hayden le hiciera aún más daño.
¡Si al menos Robert estuviera en Londres! Lo peor era que bastaba con una sencilla explicación para despejar todos los malentendidos: no se había casado con mademoiselle Bourdage, sino que había sido víctima de un engaño y una estafa.
Quizá la señora Hertle, o alguna amistad común, leyera la notificación que saldría en los periódicos e informase a Henrietta. Lo más desesperante era que todavía faltaban tres días para que apareciera en prensa.
De nuevo se sentó al modesto escritorio y hundió la pluma en el tintero.
Querido Robert:
Confío en que tú, en nombre de nuestra antigua amistad, hagas el honor de leerme. He sido víctima de un escandaloso fraude. Dos emigrantes francesas, madame Bourdage y su hija, Héloïse Bourdage, aseguraron que me casé con esta última en Gibraltar. Para demostrarlo falsificaron un certificado de matrimonio. Nada podría ser menos cierto. Lo peor del caso es que, a petición de un caballero de cierta importancia, di la cara por ambas damas y aseguré que eran parientes de mi madre, para que pudieran así obtener un pasaje a Inglaterra. En otras palabras, juré en falso, para ponerlas a salvo tras su huida de Tolón. Y a cambio me han recompensado contrayendo deudas en mi nombre, convenciendo a mi agente de presas para que les adelantara una importante suma de dinero que aún no me había pagado el tribunal de presas (me refiero a Harris, ¿puedes creerlo?) y, en general, empañando mi buen nombre. He contratado los servicios de un abogado para que trate con los acreedores y el señor Harris, quien pretende hacerme responsable de todo este despropósito.
Pero cuanto acabo de contarte apenas tiene importancia. Lo que más me duele es que la señorita Henrietta se enteró de algún modo de la existencia de estas mujeres y de sus falsedades, y ahora cree que me casé con la joven francesa. Al menos eso es lo que he deducido. No conozco el paradero de Henrietta y, por tanto, no puedo explicarle lo sucedido, y ni la señora Hertle ni lady Hertle parecen dispuestas a recibirme o leer mi correspondencia. No podría culparlas si fuera responsable de un acto tan desalmado, pero mi comportamiento en este asunto es intachable. Si de algo pequé fue de inocentón.
Por favor, Robert, te ruego que escribas a tu esposa y a la señorita Henrietta en cuanto tengas ocasión, y les informes de lo sucedido. No puedo soportar que se me trate como un truhán. Aunque soy incapaz de explicarlo, que lo acusen a uno de haber cometido un acto terrible hace que durante un tiempo empiece a sentirse culpable por inocente que sea.
Afectuosamente, etcétera.
Tras una atenta lectura, Hayden dio la carta por terminada, la dobló y lacró. Luego puso el destinatario, asegurándose de escribir bien la dirección, por temor a que un error tan tonto pudiera bastar para que se extraviara.
Por un instante se reclinó en el respaldo y miró por la ventana. Los relojes empezaron a sonar en ese preciso instante. Eran las tres de la mañana. El sueño, preciada mercancía, nunca se había mostrado tan huidizo. De pronto era incapaz de dormir, por mucho que el cansancio lo tuviera en jaque.
—Siempre partido en dos —susurró para sí en el camarote.
Alargó el brazo y tomó una hoja. Contempló la pulcra superficie, preguntándose qué podría escribir para lograr de algún modo, mágicamente, que Henrietta abriese la carta. ¿Rompería el lacre por simple curiosidad? ¿Por el cariño que la joven le profesaba? ¿O se limitaría a arrojarla al fuego?
—Me dará una oportunidad —se animó en voz alta—. En el fondo de su corazón sabe que yo jamás podría traicionarla.
Pero un instante después, ya no estaba tan seguro.
Tras pasearse durante media hora por el crujiente suelo a fin de ordenar sus ideas, volvió a tomar asiento y empezó a escribir.
Querida Henrietta:
Antes que nada, debes saber que todos los rumores de que he contraído matrimonio son falsos. No sucedió tal cosa. Dos mujeres, emigrantes francesas, madre e hija, hicieron esta afirmación falsa y usaron mi nombre para acumular abultadas deudas a mi nombre, así como para hacerse con una importante suma de dinero de manos de mi agente de presas. Ni lady Hertle ni la señora Hertle accedieron a hablar conmigo o leer la correspondencia que les remití, así que me las vi y deseé para hallar un modo de enviarte noticias de lo sucedido. También me angustia pensar que las falsedades de estas dos mujeres hayan podido causarte algún dolor. A petición de sir Gilbert Elliot, ayudé a ambas a viajar a Inglaterra, y así es como agradecen mi amabilidad, usando mi nombre para defraudar a comerciantes y a mi agente de presas, por no mencionar el perjuicio que hayan podido causarte. Rara vez una buena obra fue recompensada de forma tan injusta.
Espero que leas esta carta y que entiendas que no traicioné tu confianza de ningún modo, y también que sepas que mis sentimientos no han cambiado lo más mínimo estos últimos meses, salvo en el sentido de que cada vez te pertenecen más a ti.
No fue fácil redactarla. Antes de confiarla al correo, la reescribió dos veces, a pesar de los escasos cambios que introdujo. A esa hora Londres empezaba a impacientarse, despertaba lentamente con el estrépito de las ruedas de los carretones y los carros de reparto en las calles, aún a oscuras.
Volvió a tumbarse en la cama y pasó un rato infundiéndose esperanzas de que tanto las cartas como la noticia que publicaría la prensa rindieran frutos. Se sumió en un sueño breve e intranquilo durante el que cabeceó y se balanceó como un barco en alta mar.
La ciudad de Londres no llevaba mucho rato despierta cuando Hayden envió la misiva a la señora Hertle, por medio de un mozo de la fonda, y confió el resto de la correspondencia al correo. Aguardó toda la mañana, con la esperanza de que Elizabeth cediera y leyese sus palabras. Eso era cuanto pedía, que alguien prestara oídos a lo que tenía que decir.
La fonda recibió lacayos con correo en dos ocasiones, así como el correo normal, pero nadie lo avisó ni obtuvo ningún indicio de que sus cartas hubieran producido el resultado deseado. Deambuló de arriba abajo por el cuarto. Comió un poco. Miró esperanzado a través de la ventana. Luego empezó de nuevo a pasearse por la habitación.
A las dos de la tarde, se sentó con intención de concentrarse en la lectura de un libro. Había decidido que no valía la pena vivir en aquel estado de tensión, así que cuando oyó pasos en la escalera, seguidos por un golpe suave en la puerta, no pudo evitar dar un respingo. Se acercó de un brinco a abrir y vio a la hija del dueño con una misiva en la mano.
—La carta que estaba usted esperando —anunció la joven con una leve reverencia.
Hayden se contuvo para evitar arrancársela de las manos, y la cogió con una serenidad que estaba muy lejos de sentir. Dio las gracias a la muchacha, cerró la puerta con suavidad y entonces desgarró el lacre.
La misiva era de puño y letra de Philip Stephens, primer secretario de la Armada, el cual solicitaba su presencia en la sede del Almirantazgo lo más pronto posible.
El edificio de ladrillo color pardo que albergaba la sede del Almirantazgo se veía a diario animado por el bullicio de casacas azules que iban de un lado a otro. La puerta de las cocheras y aquellas que daban acceso a los transeúntes casi nunca se franqueaban sin que alguien cediera el paso amablemente a otra persona al entrar o salir. Una vez dentro, en el patio, había por doquier irregulares corrillos de oficiales agrupados por rango, aunque no siempre. Los marineros entraban y salían con mensajes, y se oían los apellidos de los oficiales de marina cuando se saludaban entre ellos, pues en algunos casos no se veían desde hacía meses o años.
Cuando Hayden cruzó el patio, sin embargo, nadie lo llamó por su apellido, y ninguno de los presentes pareció reparar en su presencia. Le informaron que el primer secretario lo recibiría en cuanto tuviera ocasión, así que esperó apoyado contra una columna.
Llamaron a más de un oficial mientras Hayden aguardaba cada vez más incómodo. Cuando estaba convenciéndose de que parecía un don nadie, y de que como probablemente se habían olvidado de él tendría que volver a anunciarse, lo citaron.
No tardó en verse en la escalera, circulando entre oficiales que subían y bajaban. Alguien lo llamó entonces por el nombre y, aunque levantó la mano a modo de respuesta, no consiguió saber a quién había saludado. El corazón le latía con fuerza, y no precisamente debido al cansancio, cuando lo condujeron al despacho de Philip Stephens, primer secretario del Almirantazgo.
Stephens había cambiado muy poco desde su último encuentro, días antes de que los oficiales de la Themis fueran sometidos a aquel infame consejo de guerra. Tenía las mismas venas hinchadas en aquella nariz bulbosa, que remataba su rostro de facciones angulosas y en cuyo puente descansaban los mismos anteojos algo torcidos. El primer secretario se levantó para saludarlo, pero de inmediato volvió a sentarse. Una vez acomodados, Stephens, que se había quitado los anteojos, lo observó por un instante con la misma mirada inexpresiva que Hayden recordaba muy bien.
«Por lo general, las personas se llevan un bocado de carne a la boca con mayor sentimiento», pensó el joven.
—¿Se encuentra bien, capitán Hayden?
—Muy bien, señor. Espero que usted también.
El primer secretario se encogió de hombros en un gesto que ni negaba ni afirmaba.
—Tengo entendido que se ha visto envuelto en problemas legales.
A Hayden le sorprendió que el secretario estuviera al tanto. ¿Tan rápido había circulado la noticia?
—Eso parece, aunque un reputado abogado me aseguró que no puede considerárseme responsable de lo sucedido.
—Bueno, gracias a Dios no tiene nada que ver con la Armada. Espero que todo salga bien. Estos asuntos son muy desagradables y nos privan del sueño que tanto necesitamos. —Stephens sacó un pañuelo de lino y procedió a limpiarse las lentes—. Confío en que su abogado pueda hacerse cargo del asunto, porque he dispuesto que vuelva usted a embarcarse. —Dejó de frotar los cristales—. Inmediatamente.
—Pero ¡no puedo abandonar Inglaterra! —farfulló Hayden—. Ciertos asuntos requieren de mi atención…
—Y dígame, ¿qué asuntos son ésos? —preguntó el secretario, esbozando un leve mohín de disgusto.
—Guardan relación con el problema legal que usted ha mencionado. Bueno, no es exactamente eso, pero por desgracia ha afectado a mi vida privada. Debo atender unos asuntos muy urgentes.
Stephens se reclinó en la silla, juntó las manos en un gesto familiar para Hayden, y lo miró con frialdad.
—Debo decirle con toda honestidad, capitán, que no existe más que un camino para que alcance usted lo que desea: el ascenso a capitán de navío. Esa senda implica demostrar a los lores vocales de la Junta Naval que es doble, qué digo, triplemente merecedor del cargo. Ha de dar prueba de que es usted válido, y luego volver a demostrarlo, y después otra vez más hasta que a quienes ostentan el poder no les quede otra opción que otorgarle el ascenso. Dada mi posición no puedo ofrecerle más explicaciones, pero si no acepta esta misión, capitán, podría no volver a estar en mi mano ofrecerle nada parecido. Debo mencionar que puedo procurarle esta oportunidad gracias a… cierto sacrificio que he tenido que hacer. —Los dedos cuyas yemas había juntado se crisparon en ese momento, pero su mirada no se alteró un ápice.
Hayden contaba con tan pocos partidarios en la Armada que no podía permitirse el lujo de contrariar al más poderoso y firme de ellos, por mucho que los esfuerzos del primer secretario siempre produjeran resultados desiguales. Saltaba a la vista que el apoyo continuado de Stephens dependía de la ciega cooperación de Hayden.
—Por supuesto —respondió en voz baja y ronca—. Acepto muy agradecido. Disculpe mi… indecisión.
El primer secretario guardó unos instantes de silencio.
—Una fragata francesa está causando graves bajas a nuestra flota mercante —explicó al fin—. Llevamos una temporada intentando averiguar de qué puerto procede, pero todo ha sido en vano. Si bien, hace poco, averiguamos que casi con toda certeza fondeaba en El Havre. ¿Está usted familiarizado con dicho puerto?
—Así es —respondió el capitán, y notó cómo se le secaba la boca.
—Confiaba en ello. Corre de su cuenta apresar o destruir esa fragata. Y cuanto antes mejor.
—¿Qué barco me asignarán?
—La Themis, por supuesto —respondió el secretario, algo sorprendido ante la pregunta—. Por suerte para usted, ningún otro oficial la quiere, lo que me permitió asignársela a usted, teniendo en cuenta que no es aún capitán de navío.
—Tendré que reunir a mi tripulación —señaló Hayden, cuyos pensamientos se sucedían vertiginosamente.
—En este preciso momento se dirigen todos hacia Plymouth —le informó el secretario—, y sus tenientes se han encargado de llevar a cabo la aguada y la estiba de los pertrechos necesarios. Apuesto a que, si a su vuelta no encuentra usted listo el navío para dar la vela, no tardará en estarlo. Le sugiero que busque una plaza en la silla de posta que parte esta misma noche. Lo quiero en el mar, donde nadie pueda reclamarlo, en cuanto usted y su barco se hallen dispuestos. ¿Entendido?
—Por supuesto.
—Buena suerte, capitán.
—Gracias, señor. Creo que la necesitaré.