Capítulo 20

Gould se hallaba en el coronamiento, contemplando la estela de la embarcación que borboteaba en la oscuridad. Un haz lunar atravesó los jirones de nubes y se extendió sobre el raudo barco y la franja de mar que lo envolvía.

Hayden se acercó, situándose a un metro del guardiamarina.

—Parece, señor Gould, que le interesa a usted más lo que dejamos atrás que lo que nos aguarda.

Gould levantó la vista, algo sorprendido por la súbita aparición del capitán.

—Estaba pensando en todo lo sucedido desde que embarqué. Han pasado muchas cosas, señor.

—¿Y cuáles son sus conclusiones?

—No sé muy bien qué responder, capitán.

Hayden consideró probable que el joven no quisiera hablar del asunto.

—Pasé buena parte de mi infancia trabajando día sí, día también, en el fondeadero de Plymouth, señor —prosiguió Gould tras unos instantes—. Aunque a diario se producían cambios, la verdad es que todas las jornadas eran más o menos igual, no sé si me explico… Pero puse un pie a bordo de la Themis, y de pronto todo fueron barcos que explotaban, tempestades, batallas, epidemias, guerra terrestre y grandes ciudades portuarias conquistadas y reconquistadas. He luchado por mi vida, señor, y he quitado la vida de otras personas. —Hizo una pausa—. Es como si me hubiera pasado los años metido en un cuarto con las cortinas echadas, y luego, un buen día, hubiese salido a la cegadora luz del sol. Todos este tiempo lo pasé soñando con vivir aventuras, y ahora resulta que mi vida anterior es la que se me antoja idílica, perfecta —añadió. Meditó lo que acababa de decir y concluyó—: No obstante, ¿cómo puede uno volver a meterse en un cuarto oscuro?

—Algunos lo hacen, señor Gould.

—No me cabe duda, capitán, pero no estoy seguro de ser uno de ésos. Creo que, si tomara esa decisión, me vería privado de algo. No es que no ansíe volver a Inglaterra y reunirme con mis padres y mis hermanos. Al contrario, y sin reservas. Pero ya que he visto esta guerra de cerca y he descubierto que soy perfectamente capaz de desempeñar un papel en ella… en fin, que si abandonase ahora me sentiría un gandul, señor. Después de todo, tengo un deber que cumplir, y no puedo pedir a todos ustedes que luchen por mí, mientras yo permanezco tranquilamente en mi casa, sentado en mi habitación con cortinas.

—Sabe que es posible que se halle de nuevo en el trance de tener que matar, señor Gould.

A pesar de la tenue luz, Hayden reparó en la expresión alterada del muchacho.

—Sí, y creo que nunca conseguiré reconciliarme con esa idea. —Se encogió de hombros, incómodo—. Tal es la naturaleza de la guerra, y he de cumplir con la parte que me toca, pero detesto con toda mi alma verme obligado a matar al prójimo.

—Yo también, señor Gould. A pesar de ello, procuro no titubear jamás, porque ese instante de indecisión podría suponer la muerte de uno de mis compañeros de dotación, y se me da mejor seguir adelante con el peso de la muerte de un extraño en la conciencia, puesto que éste hubiera querido verme muerto, que con la pérdida de uno de los míos.

—Estoy de acuerdo, capitán.

—Entonces, ¿continuará usted en la Armada?

—Así es, señor.

—Me alegra oírlo, señor Gould —aseguró Hayden, tan sorprendido como complacido.

Ambos contemplaron la estela que el barco grababa en el oscuro océano. Hayden tuvo la fugaz sensación de que quizá había obrado bien con aquel joven.

—¿Puedo hacerle una pregunta, capitán? —Por supuesto.

—¿Cree que algún día me convertiré en un oficial aceptable?

—Diría que más que pasable, señor Gould. Creo que será un excelente oficial, siempre y cuando siga aplicándose como estos últimos meses.

—Esa es mi intención, capitán. Quiero presentarme al examen de teniente en cuanto cumpla los diecinueve.

—Pues lo superará con nota.

Oyeron un carraspeo a sus espaldas y, al volverse, Hayden vio a Freddy Madison de pie a unos dos metros.

—Perdón, capitán, pero me han enviado a invitarlo a usted a la mesa, señor.

—¿Ya es la hora? —Por lo visto, así era—. Vaya usted, señor Gould. Yo antes he de cambiar impresiones con el oficial de guardia.

Cuando Gould y Madison desaparecieron bajo cubierta, Hayden se volvió hacia el pasamano para contemplar la noche clara. No necesitaba hablar con el oficial de guardia, únicamente deseaba disfrutar de unos instantes en soledad. Si el viento seguía entablado, avistarían Inglaterra al día siguiente. Durante las semanas que había durado la travesía de vuelta, Hayden había estado preguntándose por aquella súbita orden de regreso. Por cuanto Barthe le había contado, probablemente se vería varado en tierra, sin cargo que desempeñar. Dudaba que Stephens, su único aliado en el Almirantazgo, hubiese orquestado su regreso. Le había dolido mucho que Cotton lo asignara a la Themis como capitán en funciones… pero pensar que iban a quitársela resultaba incluso más descorazonador. Conocía el barco, a los oficiales y la dotación. En conjunto, era más de a lo que podía aspirar. También le preocupaba qué sería de toda esa buena gente que con tanta lealtad había servido en cualquiera de los acontecimientos acaecidos en los últimos meses. ¿Sufrirían el mismo destino que él? ¿Les pesaría el hecho de conocerlo?

El regreso a Inglaterra había estado marcado por las esperanzas y los temores. Hubo momentos del viaje en que no había podido soportar la lejanía de Henrietta un minuto más, por no hablar de semanas enteras. La echaba de menos. Soñaba con ella, incapaz de apartarla de sus pensamientos. Deseaba encontrarla en Plymouth de visita en casa de su tía. Ojalá, se decía. ¡Ojalá!

La campana del barco lo sacó de su ensimismamiento. Sus compañeros lo esperaban; sería la última comida juntos antes de quedar a merced del viento.

A pesar de que regresaban a finales de invierno y la noche era fría, la cámara de oficiales estaba cálida y luminosa. Cuando todos se hubieron acomodado, un poco apretados pues disponían de poco espacio para los que eran, el señor Smosh alzó la copa.

—Por nuestra exitosa travesía —brindó.

Barthe, que había hecho ademán de levantar su copa con agua, la devolvió a la mesa con tal rapidez que se le derramó un poco. Los demás imitaron su ejemplo, aunque con mayor decoro, hasta que el único brazo que permaneció en alto fue el del clérigo.

—Oh, Dios mío —murmuró.

—Señor Smosh, trae muy mala suerte brindar por el éxito de una travesía antes de que el barco se halle a salvo en puerto —le explicó Barthe.

—¿Ve con qué hatajo de paganos supersticiosos ha ido usted a juntarse, señor Smosh? —exclamó riendo Hawthorne, y alzando su copa añadió—: Pues yo pienso brindar con usted, porque creo que llegaremos a buen puerto con brindis o sin él.

Puesto que Smosh, aunque estaba indeciso, tampoco quería decepcionar al sonriente oficial, finalmente completó el brindis tomando un sorbo de vino, para a continuación sumirse en un silencio incómodo.

—Ya ve, señor Smosh, al igual que el general Paoli, el señor Hawthorne es un hombre ilustrado —terció entonces Hayden, con intención de romper el hielo—. No sólo sabe cuanto puede saberse acerca de los últimos avances en agricultura científica, sino que, además, ha desterrado de su vida toda superstición.

—Y me atrevería a afirmar que también toda religión —intervino Wickham.

—No hay un ápice de verdad en eso —arguyó Barthe—. Sé de buena tinta que Hawthorne adora a Venus.

Este comentario fue recibido con una carcajada general y entonces brindaron primero a la salud de la diosa, y luego a la de todas las bellas Venus que cualquiera de ellos hubiera conocido o visto, brindis que se consideró digno sustituto del que solía hacerse a favor de esposas y amantes.

Mientras se servía el primer plato, hubo una breve y relativa calma.

—Doctor Griffiths, ¿se encuentra bien? —preguntó Hawthorne—. Nunca lo he visto tan melancólico, y dado lo sombrío de su carácter, eso es decir mucho.

El doctor interrumpió el gesto de llevarse una cucharada de sopa a la boca.

—Estaba pensando que es muy probable que ésta sea la última vez que naveguemos juntos, y a pesar de que detesto a todos los hombres a bordo, una aversión que supera lo que puedo expresar con palabras, me siento embargado por una peculiar tristeza.

—Eso es por la sopa —aventuró alguien, y rieron, pero fue una risa breve y forzada.

—Estoy seguro de que aún no se librará usted de nosotros, doctor —intervino Hawthorne para romper el silencio—. El capitán Hayden obtendrá su ascenso de los lores del Almirantazgo, la Themis será suya y nos haremos de nuevo a la mar a fin de emprender una travesía que nos convierta en hombres más ricos que Creso. —Sonrió al cirujano—. ¿Es ésa la expresión, doctor? ¿«Más ricos que Creso»?

—Eso creo, y espero que se halle en lo cierto.

—Aún no entiendo por qué lord Hood no le concedió el ascenso, capitán —terció Gould, inocente, lo cual le valió una mirada ceñuda de Barthe.

—¿Se trata de otra superstición? —quiso saber Smosh, que miró primero a Barthe y luego a Gould, antes de volver a contemplar al piloto—. ¿Acaso tampoco se especula con el ascenso a capitán de navío?

—En realidad, lo que sucede es que los oficiales hacen poco más que especular con eso —le informó Archer.

Cuando cesaron las carcajadas que celebraron esta observación, Hayden, que estaba de un humor extraño, se dirigió al clérigo:

—¿Y qué hay de usted, señor Smosh? ¿Continuará en la Armada, o ya ha tenido suficiente?

—Verá, capitán, no albergo mayor deseo que el de continuar. Me incomoda un poco admitir que he sido presa de algo tan romántico, pero lo cierto es que siento una relación cada vez más estrecha con el mar. —La sonrisa de Smosh no dejó traslucir si estaba siendo irónico—. Creo que los marineros son gente franca, y si a eso sumamos la oportunidad de conocer el ancho mundo…

—Y de que le vuelen la tapa de los sesos y acabe en el infierno —lo interrumpió Hawthorne, y añadió—: O en el cielo, en su caso concreto.

—Estoy en manos de Dios, señor Hawthorne —repuso el clérigo, recuperando la sonrisa que se le había esfumado un instante ante las amenazas señaladas por el infante de marina—. Como muchos compañeros en la Iglesia, he decidido emprender el estudio de la filosofía natural. Tengo intención de aprender el nombre de las aves y arbustos, el propósito de toda criatura marina y las clases de nubes que existen. Una vez haya realizado importantes y numerosas contribuciones, de lo que tendré ocasión gracias a nuestros viajes, confío en que mi nombre se proponga para un asiento en la Royal Society. Llegado ese momento, no les quedará a ustedes más remedio que tratarme con el respeto que merezco.

—Señor Smosh, sepa que la tripulación lo tiene en muy alto aprecio —aseguró Griffiths—. Si no hubiera sido por el señor Ariss —inclinó la cabeza en dirección al ayudante de cirujano—, el señor Gould y usted, la gripe se habría cobrado aún más vidas. Creo que muchos de nosotros no nos precipitamos en el abismo gracias a sus diligentes cuidados.

Hubo murmullos y gestos de aprobación por parte de todos.

Las cucharas se alzaron y bajaron en su peculiar danza sincopada. Un viento de gavias empujaba el barco y tensaba los obenques, lo que se traducía en un gemido fantasmagórico, y el mar cruzado balanceaba lentamente el navío de un lado a otro.

No era la primera vez que Hayden reparaba en la atmósfera que reinaba en aquella velada, propia de cuando la travesía tocaba a su fin. Todos los presentes soñaban con la vuelta a su país y la compañía de los seres queridos, a pesar de lo cual en la cámara de oficiales se respiraba cierta tristeza, puede incluso que pesadumbre. Iban a alejarse de su ambiente habitual para sumirse en la incertidumbre de Inglaterra y la ambigüedad de las relaciones personales, o del precio de las tierras…

«No te metas en honduras», solían decir los hombres de tierra adentro. Hayden pensaba a menudo que los marineros eran como botes arrastrados a tierra, fuera de su elemento. Los hombres de mar se referían a esas embarcaciones como «en seco». Y también se referían a sí mismos. Sin embargo, añoraban la tierra… pero cuando avistaban la costa de la hermosa Inglaterra, sentían la caricia de una fresca y suave brisa de congoja.

Mientras los sirvientes retiraban los restos y bandejas del primer plato, Hayden aprovechó la ocasión para alzar su copa.

—Me gustaría brindar, a pesar de la impresentable compañía… Brindo por el mejor grupo de oficiales con que he servido. Caballeros. —Alzó el brazo ante los hombres sentados en torno a la mesa.

—Sin duda es un brindis impresentable, pues no podemos brindar por nosotros mismos —se mostró de acuerdo Hawthorne—. Por lo cual, respondo: por el capitán Hayden, puesto que, capitán de navío o no, llevó a buen puerto el convoy después de que Pool nos perdiera de vista, hundió una fragata y un navío de setenta y cuatro cañones, y nos condujo luego a Tolón, donde estuvimos a punto de caer prisioneros del enemigo. Y como guinda cargamos con pesados cañones montaña arriba y abordamos una fragata tan valiosa como quepa imaginar.

—¡Por el capitán Hayden!

Esta ceremonia dejó unos instantes sin habla a Hayden, superado por la emoción.

Seguidamente entonaron juntos una canción tan melancólica como el ambiente.

Cuando la cena tocó lamentablemente a su fin, y mientras los oficiales abandonaban la cámara, Hayden pidió al piloto de derrota que se reuniera con él en su camarote.

Al llegar Barthe poco después de Hayden, éste se levantó de la bancada del ventanal de popa y empezó a pasearse para ordenar sus ideas.

—Señor Barthe, ¿puedo formularle una pregunta? —dijo volviéndose hacia él, que estaba sentado a la mesa, colorado a pesar de no haber probado una gota de alcohol en toda la noche.

—Por supuesto, señor —repuso sorprendido el piloto, y se envaró un poco.

—¿Se halla usted al corriente de información que pueda ayudarme a comprender la decisión de lord Hood de no ascenderme a capitán de navío?

Barthe se rebulló incómodo en la silla y puso una mano en el borde de la mesa.

—Ya sabe usted cómo es la Armada, capitán. Los rumores circulan sin cesar, la mayoría infundados, cuando no inventados… —dijo con un hilo de voz.

—No estoy pidiéndole que traicione una confidencia —se apresuró a asegurar Hayden—. Si cree que no debe hablar…

—No es eso exactamente, capitán. Pero nunca podría revelar cómo me enteré de… —De nuevo su voz perdió fuelle y se miró las rodillas. Inclinó levemente la cabeza, levantó la vista y prosiguió—: No puedo asegurarle si es cierto, señor, pero me informaron que lord Hood nunca lo ascendería porque era consciente de que el Almirantazgo no iba a confirmar el ascenso. Su opinión era que esto le ocasionaría a usted un grave disgusto, que confiaba en poder ahorrarle.

—Ya. —Hayden respiró hondo—. ¿Y por qué el Almirantazgo no iba a apoyar mi nombramiento? Aparte del primer secretario, siempre tuve la convicción de que nadie en los confines de ese edificio era consciente de mi existencia.

—Pues parece ser, señor, que no es ése el caso —respondió Barthe en voz baja—. No sé de quién pueda tratarse, capitán, pero hay alguien muy familiarizado con el apellido Hayden. El rumor que oí hacía referencia a que más de un hombre se había interesado por la madre de usted, en su juventud, y que dichas esperanzas se habían visto frustradas cuando ella se comprometió con su padre.

—Señor Barthe… —repuso el capitán, que se había quedado petrificado—. Si es como lo cuenta, estamos refiriéndonos a algo sucedido hace más de un cuarto de siglo. Tanto las esperanzas frustradas como cualquier otro resentimiento al que dieran origen no han podido perdurar tanto, y me cuesta creer que alguien buscase venganza en el fruto de esa unión. Después de todo, nosotros los ingleses no somos corsos.

—Es mezquino, y tal vez no sea cierto, pero me contaron que cierto caballero del Almirantazgo está decidido a estorbar su ascenso —insistió Barthe encogiéndose de hombros—. Lord Hood hizo cuanto pudo por usted, dejándole al mando de la Themis. Se comenta que está usted en mitad de un pulso: un caballero lo derriba y a continuación otro lo pone en pie. La suma de estas fuerzas imposibilita que pueda usted moverse en un sentido u otro. Fulano le impide obtener un ascenso, pero Mengano no permite que se asigne la Themis a otro oficial. Es la cosa más rara que he oído en toda mi carrera.

Hayden quiso preguntarle por un nombre, pero supo que no podía presionarlo, pues el piloto le había contado más de lo que pretendía.

—Gracias, señor Barthe.

—Capitán, siento mucho ser portador de tan malas noticias —se disculpó—. Y como ya he dicho, no puedo poner la mano en el fuego por la veracidad del rumor.

—No se disculpe. Si demuestra ser cierto, se explicarían por fin muchas de las cosas sucedidas.

—Algo sí puedo asegurarle, señor, y es que los capitanes de la flota, aquellos que son capaces de ver más allá de su nariz, lo consideran un oficial muy emprendedor. Nuestra huida de Tolón fue tema de conversación durante semanas, y el emplazamiento de esos cañones en lo alto de las colinas, en contra de las predicciones del ejército, una hazaña muy aplaudida.

—Me complace saber que al menos pude imponerme a la fama que se me atribuye desde que serví a las órdenes de Hart.

—Bueno, creo que se ha labrado usted una firme reputación entre los capitanes de la flota de lord Hood, señor. Más que buena, de hecho.

Desdichadamente, Hayden no podía olvidar las desabridas palabras de Winter a bordo del Victory. No había duda de que ese hombre nunca hablaría de él en términos elogiosos, y tampoco Pool.

—Gracias, señor Barthe. Espero que esté en lo cierto respecto a lo de mi reputación.

Barthe se disponía a levantarse, pero cambió de idea y añadió:

—Es usted un oficial muy decidido, señor, si me permite decirlo. Es una cualidad que nos beneficia a todos, tanto en tierra como en alta mar.

Hayden reprimió una sonrisa.

—Si se refiere a mi reticencia respecto a ciertos asuntos que tenía pendientes en tierra, le aseguro que a ese respecto mi decisión está tomada.

—Me alegra mucho, señor. ¿Puedo felicitarlo?

—Aún no, señor Barthe, y preferiría que no mencionara a nadie este asunto.

—Por supuesto, capitán.

—En tal caso, buenas noches, señor Barthe. Mañana probablemente arribaremos a Plymouth, y estoy seguro de que la señora Barthe y todas sus hijas se pondrán muy contentas de tenerlo de vuelta en casa.

—No tanto como yo de verlas a ellas. Buenas noches, capitán.

Hayden se dirigió al banco del ventanal, se sentó, apoyó los codos en las rodillas y unió la yema de los dedos. Por fin lo sabía… Alguien en el Almirantazgo obstaculizaba su ascenso ¡debido a un desengaño de juventud! Pero ¿podía ser cierto? ¿Existiría alguien tan amargado y vengativo para castigar al hijo de la mujer que lo había herido? Hayden conocía muy bien la respuesta. Y quizá ese hombre no dirigía su resentimiento hacia su madre, sino a su difunto padre. ¿Acaso no le mencionaban sin cesar el parecido que guardaba con su progenitor?

Negó con la cabeza y soltó una carcajada. ¡Qué despropósito! Prefería pensar que alguien obstaculizaba su ascenso por motivos particulares a que se debiera a su falta de capacidad. Más de un oficial de talento limitado esgrimía la falta de contactos o el tener enemigos en la Armada como prueba que justificaba su posición. ¿Él quería contarse entre esa clase de gente?

Decidió que era mejor no decir nada y aguzar bien el oído. Nunca prestaba mucha atención a los rumores que circulaban en la Armada, pues atribuía las habladurías a las mentes inferiores. ¡Qué torpe muestra de arrogancia! Había llegado la hora de escuchar con mayor atención. Después de todo, puede que en el futuro tuviese que asegurar el bienestar de una familia. Este pensamiento lo llenó de ansiedad. ¿Y si Henrietta había dejado de amarlo?

Sacó todas sus cartas y pasó la hora siguiente releyéndolas, de la primera a la más reciente, y cuando hubo terminado estuvo convencido de que sus sentimientos eran más constantes que la salida del sol. A diario su amor se renovaba, resplandeciente como el día anterior. Sólo esperaba que brillase siempre con igual intensidad.

Era como si nunca se hubiese marchado. Plymouth aparecía empapada bajo una cortina de lluvia típicamente inglesa, y un oleaje desapacible cruzaba las aguas del puerto. El cálido cielo azul del Mediterráneo, las tardes sin viento, se antojaban recuerdos lejanos de un pasado de juventud en que disfrutara del favor del almirante.

Ansiaba desembarcar, ahora que toda duda había quedado despejada. Con tal fin había enviado una carta a lady Hertle. Albergaba la esperanza de que Henrietta estuviese de visita en casa de su tía y también de poder verla ese mismo día, a fin de formularle una pregunta de la que estaba resuelto a obtener respuesta. Que se hubiese mostrado indeciso le parecía en ese momento una absoluta insensatez; confiaba en que Henrietta no se sintiera dolida por sus dudas, ni que sus sentimientos hubiesen cambiado.

El papeleo se repartía ordenadamente en la hermosa mesa con mayor densidad que sobre el modesto escritorio. Tanto el cuaderno del señor Barthe como su propio diario estaban abiertos mientras redactaba el informe para el Almirantazgo y la carta que enviaría al almirante al mando del puerto. Había gastos que justificar, cuentas de pertrechos que redondear, peticiones a la Junta de Artillería y la Junta de Pertrechos. La Junta de Heridos y Enfermos había solicitado una detallada relación de la gripe, que por suerte redactaría Griffiths; Hayden sólo tendría que añadir algunos comentarios y su firma. Luego, por supuesto, tenía que enviar una misiva al primer secretario de la Armada, el señor Stephens. Ignoraba por qué lo habían reclamado con tanta urgencia, pero esperaba que Philip Stephens decidiera interceder en su favor. La información que le había transmitido Barthe la noche anterior se le antojaba irreal a plena luz del día, pero aun así no la desestimó.

Todos los oficiales esperaban obtener permiso para visitar a seres queridos y amistades, y nadie quería quedarse a bordo supervisando los mil pormenores necesarios a fin de preparar el barco para la siguiente travesía. Hayden se contó entre los que permanecieron a bordo. Puede que Hood lo hubiese dejado al mando de la Themis, pero no estaba tan convencido de que sus amistades del Almirantazgo, fueran quienes fuesen, secundaran la decisión. Si a todas las otras se sumaba la falta de navío asignado, su lista de incertidumbres era abultada.

Por tanto, no fue hasta la tarde cuando pudo bajar a tierra con la excusa de entregar en persona unos documentos. No había recibido respuesta de lady Hertle, lo que le hizo pensar que su nota se habría extraviado o que la dama no se encontraba ese día en casa. En cuanto realizó el recado pendiente, decidió acercarse a la residencia de lady Hertle, que no quedaba lejos, alimentando la esperanza de que la viuda hubiera salido de visita en compañía de su sobrina Henrietta, y de que a su regreso ambas se hubieran visto sorprendidas por la noticia de la presencia de Hayden, meses antes de sus predicciones más optimistas.

El criado de lady Hertle abrió la puerta, el mismo marinero veterano que Hayden recordara de ocasiones anteriores. En el pasado siempre se había mostrado complacido de verlo, pero esa mañana lo recibió con pétrea dignidad.

—Esta mañana envié una misiva que aún no ha recibido respuesta por parte de lady Hertle, lo que me hace temer que se haya extraviado o que la señora no se hallara en casa —explicó Hayden—. Estoy aquí con el propósito de poder entregar mi tarjeta.

—Informaré a lady Hertle de su petición, señor, si tiene usted la amabilidad de esperar. —En lugar de dejarle pasar, cerró la puerta, y Hayden quedó desconcertado de pie en la escalinata. Aguardó sumido en un mar de confusión, incomodado por aquel trato tan poco habitual, hasta que regresó el sirviente.

—Lady Hertle se encuentra indispuesta —le informó con rostro inescrutable.

—Lo lamento. ¿Puedo dejarle una nota?

—Recibió la misiva que envió usted esta mañana, capitán. Dudo mucho que sea necesaria otra.

A Hayden lo sorprendió tanto aquel comentario que no pudo replicar.

—Buenos días, señor —se despidió el sirviente antes de que Hayden tuviese tiempo de replicar, y cerró la puerta.

Permaneció unos segundos allí, dolido y confundido, y poco después alarmado. Lady Hertle siempre se había mostrado complacida de verlo, por no mencionar que había demostrado ser su mejor aliada en el cortejo de su sobrina. Que lo tratara así lo hizo barajar un sinfín de sombrías posibilidades.

Regresó al barco, incapaz de concentrar la mente o la energía en las muchas tareas que requerían de su atención. Finalmente, tras la insistencia de un preocupado Hawthorne, admitió la causa de sus tribulaciones.

—Tiene que hablar con la señorita Henrietta de inmediato —aconsejó Hawthorne—, para despejar así sus temores.

—No puedo abandonar mi barco, al menos durante los próximos días.

Ambos se hallaban sentados en el camarote, pero Hayden estaba tan inquieto y disgustado que se levantaba continuamente de la silla.

—Según sus palabras, capitán, éste no es su barco —observó Hawthorne—. Archer está más que capacitado para hacer cuanto sea menester, en cualquier circunstancia.

—Di permiso al señor Archer para que visitara a su familia.

Hawthorne se levantó como activado por un resorte.

—Permítame hablar un momento con nuestro joven teniente. —Al cabo de diez minutos, el oficial regresó y anunció—: Solucionado. El señor Archer ha acordado retrasar la visita a su familia. Hay una posta que sale tarde, con la que podrá usted llegar a Londres el miércoles por la mañana antes del alba. De modo que dispone de dos horas para prepararse. ¿Cómo puedo ayudarle?

Al cabo de un rato, Hayden estaba despidiéndose de sus oficiales. Todos se esforzaron por disimular la incertidumbre ante el futuro que los aguardaba, lo que le hizo sentir remordimientos por haberse preocupado tanto de sus propios asuntos y tan poco de los de sus hombres. No había un solo oficial a bordo que contase con la certeza de regresar a la Themis o, para el caso, a cualquier otro navío.

Con la sensación de ser un escolar que hace novillos, subió a la silla de posta y tomó asiento fuera, a pesar de que el tiempo era muy poco prometedor. La incomodidad del viaje no pudo compararse a la angustia que experimentaba. ¿Por qué lady Hertle, que siempre lo había tratado como a un sobrino, se había comportado de ese modo? No podía negarse que se había mostrado un poco indeciso en el cortejo de su sobrina, pero creía que no era para tanto. A menudo pensaba que lady Hertle comprendía sus motivos mejor que nadie, y que incluso los aprobaba. Henrietta había dicho en más de una ocasión que no estaba a favor de precipitar el noviazgo o de las impulsivas peticiones de mano. Dado que ésta era la única falta que podía achacársele en lo relativo a su amada, no lograba explicarse el trato dispensado por lady Hertle.

La atmósfera tormentosa lo obligó a ponerse el capote encerado, pero la humedad le caló hasta los huesos al punto de que se puso a temblar de forma incontrolada, pues se había vuelto más sensible al frío desde que estuviera a punto de ahogarse en el invernal Atlántico. Para cuando la silla de posta llegó a las afueras de Londres, y dado que apenas había pegado ojo durante las treinta y seis horas del trayecto, estaba exhausto, tanto física como mentalmente, y con los nervios en tal estado que ni siquiera podía decidir cómo proceder.

Cuando se apeó del carruaje era demasiado temprano para dirigirse a casa de Robert y Elizabeth, de quienes esperaba alguna explicación acerca de lo sucedido con lady Hertle y, si cabe aún más importante, que estuvieran al corriente del paradero de Henrietta. Tenía decidido pedir su mano a la primera oportunidad que se le presentase, así que resolvió entrevistarse con su agente encargado de gestionarle el dinero de las presas, para hacerse una idea aproximada de su situación financiera, antes de embarcarse en el matrimonio.

Envió el equipaje a la fonda en que solía hospedarse cuando visitaba Londres, rompió el ayuno donde se cambiaban los caballos de la posta y luego anduvo los ochocientos metros que lo separaban de la oficina de su agente, adonde llegó con anticipación respecto al horario de apertura. Pasó media hora vagabundeando por las calles cercanas hasta que la oficina abrió sus puertas.

Un joven secretario fue a anunciarlo a su jefe, al que seguro que complacería ver a Hayden, dada su reciente racha de buena suerte. Lo condujeron de inmediato al despacho de Reginald Harris, que se levantó al tiempo que una sonrisa de oreja a oreja afloraba en su rostro anguloso.

—Permítame ofrecerle mis más sinceras felicitaciones, capitán. Debo decir que es usted uno de los hombres más afortunados de toda Inglaterra —afirmó, lo que alivió un poco a Hayden.

—Vaya, gracias, señor. ¿Tanto hemos obtenido por la venta de la Dragoon?

La expresión del agente cambió, para teñirse de una mezcla de recelo y divertimento, como si creyera que Hayden bromeaba.

—Me refería a su boda, por supuesto.

—¿Mi boda? Creo que sus felicitaciones son prematuras, señor Harris, ya que apenas hace unos días que decidí pedir la mano de cierta dama.

—¿Se burla, señor? —repuso el agente, cuyo semblante divertido cedió al desconcierto.

—De ninguna manera.

—¿No se casó usted recientemente en Gibraltar?

—¿Casar…? No, en absoluto. Pero ¿a qué se refiere?

—No podría darme usted peores noticias —suspiró el agente, hundiéndose en su silla con expresión de desdicha. Quiso continuar, pero no halló las palabras. Al cabo, añadió en un hilo de voz—: Adelanté cierta suma a dos mujeres, madre e hija, después de que esta última asegurara ser su esposa. Me mostró un certificado a tal efecto, expedido en Gibraltar, y una carta de puño y letra de usted, en que se me solicitaba un adelanto sobre los fondos que obtendrá por las embarcaciones apresadas.

Si aquel hombre le hubiese descerrajado un tiro, Hayden no podría haberse quedado más consternado.

—Pero… usted no da adelantos por el dinero de las presas. Esa es su política, «estricta e invariable», como me ha informado en más de una ocasión.

El agente asintió, llevándose la mano a la frente.

—No hacemos tal cosa, pero, en este caso, madame Bourdage y su hija se hallaban tan angustiadas… y estábamos tan convencidos de que obtendríamos una gran suma por la Dragoon… —Hayden cerró los ojos al comprender el alcance de su propia insensatez—. Y madame y Héloïse Bourdage eran tan hermosas y parecían tan incapaces de obrar con maldad… —El hombre alzó la vista—. Ah, veo que las conoce.

—Sí, las ayudé después de la evacuación de Tolón. Gracias a mi mediación pudieron llegar sanas y salvas a Inglaterra. —El capitán quiso sentarse, pero no pudo—. Y así me lo pagan…

El agente lo miró.

—Bueno, capitán Hayden, en mi opinión, si usted las ayudó a viajar a Inglaterra, entonces tendrá que cargar con parte de la responsabilidad…

—¡De ninguna manera! —replicó Hayden, que aun cansado hizo gala de su temperamento decidido—. No formulé petición alguna para que adelantara dinero a madame Bourdage, ni siquiera por un instante me pasó por la cabeza que pudiera usted actuar de ese modo en contra de su política.

—¿Les facilitó una carta de presentación?

—Claro que sí, como he hecho en el caso de otras personas. En ese documento no se mencionaba que Héloïse Bourdage fuese mi esposa. No era más que una carta muy neutra de presentación, de las que escribe un caballero a diario —recalcó.

—Ahí lo tiene, pues. Usted mismo acaba de admitirlo.

—¿A qué se refiere, señor? No tengo nada que ver en este engaño perpetrado contra su compañía. Fue error suyo.

—Lo consultaré con nuestro abogado, aunque creo que no vamos a pagarle a usted dos veces esas seiscientas libras.

—¡Seiscientas libras! —Hayden se aferró al respaldo de la silla—. Yo también consultaré con mi abogado, pues no estoy exigiéndole que me adelante dos veces el dinero. Con una me basta. Es responsabilidad suya haber dado esa suma a esas impostoras. Cualquier oficial cuyos intereses usted represente confía en que no entregará su dinero a la primera persona que se lo pida. Admítalo, señor; se dejó llevar por su belleza y su destreza para el engaño.

—No más que usted.

—Sí, y créame que lo lamento mucho, pero como no tomé parte en su ardid y no soy más que otra víctima inocente, no puede culparme de lo sucedido.

—Eso ya lo veremos, capitán Hayden.

—Por supuesto que lo veremos.

Hayden abandonó la oficina del agente y se dirigió a paso vivo hacia la residencia de Robert y Elizabeth Hertle. Sus temores crecían a cada paso, de tal manera que prácticamente echó a correr. ¡Ah, cómo lamentaba haber ayudado a aquellas mujeres! Y haber prestado oídos a sir Gilbert Elliot, que de hecho le había pedido que intercediera por ellas. Ahora no tendría más remedio que litigar, sólo por haber tratado de socorrer a dos mujeres que parecían hallarse en serias dificultades. Si lograra encontrarlas antes de que se gastaran las seiscientas libras, podría denunciarlas a las fuerzas del orden.

Cubrió la distancia que lo separaba de la residencia de Robert en un tiempo récord y se vio tirando de la cadena de la campanilla a una hora muy temprana. Al cabo de un momento, Anne abrió a la puerta y Hayden se sintió aliviado, pues hacía muchos años que la conocía.

—Anne, no tengo palabras para expresarte cuánto me consuela verte. Por favor, dime que el capitán o la señora Hertle están aquí, o que la señorita Henrietta se halla de visita.

La criada se mostró tan sorprendida que, por un instante, pareció tambalearse aunque enseguida se recobró. Como no le dirigió una sonrisa y ni siquiera lo saludó, los temores de Hayden no fueron sino en aumento.

—El capitán Hertle se encuentra embarcado, señor —informó—. La señora Hertle está en casa, pero es muy temprano, señor, si me permite decirlo.

—Por supuesto, y lo lamento de veras. ¿Serías tan amable de pedir a la señora que me haga el honor de recibirme de inmediato? Mi visita se debe a un asunto de la mayor urgencia.

—Así lo haré, señor.

Por segunda vez en tres días, una puerta que siempre había estado abierta para él se cerró en su cara y se quedó fuera, basculando el peso del cuerpo ora en un pie, ora en el otro.

Anne tardó tanto que Hayden empezó a pensar que lo habían dejado allí sin respuesta ni aclaración, algo que le dolería mucho. Finalmente, transcurrido más de un cuarto de hora, la criada apareció de nuevo (no Elizabeth en persona, como había esperado) y le tendió una nota sin darle ninguna explicación, para acto seguido cerrar la puerta.

Con creciente aprensión, Hayden rompió el lacre y desdobló el papel.

¿Cómo pudo comportarse de forma tan cruel y despiadada? No quiero recibirlo, capitán Hayden, ni hoy ni ningún otro día. Y no deseo tener ninguna relación con usted.

A pesar de no ir firmada, reconoció la letra de Elizabeth. Se llevó la mano a la frente y cerró los ojos. Resultaba evidente que la noticia de su supuesta boda con Héloïse Bourdage había llegado a oídos de quien no debía. Pensó en llamar de nuevo a la puerta, pero al final optó por retirarse a la fonda, donde podría trazar un plan de acción y escribir una carta a Elizabeth con la esperanza de que ésta la leyera.

«Pobre Henrietta», se dijo. Seguramente al principio no habría querido pensar que él se había casado impulsivamente, pero después habrían llegado a sus oídos comentarios relativos a la asombrosa belleza de Héloïse Bourdage… Más de un hombre habría flaqueado ante semejante hermosura, por muchos compromisos que hubiera contraído previamente. ¿Habría tenido ocasión Henrietta, por algún cruel capricho de la fortuna, de ver a Héloïse?

Se encontraba en la fonda cuando se le acercó el dueño y le dijo:

—Permítame felicitarlo, capitán.

—¿Cómo se ha enterado? —inquirió Hayden, apoyando la espalda contra la pared de puro cansancio.

—Pues porque la señora Hayden y su madre se alojaron aquí anoche. Si me lo permite, le diré que jamás había conocido a damas tan agradables y elegantes.

—¿Y supongo que no pagarían la estancia?

—¿Su propia esposa, señor? —respondió el hombre, sorprendido—. Pues claro que no. Ha llegado para ellas bastante correo. ¿Quiere que se lo traiga?

—Claro, por qué no.

No le sorprendió encontrar un montón de facturas adjuntas de sombrereros, sastres… Madame Bourdage y su hija habían comprado zapatos, baúles y toda clase de complementos. Saltaba a la vista que les gustaba comer bien, vestir a la última moda y no escatimar en lo tocante a los espectáculos. Y aunque ya se habían marchado, por lo visto habían vivido a lo grande durante una temporada. Hayden deseó que no sólo hubieran abandonado Londres, sino también Inglaterra.

El importe de las facturas ascendía a una cifra que superaba las trescientas libras, ¡casi tres años de paga! Decidió visitar de inmediato al hermano del señor Archer, que era abogado.

Antes de reunir el valor suficiente para informar al dueño de la fonda que no había contraído matrimonio, le comunicaron que un caballero preguntaba por él. Mientras bajaba la escalera y lo acompañaban a una salita, iba pensando que seguramente se trataría de otro acreedor.

—¿Capitán Charles Hayden? —dijo un hombre sentado en una silla, con el sombrero en el regazo.

—El mismo —admitió, y por un instante deseó poder negar su propia identidad.

—Soy Henry Morton. El señor Reginald Harris, agente de presas, ha contratado mis servicios. Me dedico a atrapar ladrones.

Hayden tomó asiento y el hombre se dispuso a darle más detalles.

—Debo encontrar a dos mujeres que, por lo visto, estafaron al señor Harris, a quien robaron una suma sustancial. Permítame, capitán, ¿cómo conoció usted a dichas mujeres?

—No estoy convencido, señor Morton, de que deba contestar a su pregunta, ya que esta misma mañana mi agente de presas me comunicó que debo responder por el dinero que le robaron esas damas, a pesar de que cometieron el delito sin mi conocimiento, sin mi permiso y sin hallarme yo presente en el país.

—Entenderá, capitán —prosiguió el tipo, inclinándose hacia él—, que en el caso de que su nombre se viera relacionado con este delito saldría usted seriamente perjudicado. La pena por robo es tan severa que se castiga con la horca.

—No puede implicarme, señor Morton, puesto que acabo de enterarme de lo sucedido esta misma mañana. Pero eso no parece importarle al señor Harris, que me comunicó que las seiscientas libras saldrían de mi parte del botín, ya fuera yo consciente del hecho o no.

—Los asuntos del señor Harris y de usted no me conciernen, capitán. Únicamente me han contratado para localizar a madame Bourdage y su hija. Tal vez, si logro dar con ellas y demostrar que ambas perpetraron el fraude sin ayuda alguna, será usted exonerado y podrán aclararse sus diferencias con el señor Harris. ¿Cómo conoció usted a madame Bourdage y su hija?

Durante la conversación, Hayden tuvo la certidumbre de que hallarse allí hablando con aquel hombre respondía a que Harris tenía la intención de recuperar el dinero, lo cual parecía indicar que confiaba poco en vencer al capitán ante los tribunales. Respiró hondo y soltó un penoso suspiro teatral.

—Acababa de entrevistarme con el almirante lord Hood a bordo del Victory, donde había tenido ocasión de conocer a la princesa Marie, que huía de los jacobinos…

—¿A quién?

—No importa. Madame Bourdage y su hija se encontraban en la cubierta superior, en compañía de los refugiados que la flota inglesa del Mediterráneo había evacuado de Tolón. Me oyeron hablar en francés cuando prometí rescatar a la princesa Marie. —Llegado a este punto, su tono adquirió una tesitura más ronca y añadió—: Y de inmediato me tomaron por lo que soy.