Capítulo 19

Hayden intentaba por segunda vez atarse el nudo del corbatín cuando llamaron a la puerta de su camarote y el centinela anunció la presencia de Hawthorne.

—Señor Hawthorne. ¿A qué debo el placer de su visita?

El oficial de infantería lo obsequió con una sonrisa conspiradora. Se lo veía muy complacido.

—A nada en concreto, capitán. Sólo vine a desearle suerte.

—No sabía que fuera a necesitarla.

La sonrisa de Hawthorne se ensanchó.

—Quizá sepa que hemos cruzado algunas apuestas amistosas en la cámara de oficiales referentes a su reunión con lord Hood. Hay quienes piensan que el almirante lo ascenderá a capitán de navío, señor.

—Espero no haberle oído pronunciar la palabra «apuestas».

—He empleado el término figuradamente, señor.

Hayden contempló en el espejo el resultado de sus esfuerzos. Aunque sólo era pasable, tendría que contentarse. Estaba bastante nervioso, pero procuraba no adelantarse a los acontecimientos por los motivos que Hawthorne acababa de exponer.

—Mucho me temo que no será nada tan propicio, señor Hawthorne —replicó—. Los franceses se han retirado a Bastia y creo que nos haremos a la vela, con rumbo a ese mismo destino. Doy por sentado que habrá que cargar con más piezas de artillería hasta lo alto de alguna colina.

—Si ése es el caso, y no le conceden el ascenso, perderé cinco libras. Figuradamente, por supuesto.

—Pues yo no arriesgaría mi dinero. Y no veo por qué razón iba nadie a hacer tal cosa. Por mucho que lord Hood fuese a honrarme con semejante ascenso, dudo mucho que el Almirantazgo me confirmase en el cargo. —Hayden se puso su mejor casaca, mientras se preguntaba quién habría apostado en su contra. Se volvió hacia su amigo—. Espero estar presentable.

—Impecable.

—En tal caso discúlpeme, señor Hawthorne. Lord Hood me espera.

Hawthorne le abrió la puerta del camarote y, cuando Hayden pasó por su lado, le dijo:

—Le deseo buena suerte, capitán Hayden.

Un atareado secretario condujo a Hayden a la cámara del almirante, donde encontró a lord Hood en compañía del capitán Winter, quien se mostró visiblemente sorprendido por la aparición del capitán en funciones de la Themis.

—Ah, capitán Hayden —saludó Hood, alzando la vista y con el semblante grave y pálido—. El capitán Winter y yo hemos estado intentando comprender qué ocurrió la noche de la toma de la Minerve. El capitán perdió a su teniente, y su dotación sufrió numerosas bajas y heridos en el fracasado intento de apresar la Fortunée.

—A mí no me cabe duda de lo que sucedió —aseguró un indignado Winter, dirigiendo un gesto displicente en dirección a Hayden—. Se suponía que este hombre debía atacar primero la Minerve, pero se retrasó tanto que el teniente Barker se vio obligado a proceder. Los franceses lo descubrieron y descargaron repetidas salvas de metralla, lo que provocó la muerte de muchos de mis hombres.

A Hayden lo alivió comprobar que Hood no se dejaba contagiar por el enfado de Winter.

—¿Coincide esta descripción con su versión de los hechos, capitán? —preguntó el almirante, volviéndose hacia Hayden.

—Para serle sincero, señor, no sé qué sucedió a bordo de los botes del teniente Barker. Habíamos acordado que mi dotación se adentraría en aguas de la bahía y se introduciría en la Minerve por la aleta de babor. Eso fue lo que hicimos tan rápidamente como nos permitió la prudencia, puesto que teníamos la esperanza de lograrlo sin ser vistos por el enemigo, para lo cual habíamos dado un par de manos de pintura negra a los botes y nos habíamos tiznado el rostro. —De labios de Winter escapó un suspiro de frustración, pero Hayden fingió no oírlo y prosiguió—: Justo antes de cruzar la popa de la Minerve, nos llegó un estruendo de armas ligeras, seguido del estampido de un cañón de la Fortunée, además de gritos que advertían de la cercanía de los ingleses. No perdimos más tiempo y abordamos la fragata, que apresamos tras una cruenta batalla, señor. Las bajas que sufrimos no fueron despreciables, puedo asegurárselo.

—¿No se demoró o titubeó usted? —preguntó lord Hood educadamente.

—Ni por un instante, señor. El teniente Barker y yo habíamos acordado que él aguardaría en la embocadura de la bahía hasta oír el fragor del combate a bordo de la Minerve. —Hayden intentó recordar exactamente lo sucedido aquella noche, pero sus recuerdos se mezclaban y confundían—. Oímos un fuego graneado de mosquete bastante cerca, en el reducto. Lo único que se me ocurre pensar es que el teniente Barker se equivocara al interpretar que habíamos iniciado el abordaje de la Minerve, razón por la cual podría haberse adentrado en la bahía mucho antes de lo convenido.

—Muy bien, capitán —dijo lord Hood, asintiendo con la cabeza—. Por favor, tome asiento. —Y dirigiéndose a Winter—: Capitán, estoy muy satisfecho con el comportamiento ejemplar del señor Hayden.

—¡Ejemplar! —estalló Winter—. Tengo cerca de cincuenta bajas porque este hombre se arrugó. Eso no es precisamente lo que entiendo por «ejemplar».

Hood permaneció en silencio unos instantes con la mirada fija en Winter de un modo que no daba pie a malentendidos.

—Entiendo, capitán, que perder tantos hombres lo haya afligido, pero sepa usted que el capitán Hayden posee un intachable historial por mantener la cabeza fría en el combate. Ni por un momento se me ocurriría pensar que se dejó llevar por el miedo —aseguró al fin.

—Hay quienes le atribuyen un carácter distinto —señaló Winter sin alzar la voz ni poner demasiado énfasis.

Hood, que tenía fama de ser hombre de fuerte temperamento, permaneció notablemente calmado.

—Capitán Winter, sáqueme de dudas. ¿Los botes de su barco estaban pintados de negro?

El capitán de la Foxhound se envaró un poco, incapaz de ocultar su resentimiento.

—No, señor, no lo estaban.

—Casi puede decirse que había luna llena.

—Soy consciente de ello. Si el capitán Hayden hubiese atacado primero, la atención de los franceses se habría centrado en él y no habrían reparado en la cercanía del teniente Barker. No me cabe duda.

—Es lamentable que Barker confundiera el fuego de armas ligeras proveniente de la costa con la refriega a bordo de la Minerve. Pero debo señalar que los botes del capitán Hayden recorrieron la bahía Fornali sin que los franceses se apercibieran de su presencia. Luego, al cruzar la popa del barco francés, los franceses tampoco repararon en ellos. Dado que lucía una espléndida luna, haber pintado los botes demostró ser una medida acertada.

Winter no replicó.

—¿Tiene usted algo que añadir, capitán? —preguntó el almirante.

—No… Nada más, señor.

—En tal caso, no lo distraeré más de sus obligaciones.

El capitán de la Foxhound se levantó, hizo una leve reverencia ante el almirante y luego se dirigió a la puerta sin dirigir un gesto o una palabra de despedida a Hayden, a pesar de que éste también se había puesto en pie.

—Quédese usted un rato más, capitán. Debo comentar con usted cierto asunto —pidió entonces Hood.

A un gesto del almirante, Hayden tomó asiento justo cuando la puerta se cerraba tras Winter.

—Por supuesto, usted ya conocía a Barker… —aventuró finalmente Hood, tras guardar unos instantes de silencio.

—En efecto, señor.

—Un teniente de treinta años… Me temo que no podré ocultar su error en mi informe, a pesar de lo mucho que me desagrada empañar el historial de alguien que ya nos ha dejado.

—Estoy seguro de que confundió el fragor del combate procedente del reducto con la batalla en la Minerve, señor —repitió Hayden, sin saber muy bien por qué defendía a Barker—. En otras circunstancias no habría surgido problema alguno.

—Fue uno de tantos errores en su carrera, aunque éste costara medio centenar de vidas. Winter ha de ser consciente de ello; no puede ser tan torpe.

A Hayden no se le había ocurrido pensarlo, pero en ese asunto en particular no iba a mostrarse contrario a la opinión del almirante.

—Parece que la Minerve volverá a estar a flote. Felicidades, señor Hayden.

—Gracias, almirante.

—¿Informó usted al capitán Winter que pintaría sus botes de negro? —le preguntó Hood, mirándolo a los ojos.

—Así es, señor.

—Di por sentado que lo había hecho, pues usted desde luego no querría que los botes de la Foxhound llamasen la atención del enemigo. Winter sigue sin comprender que ésa fue probablemente la razón de que perdieran la vida Barker y tantos otros tripulantes de su fragata. Eso y la incompetencia de su teniente. —Hood se tomó unos segundos para meditar—. Me han comentado que el señor Ransome resultó herido.

—Sí, almirante, aunque el doctor Griffiths me confirmó que la herida no se ha infectado, de modo que creemos que se recuperará.

—Los cañones no disparan dinero del botín, ¿verdad, Hayden? —comentó Hood, complacido por el informe médico.

—No, señor, no precisamente.

—Me alegra que Ransome haya tenido ocasión de comprobarlo. La avaricia no puede sustituir al sentido común. —Y extendiendo el brazo hacia la mesa, rebuscó en una pila de papeles. Tras dar con lo que quería, levantó un documento y lo sacudió con suavidad en el aire—. Tenemos otro asunto pendiente. —Hayden contuvo el aliento—. Lo reclaman… en Inglaterra —anunció el almirante.

—¿Inglaterra? —repitió el capitán en funciones de la Themis, incapaz de disimular su extrañeza—. ¿Cuándo, señor?

—De inmediato.

—Comprendo… —mintió un desconcertado Hayden—. ¿A bordo de qué barco, señor?

—De la Themis, capitán. Por lo visto, el Almirantazgo tiene necesidad de ella. —Una incipiente sonrisa afloró a los labios de lord Hood—. Parece sorprendido.

—Me enviaron a entregarle a usted la Themis, lord Hood. ¿Y ahora quieren recuperarla?

—Eso me pareció entender. —A Hood lo divertía la confusión de Hayden—. Por supuesto, llevará usted las sacas de correspondencia, y pondrá rumbo a Inglaterra sin demora. No va usted a la caza de embarcaciones enemigas, capitán.

—Sí, señor.

—¿No le complace la perspectiva de regresar a su hogar, Hayden?

—Por supuesto, señor. Y mucho. —No estaba muy seguro de qué pensar. Si bien sentía una emoción incontenible, también experimentaba cierta aprensión—. Pero esperaba ver a los franceses expulsados de Córcega —admitió Hayden, que desde un primer momento había querido ayudar al anciano general Paoli, hombre honorable y de sólidos principios, a ver cumplida su única ambición antes de que fuese demasiado tarde.

—Eso es muy noble por su parte. Lamento que deba marcharse, dado lo mucho que necesitamos de su peculiar talento, pues tendremos que emplazar baterías en los alrededores de Bastia, siempre y cuando yo logre convencer a Dundas de que organice un ataque. —Levantó la vista hacia el joven e intentó contrarrestar su frustración con una sonrisa algo amarga—. Nelson se las apañará, por supuesto. Si no fuera por oficiales como Moore, consideraría al ejército un obstáculo en lugar de una ayuda. Que alguien como el coronel no sea general, y que Dundas no sea su escribiente, dice mucho del ejército de Su Majestad. Puede que el sistema de elección de oficiales en nuestra Armada no se considere perfecto, pero ¡al menos no permitimos que jóvenes ociosos adquieran cargos en nuestros regimientos por el solo hecho de que sus familias dispongan de los medios necesarios!

Hayden conocía a más de un oficial de la Armada Real que, a pesar de una hoja de servicios intachable, no había llegado tan lejos, ni tan rápido, como otros oficiales menos capacitados que disfrutaban de mejores contactos. Desde luego, la Armada distaba mucho de la perfección en ese aspecto concreto.

—Le deseo lo mejor, Hayden —dijo el almirante sonriendo y poniéndose en pie.

—Gracias, señor.

—No olvide saludar de mi parte a la señora Hayden, aunque imagino que ése ya no será su apellido.

—Ahora es Adams, señor. Y descuide, que no lo olvidaré.

—Creo que tiene usted por delante una prometedora carrera. —El almirante lo miró a los ojos y su expresión dejó traslucir por un instante cierta ternura—. Sé que a menudo se dice por decir, pero le aseguro, con toda sinceridad, que estoy convencido de que su padre estaría muy orgulloso de usted. No me cabe la menor duda.

—Gracias, almirante —repuso Hayden, de repente emocionado y tratando de dominarse—. Eso significa mucho para mí.

—Que tenga buena proa —le deseó Hood, volviendo a concentrarse en el papeleo que lo esperaba sobre su escritorio.

—Gracias, señor. Buena suerte en su empresa.

Hood asintió levemente con la cabeza, y Hayden salió de la cámara en dirección a la escala. No tardó en verse embarcado en el bote, con un Childers al timón que le sonreía tontamente.

—¿Debo llevarlo de vuelta a su barco, capitán? —preguntó.

—No; me propongo desembarcar en tierra. Tengo intención de despedirme de un amigo.

—A la orden, señor. —Al reparar en la seriedad de Hayden, la sonrisa bobalicona de Childers se esfumó, mientras mandaba apartar el bote del navío de línea. En la travesía hasta alcanzar la costa se mostró confundido y no dejó de mirar a su capitán, como si intentara descifrar su expresión.

Según Hayden se había temido, y a pesar de albergar esperanzas en sentido contrario, Hood no le había concedido el ascenso. Estaba muy decepcionado y también molesto por haberse engañado a sí mismo, algo que no dejó de reprocharse. ¡Claro que el almirante lo había tratado tan bien…! Incluso había mencionado el prometedor futuro que lo aguardaba. Mas su amistad con el padre de Hayden y la evidente admiración que sentía hacia su madre no habían bastado para nombrarlo capitán de navío, a pesar de que había estado en su mano.

Dada la diatriba del almirante contra la adquisición de cargos en el ejército, se preguntó si de pronto no se habría sentido reticente a la hora de ascender al hijo de un amigo fallecido hacía tiempo. ¡Menudo momento para prestar oídos a la conciencia en tal asunto!

Pero el almirante lo había obsequiado con algo más y, por mucho que Hood se hubiese emocionado más de la cuenta, el capitán de la Themis estaba convencido de la sinceridad de las palabras del viejo amigo de su padre. La idea de que éste se hubiera sentido orgulloso de su hijo le había afectado más de lo que pensaba. Lo había conmovido hondamente, y a la vez entristecido. Durante el trayecto hasta la costa, trató de dominar sus emociones para evitar sentirse ridículo.

Nada más desembarcar preguntó por Moore y, tras indicarle la torre cercana, encontró al coronel en la almena. La bahía se extendía ante ambos de un azul incomparable, mientras la neblina suavizaba el tono pardo de las cercanas colinas, coronadas por blancas nubes bajas que iban cubriendo poco a poco el cielo mediterráneo.

—¡Capitán Hayden! —lo saludó Moore, visiblemente complacido de verlo—. Tengo entendido que partimos hacia Bastia.

—Usted quizá, coronel, pero yo me vuelvo a Inglaterra.

—¡Inglaterra! ¡Pero si llegó hace nada al Mediterráneo!

—Así es, pero los designios del Almirantazgo son inescrutables para nosotros, los simples mortales.

—Esperaba que pudiéramos llevar juntos a buen puerto nuestra empresa —repuso Moore, sin ocultar su decepción.

—También yo. —Hayden se encogió de hombros—. Pero tengo entendido que a Nelson se le da bastante bien emplazar baterías.

—Sin duda. Siempre que no anda por ahí cultivando el favor de sus superiores se comporta como un excelente oficial.

Ambos guardaron silencio un instante, pues Hayden, al menos, no sabía qué decir.

—¿Se halla cerca el general Paoli? —preguntó al fin.

—Creo que se retiró a Oletta.

—Ah, entonces ¿se despedirá usted de mi parte? Vuelva a transmitirle mis mejores deseos para él y sus paisanos.

—Será un placer.

—Bueno, Moore, quizá lo que hemos logrado aquí nunca figure en grandes caracteres en los anales de la guerra, pero no obstante me siento muy orgulloso. Ha sido un gran honor servir con usted.

—El honor ha sido mío —asintió Moore sin alzar la vista. Y guardó silencio—. Aún no se me ha concedido el don de la presciencia, Hayden, y no puedo decir si volveremos a encontrarnos, pero ése sería mi deseo —dijo al fin.

—Esperemos que un día podamos presentarnos a nuestras respectivas esposas, y contar a nuestros hijos cómo expulsamos a los franceses de Córcega.

—Sí, sería deseable —convino el coronel, esforzándose por sonreír—. Estrechémonos la mano, Hayden. Que los vientos le sean favorables y encuentre una mar calma.

—Que tenga suerte en cuanto emprenda —correspondió el capitán de la Themis.

Se dieron un apretón de manos y acto seguido Hayden empezó a descender hasta el rocoso litoral; le llevó un rato recorrer la costa en dirección a la playa donde había dejado a Childers con el cúter. Hizo una breve pausa para mirar hacia la torre y las colinas de Córcega, envueltas en nubes y haces luminosos, que se alzaban detrás. Y a la figura de John Moore en la muralla de la torre, que encaraba la fortaleza de San Fiorenzo o las colinas, tratando de discernir el camino que había que tomar hacia Bastia y más allá.